El 9 de noviembre de 1989 cayó el Muro de Berlín y se dio por concluida la Modernidad, que había nacido justo doscientos años antes, el día que cedieron las puertas de la Bastilla. Francis Fukuyama, que lo había previsto unos meses antes, se apresuró a asegurarnos que acabábamos de entrar en la post-Historia. También dijo que sería una era esencialmente aburrida…
Sin embargo, cuando el polvo del Muro aún no había terminado de asentarse y faltaba mucho para que se levantara el de las Torres, ya se estaban construyendo nuevos muros. La novedad era que ahora separaban a los ricos de los pobres; no eran para protegerse de la infantería sino de los desarrapados. Estos muros no se alzaban para evitar que la gente saliera, como el de Berlín, sino para impedir que entrara, aunque se admitía que fueran permeables para la mano de obra barata. El mundo que proclamaba el triunfo de la libertad del mercado alzaba nuevas barreras; los barrios se amurallaban, las rutas se cortaban y el ser más temido era el humano inerme. Siguiendo la misma lógica, las guerras posmodernas también se fueron resolviendo como demoliciones, desde el momento en que las topadoras reemplazaran a los tanques y las viviendas pasaron a ser objetivos militares.
Las fronteras amuralladas siempre fueron un síntoma de vejez en la vida de los imperios. Lo fue la Gran Muralla, con la cual los chinos resolvieron aislarse del mundo, el limes que los romanos trazaron para separarse de los bárbaros o la criolla Zanja de Alsina.
Antes de su primera derrota electoral, George W. Bush prometió que completaría la construcción de un colosal Muro, que iría desde el Atlántico hasta el Pacífico. Con él pensaba cortar ese flujo de inmigrantes indeseados que genera la propia globalización. Hay razones geográficas para que este Muro no llegue a cerrarse del todo, por más que Trump se lo proponga. Pero no cabe duda de que sea un efecto más de esa densa paranoia que estalló tras el derrumbe de las Torres, el día que la Historia desmintió a Fukuyama y pareció recomenzar de la peor manera posible.
Toda esta manía persecutoria tiene raíces muy antiguas en la cultura norteamericana. Estados Unidos fue “aislacionista” (pero no dejó de expandirse) hasta la primera guerra mundial, y recién con F.D.Roosevelt intervino activamente en el escenario internacional. La “república imperial”, como la llamó Octavio Paz, había tenido su más reciente pico maniático cuando Ronald Reagan quiso levantar el escudo defensivo llamado Star Wars, que protegería a la Unión “de todo mal”, como el Smith & Wesson de Pedro Navaja.
La creencia en el “destino manifiesto” y ese espíritu elitista que tenían tanto los devotos puritanos como los utopistas laicos, contribuyó a afianzar la idea de que los EE.UU. eran los herederos del Imperio Británico: un pueblo elegido y un ejemplo para el mundo.
Semejante sueño de grandeza, según enseña cualquier manual de psiquiatría, lleva a sospechar que los envidiosos inevitablemente terminarán conspirando contra él.
En uno de esos arranques arqueológicos que cada tanto me mueven a desempolvar los estantes menos frecuentados de la biblioteca, me encontré con una vieja novela de ciencia ficción donde toda esa locura estaba prefigurada de manera ingenua y hasta brutal. Es sabido que el imaginario colectivo no hay que buscarlo en las obras escogidas por las academias y consagradas en el canon de la cultura, donde a lo sumo aparecerá embellecido por los escritores cultos. Pero a menudo los libros que el crítico desestima resultan ser verdaderas joyas para el historiador.
Si uno quiere encontrarse con el imaginario expuesto al desnudo, tendrá que buscarlo en campos como el cine, la televisión o esa literatura de quiosco que unas décadas atrás cumplía esas funciones.
Del mismo modo que el policial negro nos ayuda a entender las cosas de las cuales los sociólogos no hablaban, en los años cuarenta y cincuenta uno de los géneros más populares era la ciencia ficción, y bastaba leerla con atención para descubrir muchas confesiones.
En una novela olvidada, de las tantas que se producían en esa época, me encontré con el Muro prototípico, una remota muestra de todas las fantasías persecutorias de Reagan, Bush y Trump. El autor había escrito un primer borrador antes de Pearl Harbor, pero la versión definitiva era de los años de la Guerra Fría. Las fantasías paranoicas nunca faltaron en la ciencia ficción, pero los invasores que “se ocultan entre nosotros” y los mutantes que “se aprestan a desplazarnos” tuvieron su momento de gloria durante el macartismo y la Guerra Fría.
Jack Williamson (1908-2006) murió cuando no le faltaba mucho para cumplir el siglo. En más de sesenta años escribió una impresionante cantidad de novelas y cuentos de ciencia ficción. No dejó tema sin explorar y a veces hasta lo hizo con originalidad. Escribió sobre viajes en el tiempo, superhombres, mutantes, robots, imperios y guerras galácticas. Al igual que al dios Shiva, lo llamaron “el destructor de mundos”, porque se empeñaba en desencadenar catástrofes cósmicas francamente increíbles. Sorprende verlo citado con respeto por Cornelius Castoriadis.
Williamson había nacido en Arizona y se había criado en una solitaria granja de New Mexico. Con los años llegó a doctorarse con una tesis sobre H.G.Wells, pero su primera formación se la dieron esas revistas baratas de ciencia ficción que leía desde la infancia. Era tan naïf como todos los autores de aquello que se llamó “space opera”, al estilo de la soap opera, el radioteatro del jabón Palmolive.
La novela de Williamson se llama Una cúpula sobre América (1955) y es todo un monumento a la ingenuidad.1 Si vale la pena recordarla no es por sus inexistentes méritos literarios sino porque expresa sin censura las peores manías de una cultura, que el tiempo y la política no han hecho más que confirmar.
La historia comienza cuando un niño del futuro le pregunta a su abuelo por qué América vive encerrada bajo una cúpula transparente, en medio de un yermo sin aire, agua ni vida que parece extenderse mucho más allá del horizonte.
Doscientos años antes —explica el abuelo— una estrella enana pasó cerca de la Tierra, y con su monstruosa gravedad se llevó consigo a la Luna, el agua de los océanos y toda la atmósfera terrestre.
Por supuesto, los primeros en descubrir el peligro que acechaba al mundo fueron los norteamericanos. Trabajando duro, sus científicos desarrollaron el Anillo, un escudo de energía capaz de proteger medio continente: uno de esos famosos “campos de fuerza” que les encantaban a los escritores aunque pusieran nerviosos a los físicos.
América se ha salvado. El área protegida por la cúpula cristalina incluye a Canadá y una franja de Pacífico, pero Cuba queda afuera… El resto del mundo, sin aire, agua ni forma de vida alguna, está tan muerto como la Luna. Ni siquiera goza de la luz lunar, porque el satélite se ha marchado.
Más allá del muro invisible, todavía se divisan los esqueletos de hombres, mujeres y niños mejicanos que no alcanzaron a entrar a tiempo. Uno no puede dejar de imaginarse a los migrantes indocumentados, engañados por los “coyotes” y víctimas de los guardias fronterizos.
Cuando sobrevino la catástrofe —explica el abuelo— estábamos en guerra contra los Rojos, “que odiaban América”. Por supuesto, los americanos fabricaron diez Anillos, que ofrecieron generosamente a los europeos y al resto del mundo, pero los Rojos se empeñaron en disuadir a todos de que los usaran. América también les había tendido una mano a ellos, pero esos bastardos rusos respondieron disparándole misiles. De manera que no hubo más remedio que dejarlos afuera, junto con todos los demás enemigos de la democracia.
“Tuvieron su merecido”, sentencia el niño. Aun así, hay que admitir —modera el abuelo— que aunque estuvieran equivocados, en el fondo también eran humanos…
Gracias a su aislamiento, América ha llegado a ser un Paraíso terrenal, un oasis de vida en un mundo muerto. En una versión anterior, la novela se llamaba precisamente Puerta al Paraíso.
Colapsado el gobierno federal, el país está ahora bajo el control de las grandes Corporaciones. Gracias a un mercado libre y a la eficiencia empresaria los americanos han desarrollado nuevas ciencias que les permiten manipular el núcleo atómico y dominar la gravedad, lo cual ha hecho de América un vergel.
Lo más extraño (aunque quizás no tanto) es que en los dos siglos que pasaron los americanos nunca se preocuparon por saber que pasaba afuera. Los escasos chiflados que intentaron salir perecieron en el intento, y nadie volvió a pensar en eso. El “espíritu de la Frontera” se había marchado junto con la Luna y la estrella intrusa.
El niño, que ya en la primera escena cree ver algo que se mueve fuera de la cúpula, crece y se enrola en la Guardia Fronteriza. Investigando por iniciativa propia, un día llega a capturar un espía venido de Afuera. El intruso viaja en un tanque que puede atravesar la Barrera; lo han enviado con la misión de destruir el generador del Anillo y dejar sin aire a los americanos.
Sorpresivamente, cuando uno se lo imaginaba ruso, resulta ser inglés. Quizás tuviera razón Oscar Wilde, cuando decía que “tenemos mucho en común con los norteamericanos, pero por desgracia el idioma nos separa.”
La captura del espía revela que allá Afuera hay una sociedad que sobrevivió a la catástrofe, odia a América y sueña con destruirla.
El joven guardia fronterizo se ofrece como voluntario para cruzar la Barrera con el tanque y meterse en campo enemigo. Atraviesa todo el lecho del Atlántico y llega hasta Churchill, la capital de la Nueva Europa.
Cuando la estrella arrasó con la civilización, algunos británicos sobrevivieron escondiéndose en sus minas de carbón y llegaron a construir ciudades subterráneas en el fondo del océano. Siguen usando libras y chelines, carecen de papel y ni siquiera disponen de la radio para comunicarse con otras ciudades. Atesoran el aire y el agua y viven en la penuria. Sólo desean aniquilar a América, movidos por la más cruda envidia.
Por supuesto muchos ingleses post-catastróficos son comunistas, porque fueron adoctrinados por algunos astronautas rusos que bajaron de sus órbitas en cuanto la estrella terminó de pasar.
Los rusos han fundado una siniestra organización llamada Estrella Roja. Todavía no han logrado someter a Europa pero conspiran para tomar el poder. Su principal objetivo es destruir la Barrera y apoderarse del agua y el aire de América. No les importa que perezcan los americanos; los muy ingratos ni siquiera parecen recordar que alguna vez rechazaron su ayuda.
Incapaces de inventar nada, los europeos sólo han podido desarrollar la tecnología que les permite atravesar el Anillo recurriendo a viejos manuales yanquis. Han logrado infiltrar sus espías en América y se aprestan para dar el gran golpe.
Europa sólo vive para la revancha. La base más cercana a América se llama Punta Furia, y la ciudad Churchill está erizada de misiles. Sus naves-cohetes se llaman Némesis y Venganza, como las armas secretas de los nazis.
Por supuesto, el héroe americano logra reunir bajo su liderazgo a los europeos amantes de la democracia y pronto se deshace de los conspiradores rojos. Es entonces cuando desde el cielo le llega su recompensa. Los astrónomos descubren que la Luna, nuestro viejo y querido satélite, está de vuelta tras recorrer una larga órbita cometaria. La Luna trae consigo parte del agua de los océanos y algo de atmósfera que, por alguna misteriosa razón, no se ha disipado en el espacio.
Es entonces cuando América salva al mundo por segunda vez. Los ingenieros americanos arman otro Anillo en la Luna y destruyen todo el arsenal misilístico europeo en una explosión que desviará al satélite y lo volverá a poner en su órbita natural. De paso, eliminan la competencia.
En un final al estilo Walt Disney, cae granizo y se desata un aguacero como no se había visto desde los tiempos de Noé. La Tierra vuelve a ser bastante más habitable.
No se dice si la barrera se levantará, ni se cuenta cuál habrá sido el final de las ciudades europeas, con rojos incluidos. El autor parece no acordarse de que las había puesto en el fondo del Océano, donde el agua no dejará de taparlas. La estrella ya se encargó de hacer el trabajo sucio. Aunque Europa se salvó de la catástrofe, ésta eliminó de una buena vez a todos esos negros, amarillos y cobrizos que tan desagradables eran. En fin, pensaría Jack, mejor solos que mal acompañados.
No pasaron ni veinte años antes que otro escritor, criado en el mismo corral de literatura popular, imaginara algo similar. Por si alguien aún dudaba de que la realidad imite a la ficción, a veces con menos imaginación pero también menos responsabilidad, basta ver qué se le ocurrió a John Sladek (1937-2000).
Sladek estaba en las antípodas, tanto ideológicas como literarias, de Jack Williamson, y escribía a fines de los locos años sesenta, cuando todo estaba siendo cuestionado. Él fue quien nos dejó el cuento breve “La Gran Muralla de México”2, una obrita maestra del humor negro y el grotesco que a la luz de los acontecimientos resulta mucho más inquietante.
En la historia, los Estados Unidos están gobernados por Rogers, el primer guardaespaldas que llegó a presidente, después de haber tratado de evitar un magnicidio. Odia a los periodistas, se cree gracioso, usa un lenguaje aséptico para aludir a las peores aberraciones y es prolífico en ideas absurdas. ¿Alguien lo conoce?
La gran idea del presidente Rogers es levantar un muro entre USA y Mexico para poner coto a la invasión de pobres latinoamericanos, el tráfico de drogas, las pestilencias y la mano de obra barata. Sugiere que el Muro podría ser una gran ocasión para los pintores de graffitis y un gran negocio de concesiones para gasolineras, moteles y parques temáticos.
Pero alguien cambia de idea y propone algo más económico; detonar unos cuantos megatones a lo largo del proyectado muro para crear un desierto radioactivo que esta vez no podrán cruzar los indocumentados.
En 1973, cuando Sladek escribió este texto, más de uno lo habrá señalado como uno de esos delirios a los que uno puede llegar si abandona el sano realismo. La realidad tardó apenas una década en alcanzar a la ficción.
Alejandro Garcia dice
Muy bueno Pablo. Abrazo grande.
Pablo Capanna dice
Gracias Alejandro
eduardo catala dice
hay tantas verdades asolando el intelecto humano que resulta imposible descubrir el error, muy clarificadora su visión Pablo