
Homo mensura
Existe cierto consenso en reconocer al Discurso sobre la dignidad del Hombre (1504) de Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) como la proclama inaugural del humanismo moderno. Cuando Pico lo escribió quizás no se propusiera tanto; su intención sería apenas la de rescatar la antigua tradición hermética, que había permanecido en segundo plano durante el Medioevo y ahora se veía favorecida por el nuevo clima espiritual que hemos llamado Renacimiento.
La autoridad que Pico citaba con mayor reverencia en su Discurso era la del Asclepius, un texto hermético de autor desconocido escrito en el siglo II. El autor, que obviamente procedía de una tradición ajena a la bíblica, no hablaba de un Dios único sino de tres dioses: el Señor de la Eternidad, el Cosmos y el Hombre. El Hombre merece ser adorado y honrado porque “se conoce a sí mismo y conoce al cosmos.”[1] El Hombre “cultiva la tierra, cría el ganado, construye edificios, abre puertos, navega, se comunica, comercia (…) escruta los cielos y los mide, sondea la profundidad de los mares y domina a los elementos. (…) él es todas las cosas, y él es el mismo en todas partes.” El autor parece estar a punto de deificarlo: “el Hombre está dotado con pares de manos y pies, para que pueda cuidar del mundo inferior o terreno. A través de los cuatro elementos (mente, conciencia, memoria y previsión) alcanza a conocer las cosas divinas.”
A principios de nuestra era, los herméticos ensalzaban la perfección del cuerpo humano. Los gnósticos, por el contrario, lo despreciaban como “una bolsa de excrementos” en la cual el alma, que era de naturaleza divina, había sido encerrada contra su voluntad.
El humanismo moderno nació en el marco hermético y abrió el camino para las ideas de la conquista de la naturaleza y el progreso de la humanidad, que pronto se asociarían con el triunfo de la nueva ciencia. El hermetismo presentaba al hombre como una criatura privilegiada, en la cual Dios había delegado el poder de continuar y perfeccionar su obra. Podríamos decir que esta creencia fue asumida como propia por la modernidad y se mantuvo vigente hasta mediados del siglo XX.
Los avances de la ciencia y de la industria, como se decía, acompañaron a la conquista y colonización del mundo por la civilización europea, y a cada paso parecían fortalecer esa fe en el hombre que propuse llamar “antrópica.”
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En mi libro Natura[2] intenté mostrar que, más allá de las conocidas dicotomías históricas (griegos y bárbaros, cristianos y paganos, razón y fe, progreso y reacción) la historia de Occidente es el resultado de la interacción de cuatro matrices espirituales de distinto origen que colisionan y se enciman a la manera de placas tectónicas. Según haya predominado una u otra de ellas, fue mutando nuestra visión de la naturaleza y del puesto que nos cabe en el cosmos. Hubo una era en la cual vimos a la naturaleza como una diosa (Physis), otra en que la entendimos como obra de un Dios único o bien de la ciega necesidad (Ktisis). En un momento, la humanidad se vio a sí misma como la dueña del mundo (Anthropos) o se sintió como un espíritu (Allogenes) radicalmente ajena que el destino ha arrojado aquí.
En esta dialéctica, el humanismo moderno adoptó el programa hermético, que hacía del Hombre el ser al cual Dios había dado poder sobre el mundo físico. El hermetismo estaba en el alma de la alquimia, aquella que nos puso en el camino de la ciencia experimental.
En esta dialéctica, el humanismo moderno adoptó el programa hermético, que hacía del Hombre el ser al cual Dios había dado poder sobre el mundo físico. El hermetismo estaba en el alma de la alquimia, aquella que nos puso en el camino de la ciencia experimental.
Los trans-humanistas actuales son la versión más reciente de Anthropos, porque aspiran a potenciar o perfeccionar al hombre. Los post-humanistas, en cambio, encarnan a Allogenes, porque proponen cambiar al cuerpo natural por uno artificial o prescindir del ser humano reemplazándolo por las “máquinas.”
La prolongada crisis espiritual que fue quebrando a la civilización occidental se tradujo en algunas de las peores matanzas de la historia, e indirectamente volvió a traer a la escena a la corriente gnóstica, que había sido rival de la hermética. Esta matriz, que propuse llamar Allogenes, despreciaba al hombre y convocaba a superarlo, en un proceso que fue de la Sobrehumanidad de Nietzsche hasta la ideología transhumanista de hoy.
Vivimos hoy una difícil transición entre un Anthropos que está en ocaso pero no deja de transformar al mundo a su imagen, y un Allogenes en ascenso que no logra imponerse totalmente. Quizás con esta perspectiva pueda entenderse mejor el panorama actual y hasta el estilo de sus héroes culturales. No es aventurado ver la afinidad que tienen personajes como Edison y Gates con la matriz antrópica, y la que une a Tesla y Musk con la alogénica.
Los trans-humanistas actuales son la versión más reciente de Anthropos, porque aspiran a potenciar o perfeccionar al hombre. Los post-humanistas, en cambio, encarnan a Allogenes, porque proponen cambiar al cuerpo natural por uno artificial o prescindir del ser humano reemplazándolo por las “máquinas.”
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Así como Pico es considerado el patriarca del humanismo, al alemán Ernst Kapp (1808-1896) se lo reconoce como el padre de la filosofía de la técnica, a la cual imprimió un sesgo radicalmente antrópico.
Kapp era un geógrafo hegeliano que no sólo contaba con una sólida formación académica sino que también tenía una amplia experiencia laboral en los más variados oficios, que había adquirido durante su exilio en Texas.[3] Coetáneo de Marx, Kapp fue uno de los primeros que trataron de pensar la revolución industrial. Los Elementos de una filosofía de la tecnología (1877) de Kapp es el primer texto que trató sistemáticamente ese tema.
En el sistema hegeliano la técnica formaba parte (junto con el derecho, el arte y las costumbres) del espíritu objetivo del hombre, esa entidad que ahora llamamos cultura. En la técnica se resumía toda la experiencia laboral de la humanidad; ella ampliaba nuestro poder y nos permitía conocer nuestras propias posibilidades. Como decía Kapp: “las mejores invenciones resultan de un proceso de encuentro consigo mismo, del cual el ser humano es inconsciente.”[4]
Las herramientas y las máquinas eran para Kapp los instrumentos que permitían al Hombre interactuar con la naturaleza, estableciendo una relación dialéctica. La técnica ampliaba el alcance de los sentidos y multiplicaba las fuerzas del hombre; lo liberaba de la coerción de la naturaleza y lo ayudaba a elevarse hasta las cumbres del espíritu.
Kapp quiso demostrar que herramientas, instrumentos y máquinas no eran más que extensiones de nuestros órganos. No le costó explicar que el hacha y el martillo derivaban del brazo y del puño o que el telescopio era una extensión del ojo. Tampoco tuvo que esforzarse para mostrar que las unidades de medida (pie, codo, pulgada) estaban calcadas sobre nuestras proporciones corporales. Kapp sostenía que su teoría de la proyección orgánica se mostraba en plenitud era en el telégrafo, pero se limitaba a comparar los nervios con los cables y la red telegráfica con el sistema nervioso. No le costaba mostrar que la red ferroviaria era una suerte de sistema circulatorio, pero nunca hubiese podido explicar el avión, la radio, la televisión, la internet o el móvil, que más que prótesis son una suerte de nuevos órganos. Con los ordenadores, que al comienzo fueron bautizados “cerebros electrónicos”, hubiese tenido menos dificultades.
Kapp fue casi ignorado por los historiadores de la filosofía, aunque su teoría proyectiva se impuso por consenso. Marx se apropió de ella y Freud le rindió homenaje cuando calificó al hombre de “dios prostético.” Cien años después, MacLuhan seguía llamando “extensiones del hombre” a los medios de comunicación.
Kapp sugería que su escala antropológica nos sacaría del desasosiego en el cual nos había arrojado la quiebra del geocentrismo. Con la proyección orgánica, el hombre volvía a estar en el centro de la Creación, porque “el ser humano es la matriz y la base primaria de cualquier ser viviente.” De su existencia corpórea nace el pensamiento, cuyas obras salen del hombre y vuelven a él, transformando su existencia.
Se diría que esta suerte de deificación del Hombre es la mejor expresión del optimismo progresista del siglo XIX. De hecho, todas las ideologías nacidas de la Revolución francesa se decían humanistas, y no se apartaban de esa matriz antrópica que desde Pico dominaba al pensamiento moderno.
Se diría que esta suerte de deificación del Hombre es la mejor expresión del optimismo progresista del siglo XIX. De hecho, todas las ideologías nacidas de la Revolución francesa se decían humanistas, y no se apartaban de esa matriz antrópica que desde Pico dominaba al pensamiento moderno.
Comenzamos a distanciarnos de esta matriz el día en que Darwin sacó al hombre del sitio de privilegio donde lo habían puesto los griegos y había seguido ocupando con el cristianismo, para relegarlo repentinamente al reino animal. Al consolidar ese evolucionismo que se venía gestando desde más de un siglo, Darwin le dio el golpe de gracia a la Gran Cadena del Ser, profundizó la tarea iniciada por la Ilustración y dio un paso decisivo en dirección al relativismo y el ateísmo. El impacto de esa revolución fue de tal magnitud que sus remezones siguen haciéndose sentir hasta hoy. A principios del siglo XXI volvió a encarnarse en una suerte de ateísmo misionero que seguía levantando a Darwin como emblema.
En la visión darwiniana las obras de la naturaleza ya no tenían ninguna finalidad. Si aún quedaba algo que pudiera sugerir algún progreso en la evolución era la supervivencia del más apto. La inteligencia había hecho que el homo sapiens fuera más apto para sobrevivir que sus antecesores, lo cual no dejaba de ser un avance. Pero el corolario era que si el sapiens se salvaba de la extinción también acabaría siendo superado por un animal más apto.
Nietzsche vio esta posibilidad y pensó que nuestra miseria “humana, demasiado humana” sólo podía ser superada por un ser Sobrehumano (übermensch). Nietzsche no era biólogo ni estaba interesado en la teoría de la evolución, pero veía al darwinismo como una instancia ineludible. Imaginaba a su Sobrehumano como un ser espiritualmente superior, animado por la voluntad de poder y libre de normas y prejuicios. Quizás así era como se percibía a sí mismo: un ser sobrehumano que se veía obligado a vivir en un cuerpo débil y enfermo.
Traducir übermensch como superman, como hizo G. B. Shaw, fue la causa de inevitables equívocos. Muchos imaginaron al superhombre como una suerte de dios pagano, dotado de un cuerpo atlético y de un intelecto sublime, aunque el propio Nietzsche no alentaba ninguna de esas fantasías biológicas. Más bien parecía pensar que por el camino de una suerte de eugenismo cultural sería posible educar una casta de seres superiores que resignificaría a nuestra especie como “un puente entre la bestia y el Sobrehumano.”
En el mundo de las ideas, los únicos que imaginaban al superhombre con la figura de una nueva especie biológica eran los teósofos, cuya cosmología postulaba la existencia de especies inteligentes anteriores al hombre y prometía la llegada de otras para el futuro.
Entre las dispares fuentes de las cuales se nutrió la ideología nazi estuvieron la Teosofía y el eugenismo activo. Para el futuro, los nazis se proponían manejar la evolución limitando el acceso la reproducción, como hacían esos ganaderos que inspiraban a Darwin. Himmler soñaba con que el Superhombre nacería de padres escogidos en los criaderos humanos de la SS. Esa biopolítica se complementaría con la eugenesia pasiva: el exterminio sistemático de los “subhombres” pertenecientes a las razas inferiores.
Al Hombre omnímodo de Kapp no le quedaba mucha vida. Su canto de cisne lo dio con el arte ideológico de los comunistas, fascistas y nazis, cuyos murales cantaban la gloria de la voluntad de poder.
Freud, por su parte, era pesimista en cuanto al futuro del género humano. En El malestar en la cultura (1930) presentaba al Hombre, de aspecto divino cuando estaba revestido de sus prótesis técnicas, como un ser que seguía siendo tan irracional como para disponerse a emprender una nueva guerra.
Superman, el superhéroe de historieta también nació en esos días, pero venía de otro mundo, lo cual le permitía volar sin alas, tener visión radioscópica y fuerza sobrehumana. Pero no se parecía en nada al rebelde iconoclasta de Nietzsche, y sus valores no diferían de los valores del americano medio.
Los robots de la ciencia ficción de esos tiempos también eran humanoides, pero rara vez se los veía suplantar al hombre. Al extraterrestre, en cambio, se lo presentaba casi siempre como superior a los humanos, así fuera en maldad como en progreso o en sabiduría.
La idea de que el cuerpo y la mente humana pudiesen ser modificados por la tecnología todavía era considerada especulativa, pero pasó dramáticamente a primer plano con la liberación de la energía atómica. Entonces nos enteramos de que la radioactividad era capaz de engendrar mutaciones monstruosas, de modo que una guerra atómica también podía crear mutantes sobrehumanos.
El Mutante fue por un tiempo un nuevo avatar del superhombre. En el cine de Clase B proliferaron los monstruos mutantes, pero los escritores de ciencia ficción por lo general preferían presentar al mutante como un superhombre. John W. Campbell hizo todo lo posible por difundir la idea de que el próximo paso de la evolución consistiría en el desarrollo de las facultades extrasensoriales. Eso hizo que el mutante espiritual desplazara por un tiempo al robot y el extraterrestre, con novelas como Mutant (1953) de Lewis Padgett, Children of the Atom (1953) de H. Shiras, The Chrysalis (1955) de John Whyndam y More than Human (1953) de Theodore Sturgeon. Pero la vida del mutante fue breve, y acabó en cuanto comenzó a tomar fuerza la New Age, que soñaba con restaurar al hombre “natural” de estilo rousseauniano.
El Hombre mecánico
Comenzando por el propio Darwin, el evolucionismo venía señalando las imperfecciones que el proceso evolutivo había dejado en nuestro cuerpo; los vestigios evolutivos como el apéndice o el lóbulo de la oreja parecían ser una muestra de chapucería de la Naturaleza. De algún modo, comenzamos a pensar que la ciencia podía hacer algo para corregir esos errores, como ya lo estaba haciendo con sus prótesis. Con el desarrollo de una ciencia prostética, que poco a poco nos fue convirtiendo a todos en ciborgs, llegamos a pensar que la tecnología (ya fuera mecánica como electrónica o genética) estaba en condiciones de diseñar cuerpos más eficientes y durables que los naturales.
Con el desarrollo de una ciencia prostética, que poco a poco nos fue convirtiendo a todos en ciborgs, llegamos a pensar que la tecnología (ya fuera mecánica como electrónica o genética) estaba en condiciones de diseñar cuerpos más eficientes y durables que los naturales.
Uno de los primeros en plantear esta hipótesis había sido H. G. Wells. En 1897, cuando aún estábamos lejos de imaginar cosas como la biotecnología y la robótica, escribió: “A menudo pasamos por alto la idea de que los organismos vivos pueden ser vistos como materia prima, como algo plástico que puede ser manipulado y modificado (…) y que el organismo como tal puede desarrollarse más allá de sus aparentes posibilidades.[5]”
Las especulaciones más audaces se formularon hace ya un siglo, y no vinieron de parte de los escritores sino de los científicos. A poco de acabada la primera guerra mundial ya había quienes soñaban con algún Hombre Nuevo que nacería gracias a la planificación racional, la movilización total y la eugenesia.
Las especulaciones más audaces se formularon hace ya un siglo, y no vinieron de parte de los escritores sino de los científicos. A poco de acabada la primera guerra mundial ya había quienes soñaban con algún Hombre Nuevo que nacería gracias a la planificación racional, la movilización total y la eugenesia.
En Gran Bretaña se creó un lobby de investigadores que llevó a cabo entre 1923 y 1929 una campaña para convencer a los contribuyentes de los beneficios que nos prometía la ciencia si apoyábamos la investigación. Encabezados por el cristalógrafo J.D. Bernal, formaban parte del grupo J.B.S. Haldane, H.G. Wells, Michael Polanyi, Karl Popper y Lancelot Law White, cada uno de los cuales aportó un libro sobre el tema.[6]
El más audaz de todos fue Bernal. Bajo un título que ironizaba con la teología (El mundo, la carne y el demonio, 1927) imaginó que la creación de la vida artificial era inminente y predijo que “no conformes con crear vida, los hombres pensarían en mejorarla.” El paso decisivo sería la creación de un “hombre mecánico” que sería virtualmente inmortal e inmune a nuestras pasiones animales.
Bernal proponía extraer el cerebro de un cadáver antes de que empezara a deteriorarse y mantenerlo vivo encerrándolo en un cilindro metálico que tuviese asegurado el suministro de aire, agua y nutrientes. Desde ese refugio el cerebro mantendría contacto con el exterior por medio de unos sentidos artificiales más perfectos que los nuestros, que le permitirían ver el infrarrojo, escuchar ultrasonidos y captar ondas de radio. Para desplazarse contaría con órganos locomotores, pero no tendría ya hambre, sed, sueño, sexo, sentimientos ni emociones.
Más adelante, continuaba Bernal, podríamos llegar a prescindir hasta de ese cuerpo mecánico: la propia conciencia abandonaría el cuerpo para hacerse etérea; la persona quedaría reducida a un enjambre de átomos que vagarían por el espacio y se comunicarían por medio de radiaciones. Nuestros herederos remotos acabarían por fin resolviéndose en puros destellos de luz. Esto podría ser “tanto un fin como un comienzo, pero imaginarlo es algo que no está a nuestro alcance,” escribía Bernal. Estas fantasías espiritualistas en boca de un científico marxista no dejaron de molestar a los soviéticos, que habían distinguido a Bernal con el Premio Lenin. La idea del cerebro enlatado siguió su curso: fue execrada tanto por el agnóstico Olaf Stapledon en Last and First men (1930) como por el cristiano C.S. Lewis en That Hideous Strenght (1945), que por una vez coincidieron.
Más adelante, continuaba Bernal, podríamos llegar a prescindir hasta de ese cuerpo mecánico: la propia conciencia abandonaría el cuerpo para hacerse etérea; la persona quedaría reducida a un enjambre de átomos que vagarían por el espacio y se comunicarían por medio de radiaciones. Nuestros herederos remotos acabarían por fin resolviéndose en puros destellos de luz.
La creación de esta raza de robots sobrehumanos hacía inevitable la separación entre los hombres mecánicos y los humanos corrientes, que ya tenían muy poco en común. Bernal admitía que la élite mecánica seguiría necesitando a los humanos para su mantenimiento y dejaba entrever que serían sus esclavos: “Queda aún una posibilidad, la más inesperada pero no la más improbable: el desarrollo de un dimorfismo en la humanidad; esto es, la división de la humanidad en dos especies distintas. “El conflicto entre humanizadores y mecanizadores se resolvería partiendo la especie humana en un sector que realizaría plenamente su humanidad y otro que seguiría tanteando qué hay más allá de ella.” La Tierra acabaría convirtiéndose en un zoológico humano, dirigido tan inteligentemente que sus habitantes ni siquiera se darían cuenta de que eran objeto de observación y experimentación.[7]”
[1] Cfr. Asclepius. The perfect Discourse of Hermes Trismegistus. Ed. and Trans. by Clement Salaman. Londres, Bloomsbury 2007.
[2] Pablo Capanna, Natura. Las derivas históricas. Bernal, Editorial de la Universidad de Quilmes 2016.
Edición digital: Buenos Aires, Samizdat Ediciones, 2020.
[3] Ver “El Hombre Nuevo” en mi libro Aspiraciones, Buenos Aires, Samizdat 2017
[4] Ernst Kapp Elements of a Philosophy of Technology. Ed.; Jeffrey West Kirkwood-Leif Weatersby. Afterword of Jeffrey Zelinzky. Trad.: Lauren K. Wolfe. University of Minnesota Press. Minneapolis 2018
[5] H.G.Wells. Early Writings in Science and Science Fiction. Ed. Robert M.Philmus and David Y.Hughes. Berkeley, University of California Press, 1975
[6] Cfr. Pablo Capanna, “El Hombre Nuevo”, en Aspiraciones, Buenos Aires, Samizdat 2017
[7] J.D. Bernal. The world, the Flesh and the Devil. An inquiry into the Future of the three Enemies of the Rational Soul. London, Kegan Paul, 1929. Cap. 3
Este artículo pertenece a mi último libro:

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