“Mi carrera profesional ha sido cualquier cosa menos feliz”, se lamentaba Tarkovski al comienzo de su libro.
Si nos limitáramos a mencionar sólo los éxitos, cualquier lector podría llegar creer que fue una carrera triunfal: no hubo filme suyo que no ganara uno o varios premios internacionales. Pero cada vez que obtenía un premio en Europa, empeoraba su situación en Rusia. Cada nuevo proyecto suyo se tornaba una cuestión de Estado, y su filmografía se convertía en un verdadero calvario político. Tal fue la “Pasión según Andrei”; el profético título que le había puesto a uno de los guiones que escribió al comienzo de su carrera.
Muchos años más tarde, no faltaron los críticos que insistieron en destacar que al fin y al cabo Tarkovski siempre se había salido con la suya y hasta había podido darse el lujo de filmar demasiados filmes de esos que se consideraban “difíciles” hasta en Occidente. Algunos llegaban a insinuar que había gozado de una situación de privilegio, y no se había privado de realizar ninguno de sus proyectos, mientras que otros desaparecían de la escena pública, o literalmente del mundo de los vivos.
Algunos críticos occidentales insinuaron que detrás de Tarkovski debía haber algún poderoso protector con contactos en el Kremlin. Se insinuó que podría haber sido Alexander Adzhubei, una de las figuras más influyentes y respetadas de la burocracia cultural soviética. De hecho, su esposa Marina[i] tuvo un pequeño papel en el primer filme de Tarkovski, donde interpretaba a la madre del niño violinista.
De cualquier modo, juzgar conductas o plantear exigencias morales a quienes viven bajo una tiranía es algo mucho más cómodo y seguro de hacer desde afuera del sistema que para quienes tienen la desgracia de vivir adentro.
A lo largo de los veinte años que duró su carrera en la URSS Tarkovski perseveró como un Sísifo para filmar tan sólo cinco películas. Siempre al borde de la proscripción, logró preservar milagrosamente su espacio de libertad para consagrarse a crear sin condicionamientos. Ocurría que su obra, más allá de cuáles fueran las intenciones del autor, subvertía de hecho los valores del sistema. Pero, paradójicamente, también podemos afirmar con igual razón que no hubiera sido posible sin el sostén económico del Estado.
Podemos entender el punto de vista de sus inquisidores soviéticos si pensamos en que el “hecho Tarkovski” denunciaba, implícitamente, el fracaso de la URSS como proyecto cultural. Dos generaciones de comunistas venían anunciando al mundo que desde la Revolución de 1917 en Rusia se estaba formando el “hombre nuevo”, liberado de la alienación y la superstición.
Tarkovski descendía de revolucionarios, era hijo de un héroe de guerra y había sido educado por el Estado, pero su obra ignoraba no sólo el “realismo socialista” sino cualquiera de los temas marxistas. Su estética era de vanguardia; pero su discurso era metafísico y tradicionalista. Era como si el “hombre nuevo” al hacerse adulto se hubiese puesto a pintar iconos y a discurrir como un Dostoevski…
La gran paradoja está en que sólo el Estado estaba en condiciones de financiar una obra tan poética y tan poco comercial que hubiera hecho arredrar de espanto a cualquier productor occidental.
Del mismo modo, las objeciones que el burócrata Vishnyakov, que dirigía la editorial estatal soviética, le hizo a su libro (“eliminar todas las reflexiones sobre estética y filosofía para ceñirse estrictamente a las cuestiones profesionales del cine”) también las hubiera hecho un editor occidental, no en nombre de la ideología sino del marketing. Tarkovski las consideró “totalmente inaceptables”[ii], aunque al fin se salió con la suya y con el tiempo, el marketing terminó paradójicamente admitiendo que aquellas reflexiones son lo más valioso del libro.
Fue así como el Estado soviético, el único Estado ateo de la historia, acabó paradójicamente siendo el mecenas de una obra profundamente religiosa. Nos preguntamos si podría existir otro Tarkovski en la Rusia de hoy, donde los iconos ya no tienen que resistir al embate dogmático del diamat sino al pop y la new age. Es muy posible que no.
De un modo misterioso, a Tarkovski le fue dado el espacio dónde articular su palabra. Ni siquiera el destierro y la muerte prematura pudieron acallarla: lo esencial ya había sido dicho y algunos filmes más no hubiesen sido capaces de añadirle nada.
Otros cineastas rusos de la época no tuvieron tanta suerte. Durante los años setenta, cuando Tarkovski sobrevivía para renacer una vez tras otra, después de prolongados silencios, protegido de algún modo por su fama internacional, otros directores menos conocidos en el exterior sucumbían.
Boris Barnet, que había sido el realizador del primer filme sonoro ruso, se suicidó. Sergo Paradzhanov, tan admirado por Tarkovski pasó años en la cárcel, a pesar de que el propio Andrei y Victor Shklovsky habían firmado en 1974 una carta al Secretario del Partido Comunista de Ucrania reclamando su libertad.
A Kira Muratova y a Alexander Askoldov (cuyo film El Comisario estuvo prohibido por veinte años) se les prohibió volver a filmar. Tarkovski recordaba que un filme del joven Alexander Sokurov, que luego sería su principal discípulo, había sido enterrado en un archivo, tras prohibirse su exhibición para siempre.
Pese a que su destino fue más benigno, cada obra que Tarkovski produjo en su patria representó una batalla contra burócratas e ideólogos y un nuevo paso que lo acercaba al aislamiento. Sin pretender ser demasiado sutiles, cabría preguntarse si ese calvario no iba a ser su carta de presentación en Europa. Quizás no hubiese tenido la oportunidad de filmar allí, de no haber venido precedido por la exótica fama de “disidente soviético.”
De todos modos, sus filmes también sufrieron mutilaciones en Occidente, esta vez no por motivos ideológicos sino por razones comerciales. A la versión de La infancia de Iván que se exhibió en USA se le habían cortado algunas tomas, sin contar con los cuarenta minutos eliminados de Andrei Rublev, los quince de Solaris, y la escena de la inmolación de Domenico en Nostalghia. En Italia, Solaris se exhibió con cuarenta minutos menos, realizado sin autorización del autor, por disposición de Dacia Maraini, la mujer de Moravia[iii].
La industria cinematográfica soviética estaba sujeta a la planificación de un comité estatal llamado Goskino, que nació en 1922 y cambió de denominación varias veces hasta volver a retomar ese nombre en 1972. De él dependía Mosfilm, el principal estudio de filmación de Moscú. Toda la carrera rusa de Tarkovski se cumplió cuando el Goskino era presidido por Alexander Romanov (entre 1963 y 1972) y por Filip Ermasch, de 1972 a 1986. Ambos procedían del Comité Central del Partido, y eran rigurosos guardianes del dogma ideológico.
En los años cincuenta Mosfilm había creado los “equipos creativos”, que se hacían responsables de toda la producción y la realización, como puede verse en los créditos de los dos primeros filmes de Tarkovski. Con el “deshielo” jruscheviano, la producción de películas había crecido, y entre 1955 y 1965 se había duplicado la cantidad de salas de cine.
Los realizadores tenían total libertad a la hora de filmar, pero luego sus obras debían pasar por sucesivos comités de censura, sorteando numerosas vallas burocráticas. La censura controlaba toda la producción en dos instancias: dentro de los propios Estudios Mosfilm y desde el Goskino, sin contar con las recomendaciones que solían hacer los órganos políticos del Partido.
Una costumbre muy difundida entre los directores era introducir escenas “descartables”, cuya supresión negociaban luego con la censura, con lo cual a veces lograban salirse con la suya.
En 1962, cuando produjo su primer largometraje, Tarkovski era casi el niño mimado del VGIK. Su trabajo de tesis, La aplanadora y el violín, había merecido elogiosos comentarios en dos revistas especializadas y un premio en el exterior, nada menos que en Estados Unidos. Era algo muy poco común, tratándose de un estudiante.
La consagración sobrevino en 1962 cuando su primer filme, La infancia de Iván, fue elegido para representar a la URSS en el Festival de Venecia. Allí obtuvo el máximo premio, el León de Oro, que le fue otorgado en paridad de méritos con Crónica familiar del italiano Valerio Zurlini.
Pero en ese preciso momento comenzaron las desventuras de Andrei. Curiosamente, no fue tanto por obra de los inquisidores soviéticos, que por el momento veían al premio como un triunfo de su política exterior, sino de ciertos intelectuales europeos, convertidos en oficiosos censores de la ortodoxia marxista.
El filme se basaba en un cuento de Bogomolov, un escritor perteneciente a la “segunda generación” de la literatura de guerra, aquella que Maia Turovskaia caracterizaría como un proceso de “privatización del héroe.” Menos épico que sus predecesores de la era estalinista, a quienes no se le había permitido otra cosa que propaganda, el autor intentaba reflexionar sobre el absurdo de la guerra, aunque se tratara de la “gran guerra patriótica.”
Iván, el protagonista, era uno de esos huérfanos engendrados por la guerra, envejecidos y endurecidos por el dolor, que acababan por volverse despiadados. Las gacetillas de prensa distribuidas en Venecia por el aparato de prensa soviético habían tratado de domesticar el filme reduciéndolo al discurso oficial. “Este joven héroe —Iván, el pequeño muchacho ruso— ha sacrificado su vida por la paz, por el bien de los hombres, para que jamás haya otra guerra sobre la tierra. Con mucha fuerza artística y brillantez, con pasión y poesía, este filme retrata la vida heroica de Iván y sus camaradas de regimiento”, decía la propaganda oficial.
A pesar del premio, la crítica europea tuvo opiniones encontradas sobre el filme. Aunque, tratándose de cine soviético, era difícil separar lo estético de lo político. Los marxistas, en especial, se sintieron defraudados por una obra tan poética, que parecía dejar atrás al “realismo socialista” zhdanoviano. No era lo que se esperaba del magisterio de la URSS. La prensa italiana de izquierda (L´Unità, Il Paese, Paese Sera) no vaciló en calificar a Iván como una muestra de “tradicionalismo, expresionismo, surrealismo y simbolismo.” No eran otra cosa que esas tendencias “burguesas y estetizantes” que repudiaba la ortodoxia marxista.
Al parecer, el mayor de los pecados consistía en haber introducido secuencias oníricas en una trama que tenía que ser necesariamente realista. Eso era algo que en Europa se había dejado de hacer desde antes de la guerra, decía uno de los más duros críticos del filme, el escritor Alberto Moravia.
Curiosamente, quien salió en defensa de Tarkovski fue el filósofo Jean Paul Sartre, quien consideraba a La infancia de Iván como“una de las películas más bellas de los últimos años.” Y para racionalizar ideológicamente su opción estética, sacaba a relucir sus mejores argumentos de “compañero de ruta” en una carta que le escribió a Alicata, el director del diario comunista italiano L’Unità.[iv]
Sartre intuía (aunque nunca se hubiera atrevido a decirlo) que estos anatemas irresponsables lanzados desde un café romano por los intelectuales “orgánicos” del PC serían leídos en la URSS como un reproche por haber aflojado la censura, y no deseaba que Tarkovski fuera enviado a un “sanatorio mental” para disidentes. “No alcanza con que El León de Oro le diera cierta patente de “occidentalismo” —escribió Sartre— “como para que ahora la izquierda italiana lo convierta en un sospechoso pequeñoburgués.”
Como para marcar las diferencias entre la izquierda francesa y la italiana, es decir entre las líneas del PCF y del PCI, Sartre reivindicaba la película como “profundamente rusa y revolucionaria.” Decía haberla visto en un cine de Moscú, rodeado de jóvenes: “esos niños de veinte años, herederos de la revolución, a la cual en ningún momento piensan cuestionar.”La comparaba con Los cuatrocientos golpes de Truffaut, aunque sólo para distinguir una “tragedia soviética” de una “tragedia burguesa.”
En todo caso, para Sartre los componentes oníricos tan criticados no eran más que el lenguaje del nuevo “surrealismo socialista”, una fórmula que decía haber tomado del “joven poeta Voznesenski”[v]. La figura del niño víctima de la guerra era algo así como “un agujero negro en la construcción del socialismo” que le permitía a Sartre esbozarlo que sería uno de sus más célebres slogans metafísicos: “Nada. Ni siquiera el comunismo futuro, podrá redimir esto.”
Los esfuerzos de Sartre por salvar al cineasta ruso de la proscripción eran sinceros, pero resultaban poco convincentes para los ideólogos de Moscú. Sartre sobreactuaba su filomarxismo de “camarada de ruta”, elogiando a la URSS como “el único país del mundo donde la palabra progreso tiene sentido.” Llegaba a atribuirle a Tarkovski (nacido en 1932) una edad de veintiocho años “en lugar de treinta como han dicho algunos periódicos”, sólo para demostrar que “conoce muy poco del cine occidental” (!) y que su cultura “es esencial y necesariamente soviética.”
Cuando Tarkovski viajó a Italia en 1962 para recibir el premio, pudo seguir de cerca la polémica. Años más tarde, recordaría toda esta gigantomaquia de los críticos para concluir que el filme “fue totalmente incomprendido. Cada cual se lanzó a hacer su interpretación de la historia, de los personajes o del argumento, cuando apenas se trataba de la obra de un cineasta joven” que debía ser analizada estéticamente y no según categorías ideológicas.
Irónicamente, Tarkovski parecía gustar más de los ataques de Moravia que de la defensa de Sartre:
“Debo decir que me fue muy grato leer el artículo de Moravia. Deshizo mi primer filme, sin dejar piedra sobre piedra. Su crítica era de un nivel tan elevado y expresaba su pensamiento de una manera tan clara y precisa que me dio mucho placer leerlo. Es tan agradable que te critiquen con un nivel tan —¿cómo decirlo?— tan profesional. Yo estoy acostumbrado a la crítica trivial […] Me parece que Moravia tenía razón.”[vi]
Años más tarde Moravia parecía haber cambiado de idea, porque en 1979 se unió a Lizzani, el director del Festival de Venecia, para gestionar ante los rusos la exhibición de Stalker, y escribió un entusiasta artículo en el Espresso. Pero Tarkovski había quedado bastante resentido con él, especialmente después de los cortes que la esposa de Moravia le había hecho a Solaris. En su diario comentó que el italiano no había podido entender el filme, porque no había traducción, de manera que sus elogios carecían de valor.
En 1979 Moravia le pidió una entrevista, que Tarkovski eludió con excusas. Por fin, cuando Tonino Guerra se lo presentó en mayo de 1980, el comentario fue lapidario: Moravia era un anciano que no merecía su fama literaria, rodeado de gente que no lo ocultaba. “Está solo… en cierto modo, me dio pena.”
La calurosa defensa ideológica de Sartre tampoco parecía haber satisfecho a Tarkovski. Admitía que su lectura del filme (“la guerra engendra monstruos”) era válida, pero cuestionaba los argumentos con los cuales había asumido su defensa ante los críticos italianos. “Su alegato fue inútil —decía— porque partía de un punto de vista filosófico o ideológico, no artístico.”
Al parecer, los reproches de Tarkovski no hacían hincapié en el contexto político, al cual ni siquiera menciona, sino en su amor propio herido, como si Sartre le hubiera birlado el triunfo. “Él intentaba evaluar el filme con sus propios valores filosóficos y yo, Andrei Tarkovski, artista, era puesto al margen. No se hablaba más que de Sartre, y nunca del artista.”[vii]
En 1980, cuando murió Sartre, Tarkovski lo recordó por haber mentido cuando relató su viaje de 1954 a la URSS e hizo un irónico comentario: “Tendría que ponerme a leer sus obras. ¡Pero es que ha escrito tanto!”
La polémica europea entre Moravia y Sartre no dejó de despertar ecos en la Unión Soviética. Allí, la película se había estrenado y había merecido abundantes reseñas en los diarios de todas las repúblicas: algo que tampoco era común.
En la URSS, la crítica más obsecuente hacia el Partido no podía ver con buenos ojos este tratamiento humanista del tema de la guerra. Pronto se dijo que Tarkovski “ponía en segundo plano la patria, la lucha antifascista y el heroísmo popular.”
Para los “duros” de la vieja guardia estalinista, estos eran los frutos amargos del deshielo jruschoviano. Gente como Tarkovski y su generación de cineastas eran producto del aflojamiento de la censura. No era casual que el filme se estrenara en la URSS en el mismo año en que se publicaba Un día en la vida de Iván Denisovich, de Alexander Solzhenitsyn.
A Tarkovski todavía le estaba permitido escribir libremente en las revistas oficiales, y hasta en 1976, cuando ya estaba prohibido mencionar su nombre, todavía alcanzó a publicar en Iskusstvo Kino el proyecto de Hoffmaniana, un filme que nunca llegaría a realizar. Pero era obvio que los burócratas ya habían comenzado a ponerlo en la mira de la censura.
El deshielo acabó en 1964 con la caída de Jruschev. En 1966, cuando tras un breve interregno asumía Leonid Brezhnev, Tarkovski estaba filmando Andrei Rublev. El tema del filme (la vida de un santo pintor de iconos) y su encuadre, más espiritualista que humanista, lo volvían sospechoso, sobre todo ahora que la memoria de Rublev era reivindicada por los disidentes.[viii]
El filme fue exhibido en privado, cuando ya circulaba un artículo en el cual se acusaba (falsamente) a Tarkovski de que durante la filmación había quemado viva una vaca y sacrificado un caballo ante las cámaras. En un seminario internacional realizado en Repino (Leningrado) en 1967 fue incriminado de “crueldad, naturalismo, anti-patriotismo y religiosidad”: al parecer, esta última era una de las faltas más graves.
El Goskino le pidió que hiciera algunos cortes (las escenas de violencia en el saqueo de Vladimir y los desnudos de la fiesta pagana), pero Tarkovski se negó. El puritanismo soviético era tal que años más tarde, en una conferencia pública de 1979, todavía hubo alguien que fue capaz de preguntarle por qué “incluía escenas pornográficas” en los edificantes filmes soviéticos.
Algunos críticos salieron a defender a la película; uno de ellos fue Grigori Kozincev, quien lo hizo en una carta que fue censurada y recién llegó a publicarse en 1980. Pero la influyente Komsomolskaia Pravda ponía en guardia a los jóvenes contra esta película “elegante y válida, aunque aplastante, complaciente e individualista, peligrosamente atravesada de misticismo y erotismo.” Es probable que la crueldad y el erotismo fueran simplemente excusas para no mencionar lo más ofensivo para la ideología hegemónica: la exaltación del individuo-artista, repudiada como un vicio pequeñoburgués. Y esto a pesar de que en la obra es difícil hallar otra cosa que una suerte de dialéctica artista/pueblo, más afín al populismo de los ancestros de Tarkovski que al colectivismo marxista.
En 1966 el comité organizador del Festival de Venecia pidió una copia del filme para exhibirlo, pero los rusos respondieron que “estaba en proceso de producción.” Un nuevo pedido obtuvo la misma respuesta al año siguiente.
Por entonces, el crítico francés Favre Le Bret, que había visto el filme en Moscú, lo pidió para una muestra que se preparaba en Cannes para celebrar el 50º aniversario de la Revolución Rusa. Artkino alegó “dificultades técnicas”,y volvió a repetir la misma excusa el año siguiente, con lo cual el filme no llegó a tiempo para ninguno de los dos festivales. Todo esto, a pesar a las gestiones que Larisa había realizado ante el propio jefe de gobierno Alexei Kosyguin.
En 1968 culminó una seria crisis política, cuando los tanques soviéticos aplastaron el proceso de liberalización en Checoslovaquia, poniendo fin a llamada “primavera de Praga.” En ese mismo año, las autoridades soviéticas vendieron los derechos de Andrei Rublev a la distribuidora Promeco, una filial de Columbia, para exhibirla en 22 países.
En 1969, Favre Le Bret volvió a la carga, esta vez con el expreso respaldo del Partido Comunista Francés. Tras penosas negociaciones fue autorizado a presentar el filme en Cannes, con la condición de que apareciera bajo el sello “la URSS presenta.”
Andrei Rublev pudo al fin estrenarse en el XXII Festival de Cannes, pero fue exhibida a las cuatro de la mañana del último día de la muestra, con el sello del organismo sindical, la Unión de Cineastas Soviéticos. Ya no podía competir por el premio principal, pero igualmente ganó el Premio FIPRESCI de la crítica internacional.
Fue entonces cuando Leonid Brezhnev quiso ver el filme y se retiró, visiblemente fastidiado, antes de que terminara la función. El ideólogo Suslov, que también lo había visto en privado, le hizo duras críticas.
Ignorando el contrato firmado con Columbia, la URSS volvió a poner trabas a la distribución de la película, que sólo gracias a la persistencia de un empresario independiente logró estrenarse en París recién en 1979.[ix] Un año después el filme también pudo verse en la URSS. Pero como señaló más tarde el cineasta Elem Klimov, las autoridades cedieron por una vez pero tomaron recaudos para que el error no volviera a repetirse durante los diez años siguientes.
Por un tiempo, Tarkovski se sintió como un “rebelde autorizado”, que se enfrentaba con las reliquias de un “realismo socialista” que de todos modos estaba en vías de extinción. En la crítica soviética todavía aparecían opiniones favorables. La revista Ekran (1971-1972) publicaba las “primeras impresiones” del filme e interrogaba a varios reconocidos maestros. Serguei Guerasimov consideraba que Rublev era el único filme histórico válido que se había hecho desde Iván el Terrible. Serguei Jutkevitch también lo comparaba con Eisenstein, augurando que este filme “difícil” tuviera el éxito que merecía. Grigori Chujrai subrayaba en el filme el papel del “pueblo creador” y su capacidad para rescatar el verdadero “espíritu” de la historia.
En noviembre de 1970 Andrei sufrió por primera vez un espasmo cardíaco. El médico le prohibió tomar alcohol y desde ese momento dejó de fumar.
En agosto de 1972 se produjo un cambio político que afectaría profundamente su carrera. En reemplazo de Romanov, Filip Ermasch fue designado director del Goskino, el Comité estatal para el cine. Desde ese momento, Ermasch pasó a convertirse en el principal enemigo de Andrei, quien hasta el día de su muerte tuvo que lidiar con sus arbitrariedades.
A los pocos días de asumir Ermasch, Tarkovski fue convocado a una reunión con sus asesores políticos, donde se le recomendó “hacer algo nuevo e importante para el país, vinculado con el progreso científico y tecnológico”. Él sólo atinó a disculparse, diciendo que su línea era más humanista.
Con respecto a Solaris, que ya estaba en la fase final de edición, le “sugirieron” dejar bien en claro que el régimen social del futuro sería socialista, suprimir toda referencia a Dios y al cristianismo y eliminar a los científicos y periodistas extranjeros que aparecen en la escena de la conferencia.
Tarkovski ya estaba en cuarentena. Para su fuero íntimo, creía que le había llegado el momento de realizar la obra más importante de su vida, y sólo se preguntaba si sería capaz de hacerla[x]. Por momentos, todavía se paraba en su orgullo y escribía: “después de todo, yo soy Tarkovski. Y hay un solo Tarkovski, a diferencia de los Guerasimov de este mundo, que son legión.[xi]”
Pero pronto se hundía en la depresión: “nadie te necesita, eres completamente extraño a tu propia cultura, no has hecho nada por ella, eres una nulidad. Y sin embargo, si alguien, en Europa o en cualquier otra parte, pregunta quién es el mejor director de la URSS, la respuesta es TARKOVSKI. Pero aquí, ni una palabra. No existo, soy un espacio vacío[xii].” Por momentos hasta se irritaba por su fama “clandestina”: “¿Por qué todos se empeñan en convertirme en un santo? ¡Dios!¡Dios! ¡Dejen de hacerme santo![xiii]”
Cuando Ermasch rechazó el proyecto de El espejo y le sugirió que, en cambio, tratara de hacer alguna película sobre Lenin, pensó por un momento en escribirle a Brezhnev, pero desistió.
Más tarde, Ermasch se resistió a autorizarle un viaje a Italia, a pesar de que la invitación venía del Partido Comunista italiano.
Para salir del atolladero, Tarkovski eligió para su próxima película un guión de ciencia ficción, que supuestamente sería inocuo para la censura. La ciencia ficción rusa estaba entonces en los limites de la ideología hegemónica, y a los autores del género se le permitían algunas críticas al mundo actual que no hubiesen sido toleradas en un contexto realista. Ilia Varshavski, Vladimir Dudintsev o los hermanos Arkadi y Boris Strugatski solían escribir cosas bastante inquietantes al amparo de la “fantasía científica.”
Tarkovski decidió adaptar para el cine una novela del polaco Stanislav Lem, quien luego llegaría a ser célebre en todo el mundo y por entonces ya era best seller en la URSS. Escudándose en la ciencia ficción, Lem tampoco hacía alarde de ortodoxia marxista y no escatimaba críticas a los burócratas, un deporte que entonces estaba permitido hasta en Krokodil, la revista de humor oficialista.
Lem quedó tan poco satisfecho con la adaptación de Tarkovski que más tarde amenazó con desautorizar públicamente el filme. No se puede negar que tenía sus razones: quien compare la gran novela de Lem con el filme de Tarkovski se hallará ante una paradoja. Hay escenas del libro reproducidas con la mayor fidelidad, donde los diálogos y las descripciones son respetados al detalle. Pero el clima dominante, delineado por los episodios añadidos al comienzo y al final, vuelve irreconocible la historia. De un tema de ciencia ficción casi clásico, Tarkovski hizo una tragedia metafísica. Es que para él la ciencia ficción no se agotaba en los efectos especiales o el show tecnológico; creía que su razón de ser estaba en el cruce entre el problema moral y el progreso de la racionalidad científica.[xiv]
Para el principal papel femenino de Solaris Tarkovski había pensado en Bibi Andersson, la gran actriz bergmaniana, quien en 1970 visitó la URSS. “Ella está dispuesta a cobrar en moneda soviética, lo que significa que para todo propósito práctico acepta trabajar gratis”, anotaba Andrei en su diario. Los burócratas frustraron esta posibilidad.
Hubo serias dificultades para formar el equipo de producción y transportar la escenografía a Yalta. “El rodaje es muy difícil. Muy, pero muy difícil —escribía Tarkovski— Hacer Rublev fue un picnic comparado con Solaris, […] pero lo que estamos haciendo ahora es completamente asombroso”.
Luego, otra vez la espera de que los burócratas se dignaran a autorizar el filme. El día en que cumplió cuarenta años reflexionaba: “¿Qué hice en todo este tiempo? Tres películas patéticas ¡Tan poco! Tan ridículamente poco, y tan insignificante…”
Solaris se estrenó en 1972 y obtuvo el Premio Especial del Jurado en Cannes.
Los repentinos cambios de género de Tarkovski (del filme de guerra a la epopeya histórica y de allí a la ciencia ficción) desconcertaban a los críticos rusos, que se dividieron en “solaristas” y “antisolaristas.”
Algunas de las contribuciones más interesantes a la “solarística” (irónicamente, en el libro de Lem este término significa “discusión bizantina”) fueron las de Irma Levshina en un capítulo de su libro ¿Liubite li vy Kino?(1978), y una polémica entre escritores, críticos y astronautas que publicó la revista Voprosy literatury (1973). También se recibieron muchas cartas de lectores que protestaban por la duración del filme, el ritmo moroso y las escenas dilatadas, la poca fidelidad al libro y el final ambiguo. Una de las secuencias más criticadas fue la del viaje por autopista, que metafóricamente reemplaza eso que en un filme convencional sería un viaje espacial resuelto con efectos especiales. Muchos no entendieron qué papel cumplía la escena y la sintieron como “injertada.”
Haciendo caso omiso de todas estas críticas, en esos momentos Tarkovski se disponía a alcanzar el límite de la audacia. Emprendió la realización de El espejo (1974), su obra más oscura, poética e introspectiva.
Para poder filmarla tuvo que pedir una autorización especial al Soviet Supremo. El proyecto resultaba casi incomprensible hasta para sus colaboradores más cercanos. Por primera vez, el propio Vadim Yusov, su camarógrafo y amigo, se negó a colaborar.
Tras resolver un montaje particularmente difícil, el filme tuvo que resistir algunos pedidos de cortes. Por alguna misteriosa razón política, Ermasch quería suprimir la secuencia de la retirada de las tropas soviéticas. Curiosamente, era el único fragmento estrictamente “realista”, ya que estaba tomado de un documental.
El filme llegó a compaginarse, pero su estreno fue relegado a unos pocos cines suburbanos, fuera de los grandes circuitos. Allí apenas se mantuvo en cartel durante tres semanas, sin despertar ecos de ningún tipo.
Tarkovski todavía seguía integrando la lista de realizadores “oficiales”, pero después de esta película cayeron sobre él los ataques más duros. Se lo acusó de exhibir su mundo privado, y de hacerlo de manera “incomprensible” y “confusa.” Y, lo que era más grave, de ser “antipopular” y “complaciente con el formalismo.” Entre las opiniones del público, que Tarkovski transcribe al comienzo de su libro, hay algunas de franca indignación. Sólo muy pocos críticos, como Olga Surkova (quien se había acercado a Tarkovski siendo estudiante, durante la filmación de Rublev) Nina Zorkaia, Leonid Kozlov y Maia Turovskaia fueron capaces de ocuparse seriamente de la obra.
El espejo fue discutido en un encuentro organizado por el Goskino y la Unión de Realizadores (“mis colegas”, como diría irónicamente Tarkovski) del cual brindó un amplio informe la revista oficial Iskusstvo Kino. Los “colegas” hacían llover duras críticas sobre el filme, si bien “con más pena que enojo”. Naumov afirmaba que “eran muchos los que no entendían lo que ocurría en la pantalla: era algo misterioso, incomprensible.” Jutsiev decía que “el filme no puede considerarse logrado. No hay diálogo, sino monólogo. Realmente, a Tarkovski no parece importarle cómo será recibida su obra, ni siquiera por el más sofisticado espectador.” El renombrado realizador Chujrai (cuya Balada del soldado habíasido en su momento un producto de exportación análogo al Iván de Tarkovski) sentenciaba: “El cine es un arte de masas. Si el artista tiene algo que decir, no debe ponerlo en código cifrado, debe decirlo llanamente.”
Ahora Tarkovski ya pertenecía a la categoría de los autores “vigilados”, como sus coetáneos G. Panfilov (n.1933) y Larisa Shepitko (1939-1979), la esposa de su amigo Elem Klimov. Después de El espejo había caído en una situación cercana a la desgracia política, la cual en la URSS significaba algo así como la muerte civil. Fue así como “después de años de duro trabajo —cuenta Tarkovski— llegué a pensar en abandonarlo todo.”[xv] En su diario, anotó esta frase: “Es hora de abandonar el cine. Ya he madurado[xvi].”
Recién cuatro años después, con una nueva autorización del Soviet Supremo Tarkovski pudo emprender otro filme, nuevamente de ciencia ficción. Fue Stalker. La Zona (1979), una versión muy libre de una famosa novela corta de los hermanos Strugatski, con un guión escrito por ellos mismos.
El filme resultó tan desconcertante para las autoridades soviéticas como luego lo sería para los aficionados a la ciencia ficción. Aunque quizás más para el Estado: “la Zona” era el nombre con el cual la gente aludía a los campos del “archipiélago Gulag”, cuando quería sugerir el destino de los desaparecidos[xvii]. El guía (stalker) en torno al cual giraba toda la trama se parecía demasiado a un zeko, un sobreviviente de esos “campos” que también comenzaban a conocerse en Occidente por obra de Solzhenitsyn. Tanto en la novela como en el filme se mencionaba, entre los peligros de la Zona, algo llamado la picadora de carne. Era la misma expresión que usa Solzhenitsyn para referirse a la tortura y la prisión.
Algunos rusos exiliados que vieron el filme en Londres lo interpretaron como una alegoría de la vida soviética, donde era preciso dar un rodeo de varios kilómetros para dar un solo paso, según su absurda lógica burocrática.
En la URSS, el nuevo filme de Tarkovski volvió a ser blanco de la crítica ideológica. El comité moscovita del PC le envió una carta a los estudios Mosfilm criticando la baja calidad de algunos filmes recientes, entre ellos Stalker. En una reunión de comité del Partido realizada en el Instituto, un veterano comunista calificó al filme de “pernicioso”, y el consejo del distrito dispuso que no debía ser exhibido a los jóvenes. En el discurso de un importante funcionario que habló en el Congreso del Cine de 1981, se invitó a Tarkovski a ser menos elitista, pidiéndolo que hiciera alguna vez “un filme sobre problemas importantes de nuestro tiempo, una película que pudieran entender millones de personas.”
Durante el rodaje de Stalker, Tarkovski sucumbió a la suma de dificultades que estaba atravesando el proyecto y el 5 de abril de 1978 sufrió un nuevo ataque cardíaco, que lo tuvo postrado durante una semana.
En 1979, Ermasch (“el idiota de Ermasch”, como lo calificaba Andrei en su diario) se negó a enviar Stalker a Venecia, a pesar del pedido de Moravia y Lizzani. El filme tampoco pudo concursar en Cannes, pues ya había sido vista en el festival no competitivo de Rotterdam. Por su parte, Ermasch tampoco quería que participara, alegando que el filme “era tan bueno que era preferible exhibirlo en Moscú.” Cuando por fin se dio en Cannes, sólo pudieron verlo muy pocos, porque acabó presentándose como “sorpresa” fuera de programa.
Tarkovski todavía era capaz de escribir que su vocación era “alcanzar lo absoluto, tratando de elevar cada vez más el nivel de su oficio[xviii].”
Pese a todas las dificultades, por uno de esos misterios que tiene la burocracia, en enero de 1980 Tarkovski fue nombrado “Artista del Pueblo de la URSS”. Lo llamaron del Goskino para que se comunicara con Ermasch, quien deseaba transmitirle sus congratulaciones. “¡Maravillosos modales! —escribía Andrei— ¡Tengo que llamarlo al ministro para que él se digne felicitarme!”
Ese mismo año obtuvo en Italia el premio David de Donatello/Luchino Visconti. Pero en su patria ya no se hablaba de él. Una verdadera conjura de silencio impedía que sus filmes tuvieran recensión en las revistas, y su nombre ya ni siquiera se incluía en los anuarios. Aún conservaba un gran prestigio entre los intelectuales, quienes periódicamente organizaban reposiciones de Andrei Rublev.
Por momentos, Andrei desesperaba. A mediados de 1981, escribía: “¿Cómo se puede vivir, como se pueden tener aspiraciones, cómo se puede desear cuando se está rodeado por el odio, la estupidez, el egoísmo y la destrucción? Si tu casa está en ruinas, ¿adónde puedes escapar?, ¿dónde encontrar salvación?, dónde buscar la paz?” (…) “Realmente, la vida se me ha hecho insoportable. Si no fuera por mi hijo, la muerte sería la única idea válida. (…) ¿Por qué me siento tan mal? Antes, por lo menos podía soñar, y en algunos de mis sueños podía encontrar esperanza. Pero ahora ni siquiera puedo soñar. ¡Espantosa, la vida es tan espantosa! (…) ¡Dios, qué miseria! ¡Nunca me sentí tan sólo!”
Sin embargo, pronto comenzó a tomar forma el proyecto de su próximo filme, Nostalghia,que realizó en Italia con el apoyo de la RAI. Ermasch le había negado la autorización para que viajara acompañado por su hijo.
Los meses que vivió en Italia los pasó angustiado por las penurias que estaba pasando su familia y llegó a sentirse culpable por comprarse zapatos: “¡Qué cerdos son estos tipos! No me permiten enviar dinero para que pueda sostener a mi familia (…) ¡Carniceros!¡Monstruos! ¿Cómo es posible que la tierra no se los trague?”, escribía en enero de 1984.
Tarkovski todavía no había roto relaciones con su patria. Seguía pidiendo al gobierno ruso que autorizara a su hijo para abandonar la URSS.
En 1982 la muerte de Brezhnev le añadió incertidumbre a su situación. El nuevo jefe de gobierno era Yuri Andropov, quien antes de llegar al Kremlin había sido director de la KGB. Pese a su imagen “europea” y su afición por el jazz norteamericano, Andropov endureció la línea ideológica.
En 1984, cuando a Andropov también le llegó la hora de morir, lo sucedió Konstantin Chernenko, quien limitó aun más las libertades artísticas. De todos modos, al frente del Goskino seguía estando Filip Ermasch, y todas las cartas que Tarkovski le envió Andropov y Chernenko resultaron infructuosas.
Para entonces, en Rusia ya ni siquiera mencionaban el nombre de Tarkovski.
En mayo de 1983, todos esperaban que su película ganara la Palma de Oro en Festival de Cannes. Precisamente cuando Tarkovski escribía a Moscú pidiendo que su obra representara oficialmente a la URSS, se enteró de que el actor y director Serguei Bondarchuk formaría parte del jurado internacional del Festival. Bondarchuk, que también era miembro del Comité Central[xix], guardaba un viejo rencor hacia Tarkovski (un rencor que quizás no fuera necesariamente ideológico), desde el tiempo en que su hija Natalia había trabajado a las órdenes de Andrei en Solaris.
Fue Bondarchuk quien hizo retirar el filme de la lista de candidatos al premio, a pesar de que había sido coproducido con Italia, y de nada valieron las cartas de Tarkovski a Chernenko. “No puedo decir que lo considere un enemigo —declaró entonces Andrei— Pero es mi principal adversario. Desde siempre.”[xx] “No me batiré a duelo con Bondarchuk” ironizó para el diario italiano Corriere della Sera[xxi] con tono más resignado, cuando supo que, pese a todo, el filme había obtenido el Premio especial al cine creativo, ex aequo con L´argent, de Bresson.
Esta vez, en la URSS ya ni siquiera aparecieron críticas del filme. Se había llegado al ridículo de excluir a Tarkovski de las enciclopedias, de manera enteramente orwelliana. En 1985, cuando la revista oficial Literatura Soviética rendía homenaje a Andrei Rublev en el 625º aniversario de su nacimiento, eludió toda mención del filme de Tarkovski.
Cuando estaba en Suecia para filmar El Sacrificio Tarkovski pensó en iniciar una huelga de hambre frente a la embajada soviética en Estocolmo, para presionar a las autoridades de su país. Se entrevistó con el primer ministro sueco Olof Palme y pensó en escribirle a Ronald Reagan, pero su amigo el músico Rostropovich lo disuadió. Los contactos más fructíferos serían con el gobierno francés, que mantenía buenas relaciones con la URSS.
Después de haber tomado la decisión de asilarse en Italia, Andrei le confiaba a un amigo: “actúan como si nada hubiese pasado, como si no me hubieran asfixiado durante casi veinte años, como si no hubiese pedido asilo político. Simulan que me encuentro en el extranjero en comisión de servicio.”[xxii]
El sacrificio, el último filme de Tarkovski, también fue ignorado en la URSS, mientras que en Europa recibía grandes honores.
Gracias a la gestión del presidente francés François Mitterrand que se puso al frente de una campaña de prensa internacional, los soviéticos autorizaron la salida de su hijo y su suegra. El reencuentro se produjo el 19 de enero de 1986, y el joven Andrei llegó a tiempo para recibir el premio especial del jurado en Cannes, cuando su padre ya estaba gravemente enfermo.
El Sacrificio obtuvo además el premio a la mejor contribución artística, el de la crítica internacional (FIPRESCI) y el del jurado ecuménico. Sven Nykvist fue premiado por la mejor fotografía, y en el festival de Valladolid 1986 le otorgaron la Espiga de Oro al mejor filme.
Mientras tanto, en la URSS comenzaba un nuevo deshielo, esta vez llamado perestroika. A la muerte de Chernenko, asumió Mijail Gorbachov. En mayo de 1986 se reunió el congreso de la Unión de Cineastas Soviéticos, que destituyó a Ermasch y eligió como presidente a Elem Klimov.
Uno de los primeros actos de Klimov fue invitar a Tarkovski para que regresara a la URSS. Su nombre reapareció en un diccionario ruso, aunque con una brevísima mención. Pero ya era tarde y Andrei se negaba a volver. El nombre de Tarkovski volvía a pronunciarse en su patria, y Arkadi Strugatski recordaba los tiempos de la filmación de Stalker en las páginas de la revista Ogoniok. Se reestrenó El espejo, con un éxito increíble: los cines tuvieron que habilitar funciones extra, cuyas entradas se reservaban con tres semanas de anticipación.
Para entonces, la salud de Tarkovski se hallaba seriamente minada. En su diario de noviembre 1985 anota que está enfermo, seriamente enfermo. Al principio parece ser una bronquitis y “algo monstruoso que tiene detrás de la cabeza”. Días después, se pregunta si no será cáncer.
En mayo de 1986 lo internan en la Clínica Antroposófica de Oschelbronn, cerca de Baden-Baden, en Alemania Occidental. Los médicos dicen que el tumor está en remisión y que no necesita quimioterapia, pero él se siente pésimo.
El 13 de diciembre dice estar preparado para lo peor. “Tengo dolores en todo el cuerpo ¿Voy a morirme?” escribe dos días después.
Trasladado a París, Tarkovski muere en la clínica Hartmann el 29 de diciembre de 1986. Los funerales se celebran en la iglesia ortodoxa de San Sergio: llegaron coronas del Goskino, de la Unión de Cineastas Soviéticos y del embajador de la URSS. Tres días después Sovietskaia Kultura publica una gacetilla donde afirma que “su talento floreció en su tierra natal aunque su muerte prematura hace imposible sacar conclusiones definitivas sobre su vida y su camino artístico.” De todos modos, todavía no menciona los últimos dos filmes. El semanario moscovita Tiempo Nuevo también publica una necrológica, donde lamenta que los burócratas hubiesen privado al público soviético de disfrutar de su obra.
Su cuerpo fue sepultado en el cementerio ruso de Sainte Geneviève des Bois, en París, ya que su esposa Larisa había negado la autorización para repatriar sus restos. Diez años antes había escrito que deseaba ser enterrado en el monasterio de Donskoi y pedía que sobre su tumba plantaran un olmo.
La muerte de Tarkovski ocurría en un contexto que seguía siendo políticamente caliente. Su exilio había sido manipulado por izquierdas y derechas y los diarios le habían concedido un espacio poco usual, tratándose de un artista. De hecho, a pesar de que no han transcurrido tantos años desde la caída del Muro, ya nos cuesta revivir el contexto ideológico que imperaba entonces.
Para la izquierda occidental, que nunca había sufrido el “socialismo real” y recién comenzaba a discutirlo en teoría, la deslealtad hacia la URSS era un pecado que volvía automáticamente sospechoso a cualquiera. Se trataba de una regla que respetaban hasta los troskistas, antisoviéticos de origen. Desde los tiempos de Moravia y Sartre, los términos de la polémica no habían cambiado, aunque ahora se habían sumado al debate los neo-conservadores católicos.
Estas reticencias se hacían evidentes hasta entre los “amigos” del cineasta, reunidos para homenajearlo en un volumen aparecido apenas un año después de su muerte. Para salir del enojoso dilema ideológico, el crítico italiano Mino Argentieri apelaba al argumento del formalismo: valoraba su respeto por la libertad de expresión (“un bien inalienable de la comunidad nacional, que no puede medirse en términos de audiencia”) pero minimizaba sus forcejeos con la burocracia soviética.
En efecto, tras atribuirle a Tarkovski “la resurrección de categorías como el alma, lo eterno, el absoluto y la filosofía de Berdiaev”,aseguraba que un cierto revival espiritualista y eslavófilo en la URSS le había garantizado “una tímida y relativa tolerancia”, permitiéndole hacer, con recursos del Estado, filmes poco vistos por el público.[xxiii]
Transcurrieron apenas tres años para que comenzara el proceso de implosión del poder soviético. En abril de 1989, cuando ya se tambaleaba el Muro, en Moscú se realizó el primer encuentro internacional sobre Andrei Tarkovski, organizado por un grupo de cinéfilos de Lvov.
Pero en Occidente seguía vivo el resentimiento. Con ocasión del estreno de la versión completa de Andrei Rublev, en 1992 el crítico francés Jean-Louis Leutrat todavía lo acusaba, como en los viejos tiempos estalinistas, de “irracionalista, idealista, místico y eslavófilo.” No omitía acusarlo de haber tenido activa colaboración en la conspiración anticomunista encabezada por el papa Juan Pablo II, quien junto a los “colaboracionistas” Walesa, Havel, Mitterrand y Eltsin había logrado arrojar a Rusia en brazos del “capital-parlamentarismo.”
El 5 de noviembre de 1986 Tarkovski había anotado en su diario: “creo que están preparando mi canonización.” En 1987 hubo una retrospectiva en Rusia. En 1990 se presentó en el Kirov su versión de Boris Godunov, y se le otorgó en forma póstuma el Premio Lenin por “afirmar valores universales e ideas humanistas.”
El otrora poderoso Serguei Bondarchuk fue barrido por la perestroika, y el Congreso del Cine Ruso de 1990 lo marginó definitivamente, a pesar de una calurosa defensa de Nikita Mijalkov. El cineasta exiliado levantaba su voz no sólo para defender a un amigo sino para evitar que se cometiera una injusticia contra quien había dado al cine ruso algunos de sus mejores momentos. “Me indigna ver que los que ayer callaron servilmente ahora sean capaces de tachar nombres como el de Bondarchuk”, declaró Mijalkov ante el Congreso.
La historia no es nueva, y se repite cada vez que las mutaciones ideológicas o simplemente los cambios de gobierno provocan reacomodamientos políticos. Todo el poder político y la influencia de un Bondarchuk, que habían sido suficientes para emponzoñar los últimos meses de vida de un Tarkovski se esfumaron y comenzaron a volverse en su contra.
Quizás esa “vanidad de vanidades” del Eclesiastés que Andrei leía en sus horas finales, fuera el mejor comentario sobre esta absurda historia de perseguidores y perseguidos, de las cuales el siglo XX ha sido tan rico.
[i] Alexander Barynin sugiere que Marina podría ser hija de Jruschev.
[ii] Diario, 6-2-1980
[iii] Diario, 18-9-1974
[iv] La carta de Sartre fue publicada en L’Unità el 9 de octubre de 1963. Luego aparecería en Les Lettres Françaises (1964) y sería recopilada enSituations VII. París, Gallimard 1972.
[v] Voznesenski tampoco era un aval de ortodoxia suficiente para las autoridades soviéticas. Discípulo de Pasternak, se le permitía viajar al exterior y ofrecer recitales poéticos a cambio de ciertas adhesiones públicas al régimen, que hacían tolerable para las autoridades su estilo surrealista y un tanto hippie.
[vi] Baglivo (1984)
[vii] Cossé (1986)
[viii] En abril de 1965 los artistas disidentes del grupo SMOG habían reivindicado a Rublev, junto a Solzhenitsyn, Pasternak y Berdiaev en su manifiesto leído en la plaza Maiakovski.
[ix] Cfr. Mark Le Fanu, The Cinema of Andrei Tarkovski. British Film Institute, Londres 1987, Apéndice.
[x] Diario, 23-3-1973
[xi] Diario, 29-1-1973
[xii] Diario, 29-10-1973
[xiii] Diario, 7-11-1973
[xiv] Así lo declaraba en una entrevista publicada en la URSS en 1972.
[xv] Sculpting in Time, pág. 174
[xvi] Diario, 18-3-1976
[xvii] Cfr. Alexandr Solschenizyn, Archipiélago Gulag (1918-1956) Trad.: L.R.Martínez, Círculo de Lectores, Barcelona 1974: “una parte del lago penetra en los terrenos de la llamada Zona” (pág.399)
[xviii] Diario, 2-6-1979
[xix] Serguei Bondarchuk (1920-1994) fue actor en La joven guardia (1948), Taras Shevchenko (1951), Otelo (1955), y Era notte a Roma(1960), dirigido por Rossellini. Dirigió El destino de un hombre(1959) y la que por un tiempo fue la producción más costosa de la historia del cine, La Guerra y la Paz(1965-1967).
[xx] Cahiers du Cinema, nº 392, octubre 1987
[xxi] Corriere della Sera, 16-5-1983
[xxii] Testimonio de Vladimir Maximov en Russkaya Mysl’ del 16 de enero de 1987
[xxiii] Argentieri (1987)
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