Sea en los semáforos, en las ambulancias o en las pantallas, el color rojo siempre es señal de peligro, menos explícita que la calavera de los frascos de veneno, pero no menos perentoria. Cuando decimos que alguien “de pronto lo vio todo rojo” es porque se puso violento.
El rojo también es el color del fuego y de la sangre, lo cual ha hecho que desde antiguo se asociara con la guerra. El planeta Marte, ese punto rojo que se destaca en el cielo nocturno, era la morada del dios de la guerra, que sigue estando presente los días martes y los meses de marzo, pero recobra su carácter guerrero cuando las tropas desfilan con paso marcial.
En los tiempos modernos, el rojo fue el emblema de la revolución, que rara vez es incruenta. Nacida en la Comuna de París, roja fue la bandera revolucionaria. Hasta Hitler, que se jactaba de haberles arrebatado la bandera roja a los comunistas, se suicidó cuando se vio cercado por el Ejército Rojo.
El día que el Zar Putin invadió Ucrania, para acabar de una buena vez con la democracia y la diplomacia, hubo quien se alarmó al ver que los tanques rusos seguían ostentando la estrella roja. ¿Renacía la Unión Soviética con un nuevo Stalin? Por un momento, las confundidas huestes de la izquierda esbozaron un aplauso, pero les duró muy poco.
Es cierto que ahora las fuerzas armadas rusas ya no son soviéticas, pero su revista se sigue llamando Estrella Roja, el Coro del Ejército Rojo no ha cambiado de nombre, y las estrellas rojas que coronan al Kremlin nunca se han apagado.
¿De dónde viene la estrella roja y qué representa? La estrella no es más ni menos que el planeta Marte, que más allá de la astrología sigue ejerciendo su influencia en el mundo simbólico.
No está claro saber quién “inventó” la estrella roja que asomó durante la Revolución de Octubre, pero todas las pistas nos conducen a una novela de Aleksander Bogdánov (1873-1928) titulada precisamente La estrella roja (1908). Bogdánov fue quien hizo del planeta Marte el faro que desde el cielo prometía el triunfo del socialismo. Fue en los días en que era amigo y colaborador de Lenin, pero tras la revolución fue expulsado del Partido en una de las habituales purgas.
Ya habían pasado diez años desde que La guerra de los mundos (1898) de H.G.Wells pintara a los marcianos como despiadados invasores. Bogdánov, por el contrario, los ponía como ejemplo para la humanidad. Los marcianos habían acabado con la superstición, derrotado al capitalismo y hacía siglos que disfrutaban del socialismo. Solían visitar secretamente la Tierra en sus naves de propulsión nuclear. Ahora habían decidido llevarse a Marte a un militante revolucionario para mostrarle cuál sería la meta de su lucha. El viajero admiraba las ciudades marcianas y lo invitaban a visitar a una fábrica textil y una escuela donde se educaba a los ciudadanos desde la cuna hasta la edad adulta. Aparte de las astronaves y otras máquinas voladoras, no había demasiada tecnología; más bien, una estricta disciplina.
En esos días los marcianos afrontaban un grave problema. Incapaces de controlar su natalidad, veían que sus recursos naturales se iban agotando. La solución que proponían los más radicales era colonizar la Tierra o Venus, que contaban con grandes riquezas mineras. Pero la Tierra estaba habitada: ¿qué hacer con los incómodos terrestres?
Pues exterminarlos, proponía ese extremista que nunca falta. Por suerte, la sensatez se imponía y la asamblea resolvía conquistar Venus, que carecía de vida inteligente. Por fin, el viajero ruso se casaba con una marciana, y ambos se iban a vivir secretamente a la Tierra. Lo del genocidio le habrá parecido excesivo a Lenin, aunque no le hubiera disgustado a Stalin, para quien Bogdánov acabó por trabajar. Luego, la ciencia ficción rusa siguió evolucionando hasta hacerse cada vez más didáctica y redujo sus contenidos políticos a la mínima expresión para darle espacio a la aventura. Esa fue la tendencia que se impuso con la novela Aelita, o la decadencia de Marte (1923). A su autor, Alexei N. Tolstoi (1883-1945) lo llamaban Conde/camarada porque tras emigrar durante la revolución, regresó e hizo carrera hasta llegar a ser académico soviético, sin dejar de hacer valer su supuesto parentesco con el autor de La guerra y la paz.
En la novela, los que viajan a Marte son el ingeniero Loss, el inventor de la nave espacial y Gussev, el típico soldado valiente y bonachón del cine soviético. A pesar de su avanzada tecnología, Marte sigue siendo una sociedad feudal y está empeñado en una dura guerra civil. El soldado ruso toma partido por la princesa Aelita, que se ha alzado contra el régimen, y procura darle una orientación socialista a su revolución.
Más famosa que la novela es la versión cinematográfica que hizo Protazárov en 1924. Allí, la acción alterna entre Moscú y Marte. En las escenas moscovitas no se ocultan el racionamiento, los problemas de transporte y vivienda, la burocracia y hasta la corrupción. Pero Marte está peor, porque lo gobierna una oligarquía que no vacila en congelar a los obreros desocupados para ocultar el desempleo. Los viajeros rusos apoyan a Aelita, pero de pronto ésta deja de estar del lado del pueblo y se proclama Reina. Aquí es cuando el ingeniero despierta y se da cuenta de que todo fue un mal sueño.
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Para entonces el estadounidense Edgar Rice Burroughs (1875-1950) ya había tomado partido por la aventura, y hacía caso omiso de la ciencia. Antes de hacerse rico con sus novelas de Tarzán, Burroughs había sido vaquero, vendedor de sacapuntas y soldado de caballería. No tenía demasiada cultura científica —había costado convencerlo de que Tarzán no podía andar acompañado por un tigre porque en África no hay tigres— pero no tuvo reparos en escribir novelas de todos los géneros, incluyendo la ciencia ficción. Muy exitosas fueron las sagas ambientadas en la Luna, Marte, Venus y el centro de la Tierra. La más célebre de todas fue la marciana, que se inició con Bajo las lunas de Marte (1912) y dio pie a otra docena de novelas.
Perseguido por los apaches John Carter, un veterano de la Guerra Civil, se refugiaba en una cueva y en un misterioso “viaje astral” llegaba a Marte. En el planeta rojo se convertía en héroe, se casaba con la princesa Dejah Toris y tenía un hijo tan heroico como él. Todo el tiempo se lo pasaba luchando contra hombres malvados, monstruos horribles y bestias de temer.
Burroughs no parecía tener el menor escrúpulo de verosimilitud científica, y en su caso hay que ser muy benévolos para hablar de “ciencia ficción.” Barsoom, el Marte de Burroughs, está poblado por humanos de color rojo, amarillo, blanco y negro. También los hay verdes con cuatro brazos y hasta hombres-plantas. Todas las razas son ovíparas, pero a nadie le falta su ombligo y las mujeres ostentan unos generosos senos. Burroughs parecía tener una verdadera obsesión por la polipodia: en Barsoom había leones y perros de diez patas, caballos de ocho, osos-centauros con cuatro patas para correr y dos para pelear…Todo eso les habrá dado bastante trabajo a los que se encargaron de la animación cuando la saga fue llevada al cine.
La película John Carter de Marte (2012) producida por Disney, fue uno de los peores fracasos de la historia. Contaba con excelentes efectos especiales, pero el guion sólo conseguía agravar los defectos de la novela. Como muchas enfermedades, amenazaba con tener secuelas, pero el fracaso las detuvo a tiempo.
A esta altura de las cosas los terrestres nos aprestamos a visitar Marte, planeamos plantar allí una colonia y cartografiamos concienzudamente su geografía. Hasta encontramos agua y cañones que parecen canales. Pero Marte aún conserva su halo de misterio y en el fondo todos desearíamos ver siquiera un marciano. Hasta no hace tanto tiempo, cada vez que se producía uno de los periódicos acercamientos de Marte a nuestro planeta se desataba una ola de platos voladores.
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Desde que Galileo empezara a escudriñar el cielo con su telescopio, los cuerpos celestes habían dejado de ser dioses, ángeles o espíritus. Comenzamos a verlos como mundos similares al nuestro, y de ahí a pensar que estarían habitados no había más que un paso.
No tardaron en aparecer los que decían haberlos visitado espiritualmente pero su imaginación no iba muy lejos y seguía ligada a la astrología. Emanuel Swedenborg, el geólogo y místico sueco del siglo XVIII incluyó a los planetas en sus pintorescas descripciones del cielo y el infierno. No dejó de atribuirle a Marte un carácter belicoso ni en hacer de Venus el reino del erotismo. Fontenelle, el gran divulgador científico de ese tiempo omitía hablar de Marte, porque le parecía demasiado parecido a la Tierra.
Descartados como inhabitables Mercurio y los planetas gigantes, Marte y Venus parecían ser los hermanos mayor y menor de la Tierra. Hasta mediados del siglo XX, la espesa capa de nubes que cubría a Venus impedía ver su superficie, lo cual permitía imaginar un mundo tórrido, cubierto de jungla y poblado de monstruos. Como Venus representaba el pasado de la Tierra, Marte parecía mostrar el futuro que nos aguardaba. Lentamente se fue construyendo la imagen de Marte como un desierto cubierto de ruinas de una antigua civilización, una suerte de Egipto del espacio.
Eso explicaría porqué cuando las sondas de la NASA comenzaron a enviar fotos de los paisajes marcianos, lo primero que se dijo fue que en la planicie de Utopía se habían visto pirámides y esfinges. De hecho eso sólo ocurría durante unas pocas horas, porque se trataba de un cambiante juego de sombras, Pero sigue habiendo gente que lo cree.
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Como es sabido, la leyenda marciana nació de un error de traducción. Cuando el italiano Schiaparelli creyó distinguir algunos cauces en la superficie marciana los llamó canali. El inglés Lowell no dudó en traducir canali (que se usa para los accidentes naturales, como el canal de Beagle) por channels, que son obras de ingeniería, como el Canal de Panamá. Eso probaba que había marcianos y que ellos habían construido los canales. Pronto Flammarion, otro influyente divulgador, se lanzó a especular cómo sería la civilización marciana. Flammarion era un fervoroso promotor del espiritismo, de modo que las médiums empezaron a hablar en lenguas marcianas (sospechosamente parecidas al francés o el inglés) y a narrar sus paseos en góndola por los canales del planeta rojo. La moda debe haber sido muy fuerte porque las pacientes de famosos psiquiatras como Flournoy, Hyslop, De Rochas, y el mismísimo Carl Gustav Jung, a quien Freud elegiría como heredero, no paraban de viajar a Marte. Pronto H.G. Wells, que seguía fascinado por la fama guerrera de Marte, no dudó en hacer de los marcianos unos seres hostiles e inhumanos. El mundo estaba por entrar en la primera guerra mundial, y una guerra de los mundos podía ser creíble. En vísperas de la segunda gran guerra Orson Welles volvió a amenazar con la invasión marciana y desató el pánico.
Las leyendas marcianas parecen ser inmunes a la prosaica información científica. Una de las más difundidas es el “misterio de los satélites.” Phobos y Deimos, los satélites de Marte , fueron descubiertos por Asaph Hall en 1877. Pero ocurre que Jonathan Swift ya los mencionaba en Los viajes de Gulliver. Allí, los sabios de la isla voladora de Laputa (sic) enseñaban que Marte tenía dos lunas. Habría que recordar que Jonathan Swift era amigo de Newton y en la novela hasta se citaba la tercera ley de Kepler. La isla volante no era otra cosa que una parodia de la Royal Society, cuyos sabios “andaban por las nubes.” Eso no impidió que durante el auge de los platos voladores muchos se empeñaran en explicarnos que la isla era un ovni. Como las órbitas de Phobos y Deimos eran sincrónicas con la rotación de Marte también se dijo que eran satélites artificiales.
Según la leyenda Hall había quedado tan espantado por esa coincidencia como para llamarlos Phobos (miedo) y Deimos (terror). Pero el hecho es que la hipótesis de las dos lunas de Marte ya se le había ocurrido a Kepler, como otra de esas especulaciones numéricas a las cuales era adicto. Venus no tenía satélites, la Tierra tenía uno y a Júpiter se le conocían cuatro. Suponiendo que el planeta que había dado origen al cinturón de asteroides tuviera tres, a Marte le tocaban dos.
Los nombres Fobos y Deimos tampoco eran misteriosos: eran los caballos que tiraban del carro de guerra del dios Marte, y la guerra nunca deja de producir terror y espanto.
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Cuando los conquistadores de América se disponían a fundar ciudades no sólo les ponían nombres tomados del santoral o de la teología, como San Pablo y Trinidad. A veces se daban el gusto de sacarlos de esas novelas de caballerías que eran su lectura favorita, y por eso hay comarcas llamadas California o Patagonia. Ahora, el equivalente de esas novelas de caballerías que leía Don Quijote era la ciencia ficción.
Si nos asomamos a los mapas de Marte compilados desde que los robots comenzaron a explorar la superficie del planeta rojo, encontraremos casos similares. Como regla general, sólo los cráteres más grandes homenajean a figuras de la ciencia o escritores que imaginaron la vida en Marte: Ciertos nombres son más un tributo a la popularidad que a la riqueza de imaginación, y no todos han quedado satisfechos. Los hombres de ciencia también son sensibles a la nostalgia y a veces se dejan llevar por los recuerdos de su niñez.
Puesto que el turismo espacial pronto dejará de ser el lujo de billonarios y estará al alcance de los contingentes de escolares y jubilados, veamos cuales son los lugares que podemos recomendarles visitar.
Carece de cráter Bogdánov, el primero que recurrió a la tecnología para viajar a Marte. Tampoco lo tiene el gran Ray Bradbury, que nos dio unos marcianos inolvidables. Bradbury ya tenía un cráter en la Luna, de modo que tuvo que conformarse con un rincón del cráter Gale.
No podían faltar Schiaparelli, Lowell y Flammarion, que inventaron a los marcianos y sus canales, así como Wells y Welles, que los volvieron peligrosos.
Carl Sagan merecía su cráter por haber diseñado las sondas Mariner, las primeras que sacaron fotos de la superficie marciana. También está John W.Campbell, que tantas historias marcianas publicó en sus revistas. Está Isaac Asimov, que juraba haber combatido el macartismo con su cuento The Martian Way (1952) y Robert A. Heinlein, que inventó un mesías marciano en Stranger in a strange land (1961).
No faltan el escenógrafo Chesley Bonestell, que pintó paisajes extraterrestres y Gene Roddenberry, el creador de la serie Star Trek.
El cráter que le adjudicaron a Alexei Tolstoi, mejor podían habérselo dedicado a León, y el de Burroughs parece un premio de compromiso. En casos como esos se aconseja no anotarse para la excursión y en todo caso aprovechar el día para comprarles souvenirs a los parientes.
Hay agencias que ya están organizando un tour para argentinos. La Argentina tiene una gran tradición fantástica, pero su fuerte no es la ciencia ficción. Las experiencias que vivimos en el último siglo han pasado por géneros como el policial, el western, el horror y hasta el surrealismo, pero la ciencia nunca fue pasión de multitudes.
El primer escritor argentino que incursionó en el género fue el naturalista Eduardo Ladislao Holmberg (1852-1937), un hombre de la generación del Ochenta que dirigió el Jardín Zoológico de Buenos Aires. Holmberg escribió sobre las polémicas del darwinismo y sobre los autómatas. Hasta viajó a Marte antes que Bogdánov y Burroughs.
Su novela corta El maravilloso viaje del señor Nic Nac a Marte (1875) sólo tiene un valor histórico, y quien tenga la ocurrencia de recomendársela a los escolares contribuirá a alejarlos de la lectura.
El viajero de Holmberg no viaja en un cohete; se somete a prácticas ascéticas para “liberar su espíritu.” Descubre que el paisaje marciano se parece al Norte argentino, lo cual no deja de ser verosímil. Pero pronto la novela se diluye en alegorías bastante diáfanas. Holmberg era un activo polemista anticlerical, de modo que en Marte visita una ciudad bipolar, donde el barrio de la Ciencia está lleno de gente brillante, divertida y simpática mientras que el de la Religión es lóbrego y habitado por gente fea y depresiva. Pero no todo es tan claro, porque cuando están por morirse los llevan de un barrio a otro para que se reencarnen. Esta mezcla de positivismo y espiritismo era bastante común en esa época, si pensamos en Lugones y Quiroga. El resto es una sátira de la política argentina de entonces, que incluye una disertación del autor ante la Academia y hasta la presencia de un avatar de Sarmiento.
Antes que a alguien se le ocurra reclamar ante la Cancillería porque Holmberg no tiene cráter en Marte, digamos que bien podría merecerlo por su gran labor como naturalista pero no por este Viaje, que de maravilloso sólo tiene el título.
En cambio, el argentino que merecería tener su propio cráter es Juan Pablo Zaramella, autor de una joyita de la animación que se llama “Viaje a Marte” (2004). Ese chico de plastilina que sueña con aventuras espaciales logra viajar a Marte en la camioneta Rastrojero del abuelo, llevado por la misma fantasía que movía al niño Bradbury. Allí se encuentra en medio un paisaje rojo y desértico donde sólo hay un quiosco de choripanes y termina comiendo empanadas con los astronautas de Cabo Kennedy. Para el autor de este Viaje reclamamos ya no un simple cráter sino un canal entero. Si no existe, los argentinos lo haremos. Eso sí, puede que salga un poco caro porque habrá que pensar en retornos, sobornos y otras complicidades.