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No es culpa de Platón

23 julio, 2018 By Pablo Capanna

Una de las grandes mentiras de nuestro tiempo es hacernos creer que los clásicos están muertos y enterrados. Esas momias que ni celular tenían no pueden enseñarnos nada— se dice— porque vivimos en el mejor de los tiempos posibles. Los antiguos podrán servir para un multiple choice, una serie de TV con profesores o para decorar la biblioteca, pero nadie se los tomará en serio.

Esta conspiración de silencio sirve para ocultarnos lo increíble: los clásicos siguen  influyendo en nuestras vidas, o por lo menos en la mente de quienes nos manejan. Es sabido que los poderes mundiales casi nunca hacen lo que pregonan, de modo que hasta pueden apelar a los clásicos para hacer que nos creamos actores, cuando somos comparsas o partes de su escenografía.

Siempre hay algún líder novato que cree haber tenido una idea genial. Tampoco faltará ese asesor que lo enfríe diciéndole que eso ya lo había pensado un clásico. El ambicioso optará entre ponerse a leerlo o contratar otro asesor; esto último es lo que seguramente hará. Pero ¿Cómo logrará el nuevo para ser elegido?  Seguramente revelará que hasta ahora nadie ha entendido al clásico, que en realidad quiso decir lo mismo que su empleador. Para eso tendrá que licuar las metáforas para reducirlas a fórmulas simples o cuentos infantiles; el asno de Buridán es el consumidor racional, el gato de Schrödinger es un dibujo animado y la caverna platónica es apenas el cine… Con esa estrategia no sólo se asegurará sus honorarios; también tendrá algunos minutos de fama y con suerte, hasta será citado por algún profesor.

Lo cierto es que, un tanto simplificado para que lo entendieran los poderosos, un clásico como Platón fue usado para justificar guerras con armas que jamás hubiera soñado, en países cuya existencia desconocía.

En los últimos treinta años los Estados Unidos emprendieron guerras y grandes operaciones militares en lugares como Kuwait, Irak, los Balcanes, Afganistán, Libia, Somalia, Sudán, Siria y Filipinas. Siempre que enviaban tropas a países con los cuales no tenían ningún conflicto directo decían hacerlo en defensa de la democracia, la libertad de los pueblos y los derechos humanos. Toda esa retórica que les asignaba la misión de ser los gendarmes del mundo fue construida por un lobby de intelectuales que no dejaba de invocar a los clásicos.

No es preciso tener una mente conspirativa para reconocer su acción, que es pública y notoria: su discurso estuvo siempre en boca de los líderes. Lo insólito es que invoquen a un filósofo griego de hace dos milenios y medio, que enseñó en Atenas, una ciudad-Estado con esclavitud y democracia directa. Puede que las pasiones políticas de entonces no fueran muy distintas de las actuales, y de eso quizás podría enseñarnos algo. Pero lo absurdo es arrancar sus palabras del debido contexto histórico para hacerle decir lo que nos conviene. El peor uso que se le puede dar a un clásico es someterlo al anacronismo.

El lobby académico neo-conservador (neocon) se instaló en la médula del poder estadounidense durante la era Reagan y prosperó bajo los Bush. No sólo le debemos todas esas guerras descabelladas y el daño que hicieron. Hasta podríamos decir que, por reacción, no hicieron más que fortalecer la locura del terrorismo yihadista.

Los neocons eran discípulos y seguidores de un profesor de Chicago llamado Leo Strauss (1899-1973), que en vida sólo era conocido por los expertos en teoría política: por eso, el New York Times los llamó Leo-cons. Strauss murió sin llegar a apreciar el éxito de sus ideas, pero a los fracasos de sus discípulos los sufrimos todos. Su triunfo póstumo podría ser la llegada de Trump al poder, algo tan insólito que nadie pudo prever y se hizo posible con la ayuda de los homólogos rusos de Strauss. Pero ahora, Trump no necesita de Strauss ni de Platón: para hacer barbaridades se basta solo.

Los conservadores de antaño desconfiaban de la movilidad social y defendían el orden y la tradición. Los neocons, en cambio, eran discípulos tardíos de Nietzsche. Su ideal era crear una sociedad belicista, basada en la desigualdad e inmersa en el conflicto permanente. Para sacar al pueblo de su indiferencia política y movilizarlo tras sus objetivos, decían inspirarse en la versión de Platón que les había enseñado Strauss.

El hombre de la calle desconfiaba de la política, ignoraba  quien era Platón y de haberlo conocido pensaría que era cosa de nerds. Pero durante décadas fue manipulado por una secta que invocaba a un filósofo griego para cumplir los sueños de un profeta alemán.

A Strauss se lo solía presentar como uno de esos intelectuales  alemanes que habían escapado del nazismo, pero de hecho se había ido a París en 1923, con la beca que le consiguieron Carl Schmitt y Martín Heidegger. A pesar de ser judío, había simpatizado con los nazis desde del comienzo. Siguiendo a sus maestros, despreciaba a la democracia liberal y pensaba que en política todo vale porque no hay más que amigos y enemigos.1

Galardones académicos no le faltaban. Había estudiado con Cassirer, Husserl, Schmitt y Heidegger, era el creador de la Escuela de Chicago y una autoridad en la obra de Platón. Pero la apropiación que hizo de éste fue enteramente arbitraria. Todo lo que planteaba el griego de manera algo irónica, fue usado por Strauss de un modo bastante perverso.

A todo esto, ¿qué había dicho Platón?

En el tercer libro de la República 2, Sócrates (es decir Platón) habla con algunos amigos de eso que ahora llamaríamos ideología. En un momento cuenta que se le acaba de ocurrir una idea bastante polémica. Pensó que sería útil crear una ficción que sirviera para infundirle patriotismo a la casta de los guerreros: ésta sería “una noble mentira”, según se acostumbra a traducir la frase.

De hecho, Platón no propone mentir para engañar al pueblo, porque entiende que sería preciso convencer también a la clase dirigente, para que fuera un mito patriótico común. En Un mundo feliz, la novela que escribió Huxley dos mil quinientos años después, ocurre algo parecido: a cada casta se le hace creer que es la más feliz, para que no disputen por el poder.

En el diálogo, Sócrates acaba de censurar duramente a los poetas, a quienes ha acusado de mentir cuando le atribuyeron a los dioses todas las debilidades humanas, con lo cual empobrecieron espiritualmente al pueblo. A pesar de eso, reconoce que la sociedad no puede prescindir de ciertas mentiras, y tras de algunas vacilaciones, expone la suya. Se trata de inculcarles a los guerreros un mito que los ponga al servicio de la Patria. Hay que hacerles creer que son hijos de la madre Tierra, que los ha forjado con el hierro, así como ha hecho de oro y plata a las otras clases. La idea no es nueva, confiesa Platón, quien admite haberla tomado de los fenicios: obviamente, es un eco del mito indio del origen de las castas. Al fin y al cabo, siempre les dijeron cosas así a los soldados antes de mandarlos a morir, pero nadie se animó a reconocer que eran mentiras.

Platón, gran dramaturgo, expone todo esto de modo ameno. Los eruditos piensan incluso que “noble mentira” es una versión tendenciosa y prefieren traducir “un magnífico relato.” De hecho, pocas páginas después Platón pide que la constitución tome las precauciones necesarias para que los militares no se abusen y puedan convertirse en “salvajes tiranos.”

Todas estas salvedades no alcanzaron para impedir que dos mil quinientos años más tarde Platón fuera execrado como enemigo del arte y hasta acusado de ser el teórico del Estado totalitario moderno: una exageración en la cual incurrió nadie menos que Karl Popper.

Siempre ha parecido obvio que el protagonista de los diálogos de Platón es Sócrates, quien actúa como su vocero y discute con los sofistas, tanto los respetables como Protágoras como los prepotentes al estilo de Calicles o Trasímaco.

Uniéndose al coro de los anacrónicos que juzgan el pasado a la luz de los valores de hoy, Strauss sostuvo que Platón nos había engañado. En realidad, su vocero era Trasímaco, el personaje que en la República aparece como un energúmeno que defiende el derecho del más fuerte. En la caprichosa versión de Strauss la “noble mentira” que estaría proponiendo Platón/Trasímaco es un recurso legítimo para mantener el orden natural, que no se parece en nada a la democracia. Strauss creía, como Nietzsche, que en el orden natural tiene que haber amos y esclavos, dominadores y sometidos, y que eso vale para todos los tiempos.

Strauss no sólo repetía la lección de sus maestros europeos; también tendía puentes hacia sus mentores norteamericanos, los libertarians o ultra-liberales de Ayn Rand. En la popular novela de Rand La rebelión de Atlas (1957) los millonarios eran presentados como  víctimas de los trabajadores, y la sociedad se paralizaba el día que los ricos hacían huelga. En Tropas del espacio (1959), la novela de Robert A. Heinlein, seguidor de Rand, sólo los ex combatientes podían votar, en una sociedad movilizada para la guerra perpetua.

Los discípulos de Strauss fueron los ideólogos de la “revolución conservadora” que puso en marcha Reagan y retomó la dinastía Bush. Usaron la “noble mentira” para radicalizar la guerra fría e inventaron la epopeya de una lucha entre el bien y el mal, mezclando religión con nacionalismo. Con una retórica propia de los cómics los neocons transformaron a una URSS ya decadente en el terrible Imperio del Mal. En su relato, América era la guardiana de la libertad y luchaba contra los Estados Canallas (Rogue States) que brotaban por todas partes. Una de sus “nobles mentiras” fue hacer responsable del 11S a Saddam Hussein y asegurar que poseía un arsenal de esas armas de destrucción masiva que sólo tenía derecho a usar el Imperio del Bien.

Desde que los ideólogos straussianos justificaron la desinformación como una “noble mentira”, todo comenzó a volverse sospechoso. Ellos mismos cayeron en la trampa en 1981, cuando Michael Leeden, consejero del Secretario de Estado Wolfowitz, reclamó una actitud más agresiva hacia los soviéticos. Se había convencido después de leer The Secret War of International Terrorism, de Claire Sterling, un libro que denunciaba a la URSS como  coordinadora de todos los grupos guerrilleros del mundo. Los jefes de la CIA intentaron sin éxito explicarle que ese best seller contenía información falsa que ellos mismos habían producido tiempo atrás,3 pero no lo consiguieron.

Para ese tiempo, la desinformación se había sofisticado, y estaba casi al alcance de todos. La mejor prueba de lo que podía lograr fue la caída del dictador rumano Ceaucescu. En 1989, cuando éste ordenó  reprimir al pueblo sublevado en Timisoara, las agencias informativas no dudaron en hablar de una masacre de hasta 78.000 muertos. Con el tiempo, los historiadores calcularon que las víctimas reales no habían sido más de cien. Pero el horror que había sellado el destino de Ceaucescu, llevándolo al fusilamiento, fue un falso documental que un canal de los insurrectos hizo circular por todo el mundo. En él se mostraba una supuesta fosa común de Timisoara, que había sido montada con cadáveres sacados de las morgues forenses y de los hospitales4, antes de entregárselos a sus deudos.

Los servicios de inteligencia venían de producir y hacer circular información falsa desde hacía más de medio siglo. El espionaje no sólo servía para obtener información del enemigo sino para confundirlo con noticias falsas. Según la dosis de datos ciertos que contuviera, había propaganda blanca, gris o negra. Como las operaciones eran sumamente secretas, las agencias llegaban a engañarse entre ellas. Hasta 1995 la CIA y otras agencias gastaron millones en el proyecto Stargate, que puso un batallón de telépatas y videntes a buscar las famosas “arnas de destrucción masiva” de Saddam Hussein.

La “noble mentira” straussiana sirvió para justificar muchas cosas, pero nunca llegó a convencer a un importante sector de la audiencia, que seguía confiando en los medios masivos. Los diarios traían información de pocas fuentes, fáciles de reconocer, y las noticias se difundían de manera unidireccional. Si uno pensaba que su diario le mentía, podía pasarse a otro, y si no confiaba en ninguno tendría que estar atento a los rumores, que suelen ser convincentes. Cuando había desinformación era masiva, porque estaba diseñada para la sociedad de masas. Las “nobles” mentiras que irradiaban los agentes de propaganda no tenían otra alternativa que el rumor.

El sistema centralizado era fácilmente controlable, al punto que con un cambio de régimen sólo había que cambiar sus contenidos. Cuando la informática estaba en su prehistoria, Paul Anderson escribió un cuento (“Sam Hall”, de 1953) donde imaginaba a un operador que introduciendo en la gran computadora estatal la falsa historia de una rebelión lograba que el pueblo se alzara en armas.

Hoy, todo eso se hace en las redes. El crecimiento de Internet y las redes sociales ha creado nuevos canales para la desinformación. La saturación que produce el incesante flujo de datos,  relevantes o insulsos, lleva a desconfiar de todo por igual. Sólo llama la atención aquello que provoca emoción o refuerza nuestras propias creencias. Las redes le hablan más al inconsciente que a la racionalidad: Marshall MacLuhan hubiera dicho que son medios “calientes”.

Las fake news son una estrategia de mentira al menudeo, segmentada y personalizada, como que nos llega de algún conocido. Los medios masivos nos sometían a una lluvia de datos, pero las fake news penetran por capilaridad en el tejido social. Cuando logran saturarlo pueden desatar un efecto tan imprevisto como masivo: una elección de resultado insólito, una idea que se difunde como un virus, una indignación que manda multitudes a manifestarse en la calle…

En el nuevo panorama informativo ya no hay fuentes identificables ni canales únicos. Los agentes reconocidos se mezclan con los bots, que sólo se ocupan de diseminar la información falsa que producen los trolls profesionales. Nos hemos acostumbrado a vivir en “una sopa de ficciones con algunos trozos de realidad”, como hace ya mucho tiempo dijo Ballard.

Ya es difícil que todos comenten, como en otros tiempos, esa noticia-bomba que salió en los diarios. La mayoría sólo accede a los ecos fragmentarios que transmiten las redes, con su buena carga de ficción.

En los sistemas centralizados, los rumores transmitidos de boca en boca eran más creíbles que la información oficial, porque venían de fuentes confiables. Para manipularlos había que contar con toda una red de agentes. Hoy son las redes las que permiten hacer todo eso de modo instantáneo.  Esa seudo noticia que puso a circular un troll uno la recibe de un conocido, lo cual le da cierta verosimilitud. Pero quien la envía, a su vez,  la está repitiendo por el mismo motivo. El rumor todavía podía llegar a discutirse en una charla de café, pero ahora apenas merecerá un comentario sarcástico y seguirá circulando.

Ocurre que uno se ha armado su propia burbuja, porque para evitarse disgustos fue sumando las voces afines y eliminando las disidentes. Al cabo de un tiempo queda encerrado en una cámara de resonancia (echo chamber), una burbuja donde las opiniones se suman y se silencian las otras voces. De tal modo, se hace casi inevitable que los grupos tiendan a polarizarse; las opiniones se radicalizan y los slogan desplazan a las razones.

Las estrategias desinformativas son las nuevas armas de destrucción masiva. No en vano las potencias les dedican enormes presupuestos. Ya no se lucha por el espacio físico sino por el dominio de las voluntades con armas mucho más sutiles. Unos pocos operadores pueden movilizar rápidamente a todo un entramado de mónadas estancas. En poco tiempo llenarán las calles de gente movida por la indignación que quizás no tenga en claro qué pretende. Los resultados más conspicuos han sido la “primavera árabe”, que se tradujo en masacres y desestabilizó toda su región, el Brexit, los “indignados” españoles y el triunfo de la inteligencia rusa en llevar a la presidencia de Estados Unidos a un irresponsable, algo que todo el arsenal soviético nunca hubiera soñado con lograr.

  1.  Cfr. William H.F.Altman, The Gernan Stranger. Leo Strauss and National Socialism. Prólogo de Michael Zank. Plymouth, Lexington Books, 2012 ↩
  2.  Platón, La República, L.III 414-415 ↩
  3.  Ver el documental de Adam Curtis, The Power of Nightmares, BBC 2004. ↩
  4. Cfr. Guy Durandin, La información, la desinformación y la realidad. Paidós, Buenos Aires 1995 ↩
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Archivado en: Ensayos & artículos, Novedades Etiquetado como: ARTÍCULOS, FILOSOFÍA, HISTORIA, SOCIEDAD

Comments

  1. Daniel E. Arias dice

    25 julio, 2018 at 4:44 pm

    Análisis sumamente renovador de un tema trillado. Si hay10 granos de trigo en una parva de paja, Pablo Capanna encuentra 11. Me gustó mucho.

  2. Dante Giorgio dice

    25 julio, 2018 at 6:01 pm

    Muy buen análisis de la influencia decisiva, aunque no la única, de Strauss , sobre los grupos Neoconservadores.
    En los conservadores tradicicionales, Platón es valorado por su estructuración social, pero recibe críticas por su idealismo y utopismo.

    Como siempre, muy ilustrativo don Pablo.

  3. Guillermo dice

    26 julio, 2018 at 3:13 am

    Inteligentemente esclarecedor el maestro.

  4. Carlos de los Santos dice

    27 julio, 2018 at 3:42 pm

    Excelente.
    El asesinato reciente de personas inocentes a mano de patotas originadas en informacion falsa difundida por whatsup (en la India) confirma que la desinformacion eterea tambien puede ser creada por personjes independientemente del Estado.

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Pablo Capanna nació en Florencia (Italia) en 1939, y desembarcó en Buenos Aires como inmigrante cuando tenía diez años. Pasó su adolescencia en Ramos Mejía, estudiando Comercial y dibujo de … Leer

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