Los medios de comunicación han logrado que las dos espirales entrelazadas que simbolizan al ADN se instalaran en el imaginario popular aun antes de que hicieran su aparición en los textos escolares. Al cabo de medio siglo de difusión todos saben que ese es el esquema del ADN, pero sería arriesgado preguntar qué entiende la mayoría por “ADN”. Si algo han conseguido los medios es asociarlo estrechamente con esa herramienta que usa la policía científica para identificar al culpable, pero su importancia es mucho mayor que eso.
No son muchos los que entienden su alcance y es posible que hasta aquellos que tienen alguna noción de biología no lleguen a valorar cuánto representa. El hecho es que el desciframiento del código del ADN ha hecho que la especie humana sea la primera que accede a las claves de la vida, que hasta hace poco tiempo aún eran el último de los grandes misterios de la Naturaleza. Visto con la distancia debida, es una fase inédita en la historia del planeta.
Más allá de estas circunstancias, hasta ahora no sé de nadie a quien se le haya ocurrido reparar en que el esquema de la molécula de ADN se parece extrañamente a la imagen del caduceo de Mercurio con sus dos serpientes entrelazadas, que se usa como símbolo de la medicina, pero también del comercio. Antes que alguien se tiente de pensar que eso probaría la existencia de una civilización perdida que sabían de biología molecular o peor aún, que a algún otro se le ocurriera usarla para una aventura de Indiana Jones, conviene recordar a qué se debe esa coincidencia.
Por empezar, el emblema que desde los tiempos más remotos representa a la medicina no es el caduceo sino la vara de Asklepios, con una sola serpiente enroscada en el báculo del legendario médico griego. Es probable que la vara simbolice el poder de la medicina para luchar contra la enfermedad, ésta representada como una serpiente venenosa.
El hecho es que con el tiempo la vara de Asklepios ha acabado por confundirse con el caduceo de Mercurio, que no tiene una sido dos serpientes y una vara alada. Ocurre que entre los romanos Mercurio era el patrono del comercio, de modo que cabe suponer que las dos serpientes representarían a la oferta y la demanda, las protagonistas de la actividad comercial. Los malpensados dirán que los responsables de esa confusión habrán sido esos que ven a la medicina como un negocio antes que como una noble profesión, pero no es de eso de lo que se trata.
Es muy posible que la confusión entre uno y otro emblema se haya dado en la Antigüedad tardía, cuando el Mercurio romano recién había acabado de identificarse con el griego Hermes. En cuanto a Hermes, ese era el nombre que los griegos le daban al dios egipcio Toth, numen de la ciencia y de la magia. Entre los alquimistas, que veneraban a Hermes como su fundador, el caduceo con las dos serpientes simbolizaba al alcahesto, el solvente universal capaz de reducir cualquier cuerpo a sus elementos básicos. El vínculo que después de Paracelso se había establecido entre la alquimia, la escuela iatroquímica y la medicina científica moderna hizo el resto.
El hecho es que ambos símbolos se han incorporado al imaginario colectivo, de modo que es muy posible que cuando Jim Watson se preguntó cómo podría representar la estructura del ADN su inconsciente le sugiriera la figura del caduceo. Algo parecido había ocurrido un siglo antes cuando August Kekulé pensó que era posible representar la molécula del benceno como un anillo después de soñar con una serpiente que se mordía la cola y avanzaba rodando. Puede que Kekulé tampoco tuviera conciencia de que esa serpiente era otro símbolo usado por los egipcios para representar la eternidad y el eterno retorno.
Kekulé había abierto todo un nuevo campo para la ciencia, el de la química orgánica, que en adelante tendría un impacto decisivo sobre la biología. Del mismo modo, el esquema que Watson diseñó para la molécula de ADN nos introdujo en el mundo de la biología molecular. Más recientemente, el secuenciamiento del genoma nos llevó a la bioinformática.
***
Durante mucho tiempo, si salíamos a preguntarle a la gente cuál había sido el mayor avance de la ciencia durante el siglo XX, es probable que todos mencionaran la liberación de la energía atómica. Con el tiempo, la terrible fama que Hiroshima le había dado a la fisión nuclear hizo que la reverencia que inspiraba el átomo fuera perdiendo fuerza. Por cierto, a la energía atómica le debemos buena parte de la energía que usamos, pero nadie olvida que nació como un arma apocalíptica y que la radioactividad sigue siendo el peor de los contaminantes.
Muchas menos alabanzas que la fisión del átomo recibieron dos momentos que, vistos en la debida perspectiva, serían más decisivos que la energía atómica para el futuro de nuestra especie. Más allá de todo lo que había dicho el siglo XIX para exaltar a Hombre y de todo lo que había hecho el XX por relativizarlo, el sapiens daba pruebas de que estaba a punto de emanciparse de la evolución biológica.
El primero de estos hitos se registró en 1969, cuando una reducida comitiva de primates racionales que no estaban diseñados para volar dio unos pasos en la Luna, adónde había llegado gracias a su inteligencia. Por primera vez, una forma de vida terrestre abandonaba su cuna biológica, como en esos años se dijo.
Otro hito tan importante como ese fue el secuenciamiento del genoma, que en su momento fue más publicitado como hecho político que como hazaña científica. Ocurrió en el año 2000 de nuestra era; esta vez, un numeroso grupo de primates racionales anunció que había logrado descifrar y traducir los textos de toda esa enorme biblioteca que encierran nuestras células.
En su momento, los medios sólo atinaron a presentar esa hazaña haciendo énfasis en sus aspectos político-económicos y sus inestimables aportes a la medicina. Pero de hecho, se trataba de otro hito planetario: esos humanos que en sólo un par de millones de años habían acabado imponiéndose en la Tierra, acababa de descifrar aquello que unos vieron como “el secreto de la vida” y otros como “el lenguaje de Dios”.
Sin embargo, la experiencia que habíamos tenido con el ascenso y caída de la energía atómica, que pasó de ser la panacea a convertirse en imagen de la destrucción, nos había hecho menos confiados. Fue así como la primera reacción que produjo el anuncio fue de un marcado escepticismo. Antes que pensar en los aportes positivos del genoma se tendió a subrayar el peligro de que llegara a inspirar una biopolítica que nos quitaría no sólo la libertad sino hasta la identidad. Apenas tres años antes del anuncio la película Gattaca (1997) nos había advertido sobre eso. Desde el título (la secuencia de código GAT-TCA), nos presentaba un Estado eugenista que discriminaba a los ciudadanos según su genoma y excluía a todos los que tuvieran alguna discapacidad o pronóstico adverso.
Antes que pensar en los aportes positivos del genoma se tendió a subrayar el peligro de que llegara a inspirar una biopolítica que nos quitaría no sólo la libertad sino hasta la identidad.
El sueño de crear la vida en el laboratorio, que el siglo XIX positivista había heredado de la alquimia y que en cierto modo renace hoy a manos del transhumanismo, ya no era tan atractivo. La biología molecular, al dominar la trama de la vida, tendría menos dificultades para realizar todos los sueños de la eugenesia, y pondría en nuestras manos la posibilidad de modelar el destino de nuestra especie.
El fisiólogo Du Bois Raymond, a fines del siglo XIX, había enunciado cuáles eran los siete enigmas que jamás podría resolver la ciencia. El zoólogo Ernst Haeckel los dio por resueltos en su exitoso libro Los enigmas del Universo, aparecido en el año 1900. Haeckel, que en esos tiempos era el Papa del monismo materialista, creía estar en condiciones de afirmar que a la ciencia pronto no le quedaría otra tarea que la de investigar los detalles, porque los grandes enigmas ya habían sido resueltos.
Lejos de la prudencia de su maestro Darwin, que había vacilado antes de publicar El origen de las especies por considerarlo incompleto, Haeckel proclamaba que las cuestiones como el origen de la materia, de la energía, del movimiento y de la misma vida ya habían sido respondidas por la física y la química. En cuanto a los restantes enigmas (la aparente finalidad que exhibía la Naturaleza, el origen de la conciencia y el de la racionalidad) los había resuelto la selección natural darwiniana. En cuanto al último enigma, el libre arbitrio de la voluntad, no valía la pena preocuparse por él, porque el determinismo demostraba que no era más que un falso problema.
Haeckel creía haber descubierto el organismo originario, el proto-plasma del cual derivaban todas las formas de vida terrestre. Hoy lo llamamos LUCA (Last Universal Common Ancestor) pero aún sigue siendo una hipótesis. Para Haeckel, la forma más primitiva de vida era una protocélula llamada monera, a la cual describía como “un pequeño grumo mucilaginoso, movible, amorfo y compuesto de una sustancia carbónica albuminoide.” Contando con un tiempo casi infinito, en algún momento esas masas protoplásmicas se habían ido sumando y diferenciando hasta formar los tejidos con los cuales se habían ido construyendo los organismos pluricelulares. Con igual optimismo los antropólogos de entonces, con sólo medir la capacidad de los cráneos, creían estar autorizados a hablar de los cerebros que contenían.
Haeckel ni siquiera sospechaba todo lo que la ciencia descubriría dentro de la célula en el siglo que empezaba. Cualquier escolar sabe hoy que lejos de ser una masa amorfa de materia coloidal, la más pequeña de las células encerraba todo un micro-mundo.
En tiempos de Haeckel era casi imposible imaginar el mundo sub-celular que nos fueron revelando el microscopio electrónico y las nuevas tecnologías creadas en el siglo XX. Las células, tanto animales como vegetales, son mucho más que grumos de materia: cada una de ellas encierra una compleja maquinaria que procesa una enorme cantidad de información. Con esta información, registrada en los términos de un código universal se controlan los pasos que siguen los organismos para nacer, crecer y reproducirse.
Hace más de dos milenios, Aristóteles había intuido la existencia de una potencialidad propia de los seres vivientes, la cual llamó “entelequia”; había en ellos cierta finalidad que guiaba al organismo en su desarrollo, como ocurre con la semilla, que contiene al árbol en potencia.
Los biólogos vitalistas de comienzos del siglo XX volvieron a poner en circulación el término “entelequia” pero la buscaron con métodos erróneos. Como hacía siglos se había hecho costumbre burlarse de Aristóteles y que el finalismo había sucumbido a manos de Darwin, pronto se dejó de hablar de eso. La palabra entelequia cayó en el descrédito y acabó siendo usada para calificar a una entidad de puramente imaginaria.
Distintas hubieran sido las cosas si algún vitalista hubiese contado con el microscopio electrónico. Lo que sus colegas estaban buscando no era otra cosa que el genoma; el error estaba en imaginarlo como una sustancia, cuando se trataba de información y de un programa.
Los químicos conocían al ADN desde el siglo XIX pero hasta mediados del XX nadie se había dado cuenta de su importancia. El panorama de la biología cambió radicalmente en la segunda mitad del siglo, a partir de dos hitos capitales: el diseño de la estructura del ácido nucleico por obra de Watson, Crick y Franklin (1953) y el desciframiento del código genético, que corrió por cuenta de Monod, Jacob y Lwoff (1965).
La gran tarea que se planteaba a partir de esta etapa era la de descifrar esa compleja secuencia de código que encerraban las células; el programa de un organismo.
* * *
El Proyecto Genoma Humano fue el fruto de quince años de trabajo colectivo que permitieron descifrar la secuencia completa del genoma; el patrón genético de nuestra especie.
El proyecto hubiese sido juzgado utópico apenas unos años antes. Su magnitud lo ponía fuera del alcance del mayor de los genios solitarios. Jamás hubiera sido posible llevarlo a cabo en un solo laboratorio y hubiera llevado siglos realizarla de contar sólo con los procedimientos manuales. Hubo que distribuir la tarea entre varios países y desarrollar unas tecnologías que en buena medida aún no existían. Fue un nuevo éxito de ese sistema “industrial” con el cual se organiza la investigación científica desde los tiempos del proyecto Manhattan: alta tecnología, enormes presupuestos y gran cantidad de recursos humanos calificados.
El primero en sostener que era posible secuenciar la totalidad del genoma humano había sido el genetista italo-americano Renato Dulbecco, quien lo hizo en 1986. Cuatro años después el proyecto se puso en marcha bajo la dirección de James Watson, uno de los patriarcas del ADN. A la iniciativa, nacida en Estados Unidos pronto se sumaron el Reino Unido y otros países europeos, Japón y China. Se trataba de descifrar tres mil millones de caracteres, pero la división del trabajo, la cooperación multinacional y los secuenciadores automáticos lo hicieron posible.
La creciente desconfianza hacia los efectos no deseados de la ciencia y la tecnología hizo que las primeras cuestiones que se platearon fueron de índole ética. Todos nos preguntamos si el conocimiento que obtendría gracias a tan cuantiosas inversiones debía ser patrimonio de la humanidad o de los que lo habían financiado. Si bien el genoma prometía tener un enorme valor económico, seguía siendo algo perteneciente a la ciencia básica, que en principio es universal. De haber gozado de derechos de patente, hubiese generado grandes negocios y hasta un inevitable tráfico clandestino, entorpeciendo tanto su difusión como su aplicación.
La creciente desconfianza hacia los efectos no deseados de la ciencia y la tecnología hizo que las primeras cuestiones que se platearon fueron de índole ética. Todos nos preguntamos si el conocimiento que obtendría gracias a tan cuantiosas inversiones debía ser patrimonio de la humanidad o de los que lo habían financiado.
Se objetaron los vínculos que unían a algunos responsables con ciertas empresas privadas, algo difícil de evitar en un campo tan restringido como ese, pero eso llevó a que Watson fuera reemplazado por Francis Collins en 1993. Por un momento. Craig Venter y su empresa Celera Genomics anunciaron que lograrían alcanzar los objetivos antes que el Estado, pero no lo consiguieron. Por fin se impuso el criterio de reconocer al genoma como un bien del dominio público y sus secuencias acabaron estando disponibles en internet.
Para el año 2000 Bill Clinton y Tony Blair anunciaron que el proyecto estaba a punto de concluir, y se lo dio por terminado en el 2003.
* * *
Al dar a conocer el código del ADN, Watson y Crick no habían dudado en afirmar que habían descubierto el secreto de la vida. Medio siglo después, Collins definió al genoma nada menos que como el lenguaje de Dios. Otros, en cambio, no dudaron en ver a este triunfo de la ciencia como la derrota definitiva no sólo del creacionismo, sino de la propia religión.
La nueva incógnita que ahora se planteaba era explicar cómo había nacido el código mismo; su complejidad era difícil de explicar partiendo tan sólo de la selección natural y los incrementos graduales darwinianos.
Watson estaba convencido de que el mejor camino para averiguarlo era proceder a descifrar las secuencias del código, de modo que se comprometió en el proyecto. Su colega Crick, en cambio, juzgaba imposible explicar el origen del código a partir del azar y escribió el libro Life itself (1981) donde le atribuía un origen extraterrestre. Crick retomó la hipótesis panspérmica propuesta por Svante Arrhenius a comienzos del siglo XX: el sueco creía que la vida había llegado a la Tierra con el material orgánico de los meteoritos y cometas. Crick no era creacionista, pero consideraba que las explicaciones aleatorias estaban basadas en una “falacia estadística”. Propuso pues una panspermia dirigida: la vida había sido “sembrada” intencionalmente en nuestro planeta por unos alienígenas más evolucionados que nosotros que habían pasado por la Tierra en tiempos remotos. Ni siquiera se privó de especular cómo funcionaría la nave espacial con que habrían venido. Esto no hacía más que desplazar el problema, porque dejaba sin explicar cómo había surgido la vida en el mundo extraterrestre, lo cual no impidió que cada tanto algún científico vuelva a especular con una hipótesis similar. Ni siquiera faltan los que atribuyen la creación de la vida a nuestros más remotos descendientes, que sabrían cómo viajar en el tiempo y habrían creado a sus ancestros mediante una suerte de causación circular: los límites entre la ciencia y la ciencia ficción son cada vez más imprecisos.
El genoma de todos los eucariotas, las formas de vida más complejas del planeta, está escrito en unas cintas microscópicas de ADN que están divididas en cierto número de bastoncillos, los cromosomas. Las moléculas del ADN tienen como eje una columna de azúcar fosfatado en torno a la cual se enroscan, como en el caduceo de Hermes, dos cadenas de las bases orgánicas A, C, T y G: la combinación de éstas puede crear hasta 3100 millones de palabras. Con tres de las “letras” de este código se forma una “palabra:” el codón. Cada codón es la matriz que permite formar una determinada proteína a partir de los 21 aminoácidos que existen.
Toda esta información sería el “manual de instrucciones” del organismo. Sobre estas bases Francis Crick tampoco dudó en proclamar el “dogma central de la genética molecular”. la información del ADN viaja con el ARNm, quien la transcribe y traduce para que los ribosomas produzcan distintas proteínas. Cada codón es la clave para una determinada proteína: por ejemplo, CGA siempre da alanina.
Lo más inquietante del genoma es su asombroso parecido con el lenguaje, tanto de los lenguajes naturales que usamos para comunicarnos entre nosotros, como de aquellos artificiales que creamos para interactuar con nuestras criaturas de inteligencia artificial. El código genético ostenta una sintaxis análoga a la nuestra. Cuenta con signos de puntuación (los codones stop). Tiene sus reglas gramaticales (A siempre se une con T y C con G). También abunda en sinónimos: por ejemplo, la alanina puede venir tanto de GCU como de GCC. GCA y GCG. La programación de las proteínas se completa con la información aportada por los intrones, exones y transposones del ARN. Las “faltas de ortografía” que se producen durante la traducción del ADN causan mutaciones, que en caso de resultar viables terminan incorporándose al genoma. Por analogía, es lo que ocurrió con el latín auricula, que, al pasar a las lenguas romances, acabó siendo nuestro oreja.
Lo más inquietante del genoma es su asombroso parecido con el lenguaje, tanto de los lenguajes naturales que usamos para comunicarnos entre nosotros, como de aquellos artificiales que creamos para interactuar con nuestras criaturas de inteligencia artificial.
Descifrar esa compleja sintaxis fue el objetivo del proyecto. Pero no hay que pensar que tengamos la edición definitivadel “manual del Homo Sapiens”, porque si hubiera una sola fórmula seríamos todos iguales: el secuenciamiento fue una generalización hecha a partir de una limitada cantidad de casos, pero el genomas de cada uno es tan individual como las huellas digitales. El proceso está lejos de ser lineal y no admite esa visión determinista que vuelve cada vez que alguien anuncia que se ha descubierto el gen de la inteligencia, del altruismo o del talento musical.
Como todo conocimiento, éste encierra un poder que puede ser usado con distintos fines. El mayor peligro era el que Stephen Jay Gould venía señalando desde 1981. Con el genoma podría revivir el eugenismo del siglo XIX; contando con sus recursos sería poner en marcha eventuales biopolíticas para discriminar los discapacitados, diseñar una raza superior, justificar las “limpiezas étnicas” o manipular la procreación. La eugenesia tardó en desaparecer de muchas legislaciones europeas y hoy es practicado en China en desmedro de ciertas etnias. Matt Ridley, en un libro escrito medio siglo después del Proyecto[1] da cuenta de la silenciosa aplicación de ciertas políticas eugénicas.
* * *
El proyecto de secuenciamiento del genoma no acabó en el 2003. Los mismos equipos que lo habían llevado a cabo volvieron a ser convocados para el Proyecto Encode (Enciclopedia de elementos del ADN); se sumaron otros países y todo volvió a estar bajo la dirección de Francis Collins.
Como todo conocimiento, éste encierra un poder que puede ser usado con distintos fines. El mayor peligro era el que Stephen Jay Gould venía señalando desde 1981. Con el genoma podría revivir el eugenismo del siglo XIX; contando con sus recursos sería poner en marcha eventuales biopolíticas para discriminar los discapacitados, diseñar una raza superior, justificar las “limpiezas étnicas” o manipular la procreación. La eugenesia tardó en desaparecer de muchas legislaciones europeas y hoy es practicado en China en desmedro de ciertas etnias.
El secuenciamiento original había permitido ver que el genoma incluía una enorme cantidad de ADN (más del 80% del total) que carecía de sentido porque no cumplía ninguna función. Con cierto apresuramiento se lo había calificado de “ADN basura.” Al parecer, con el genoma podía ocurrir lo mismo que con nuestras computadoras, que suelen cargarse de información temporaria, redundante o residual. Se pensó que la basura genética estaría compuesta de borradores descartados, ensayos fallidos o restos de procesos actualmente en desuso.
Esta constatación ya no era compatible con el esquema de un “manual de instrucciones” unívoco y lineal. El texto de la vida no parecía ser precisamente un libro organizado con índice, capítulos, bibliografía y notas. Su composición se parecía más a la de una revista donde los textos se distribuyen de manera discontinua, mechados con fotos, recuadros y frases resaltadas.
La primera sorpresa fue descubrir que la parte del genoma que se utiliza para codificar proteínas no era más que el 1,5% del total, lo cual permitía sospechar que el resto tenía que ser algo más que basura.
Comparando nuestro genoma con el de otras especies pudimos encontrar las mejores pruebas del proceso evolutivo, porque ahora se había hecho posible remontarnos a eras de las cuales no teníamos registros fósiles. La iglesia católica, que para no incurrir en otro caso Galileo había evitado pronunciarse formalmente sobre el evolucionismo, terminó reconociéndolo como un conocimiento “más que teórico,” como dijo el Papa Juan Pablo II.
Para distanciarse del relato bíblico, el racismo “científico” del siglo XIX había formulado la hipótesis “poligénica”, que atribuía orígenes distintos a cada una de las razas humanas. Eso las hacía tan diferentes casi como otras tantas especies, y permitía ordenarlas según una jerarquía que culminaba en la raza blanca, por supuesto, aquella a la que pertenecían los científicos.
Los racistas quedaron científicamente descalificados cuando se vio que el genoma de los seres humanos de cualquier raza era idéntico en un 99,9%. Esa parte de ADN que no estaba en el núcleo permitió elaborar la hipótesis de un origen único para todos los sapiens, la llamada “Eva mitocondrial”. También fue posible determinar que el hombre fósil de Neanderthal había estado más cerca de nosotros de lo que creíamos y tuvimos que renombrar a nuestra especie como Sapiens.
Una de las cosas más sorprendentes con que nos encontramos fue que no sabíamos dónde estaba la ventaja que había permitido a la especie humana triunfar sobre todas las demás. En cuanto a sus genomas, las diferencias entre el hombre y los demás primates se reducían drásticamente. El chimpancé, el gorila y el orangután, que proceden del mismo tronco del cual venimos los homínidos, tenían un cromosoma más que nosotros, pero en nuestro caso dos de ellos se habían unido, con lo cual el total era el mismo.
El genoma del chimpancé, que fue objeto de un secuenciamiento similar al humano, comparte con nosotros un 98% de los cromosomas. ¿Dónde está pues el factor que determina que nosotros seamos los que estudian a los chimpancés y no ellos los que nos estudian a nosotros?
Hubo algunos intentos frustrados de localizar al gen humanizador, eso que determinaría nuestra superioridad intelectual, porque no existe un punto donde localizar el “gen de la inteligencia.” Pero encontrarla no es tan fácil como encontrar al gen que se vincula con una determinada enfermedad hereditaria: la inteligencia es un fenómeno complejo que depende de toda una sinergia de factores.
El nuevo cuadro global resultó mucho más complejo de lo que creíamos veinte años antes.
Hacía tiempo que sabíamos que no existe una relación directa entre el tamaño del cerebro y la inteligencia: el elefante y la ballena no son más inteligentes que nosotros. Pero tampoco hay relación entre el número de genes y la complejidad del organismo al cual pertenecen. Los humanos tenemos la misma cantidad de genes que el erizo de mar y hasta un poco menos que la salamandra, ninguno de los cuales es un organismo muy sofisticado. Un vegetal como el arroz tiene casi el doble de genes que el cuerpo de los humanos que nos alimentamos de él.
El genoma del chimpancé, que fue objeto de un secuenciamiento similar al humano, comparte con nosotros un 98% de los cromosomas. ¿Dónde está pues el factor que determina que nosotros seamos los que estudian a los chimpancés y no ellos los que nos estudian a nosotros?
Según el “dogma fundamental” la única función de los genes era la de codificar proteínas, pero resultó que sólo una mínima cantidad de ellos lo hace, y hasta existen genes que codifican cuatro o cinco proteínas distintas. Toda esa masa que antes calificábamos de “basura” resultó incluir genes que cumplen importantes funciones bioquímicas. Una sorprendente cantidad de ellos se ocupa de controlar dónde, cómo y cuando poner en marcha la producción de las proteínas específicas que demanda el órgano que van a integrar. Los genes tampoco trabajan aislados: se ha visto que se tocan, se superponen y hasta intercambian material…
En cuanto a los ribosomas, que antes veíamos como simples máquinas de producir proteínas, también poseen su ADN cargado de información. El ARN no sólo traduce, también ejerce algunas funciones por sí mismo.
Más allá de la frivolidad con la que se suele hablar de “cambio de paradigma”, es evidente que estamos ante uno de esos saltos cualitativos.
* * *
La ciencia moderna nació cuando se propuso reducir lo complejo a lo simple y lo cualitativo a lo cuantitativo. La física fue la primera ciencia en pasar por esa etapa, cuando abandonó las esencias abstractas y las fue reemplazando por fuerzas mensurables y hechos observables. Sus éxitos llevaron a pensar que la explicación mecánica era la única que cabía: el mecanicismo creyó que sería posible explicarlo todo, incluso la vida, si se reemplazaba la entelequia por el determinismo y se reducía todo a sus bases químicas y físicas.
Con Darwin y Mendel la biología ingresó en una etapa similar a la que había atravesado la física: abandonó las entelequias y el impulso vital para explicarlo todo por los cromosomas y los genes.
Eso explica por qué la concepción del genoma que impuso el neodarwinismo tuviera un alarmante parecido con una fábrica fordista-taylorista. El ADN era la dirección desde la cual se planeaba la producción. Esta era ejecutada por una cadena de máquinas que fabricaban proteínas en serie y culminaba en la línea de montaje del embrión. El control de calidad corría por cuenta de la selección natural, que descartaba los productos no viables según las demandas del hábitat. La nueva visión de los procesos vitales es mucho más parecida al mundo cuántico que al newtoniano. El reduccionismo, que sigue empeñado en buscar un gen único para cada función, comienza a batirse en retirada.
De este modo, el caduceo de Mercurio, que apenas podría ser el emblema de la industria farmacéutica, nos permitió ingresar en el maravilloso mundo del genoma, donde el caduceo de Hermes se mueve con una lógica casi tan impredecible como la cuántica.
Galileo nos había propuesto leer el Libro de la Naturaleza, que estaba escrito en signos matemáticos. Ahora podríamos decir que el Libro de la Vida se parece bastante a un programa informático.
En los años cincuenta, el efímero auge del estructuralismo llevó a proclamar el famoso “giro lingüístico”. Se anunció que la lingüística sería la nueva ciencia madre puesto que todo, incluyendo la ciencia y la filosofía, se expresaba mediante la palabra. Pero eso era tan obvio como decir que casi todas ciencias físicas podían ser reducidas a la hidráulica, puesto que el agua está cerca de ser el solvente universal. La popularidad de la lingüística no tardó en esfumarse, porque el incontenible avance de la informática pronto hizo que ella fuera la mejor candidata a ser la ciencia básica. Ella nos enseñó que la información tenía tanta importancia como a la materia y la energía, al punto que el propio cosmos comenzó a ser visto como un programa en desarrollo.
Se ha observado que cuando una ciencia se emancipa comienza por imitar los métodos de la ciencia de origen, hasta que encuentra el suyo propio. Ahora comenzamos a ver que el genoma no es un catálogo ni una guía telefónica. Se parece más a un poema o una novela que a una base de datos. Dónde creíamos haber encontrado los elementos esenciales de la vida descubrimos una complejidad cada vez mayor.
Los mayores defensores de la revolución darwiniana son hoy biólogos creyentes como Francis Collins[2] (director del Proyecto Genoma) como Francisco Ayala, que le agradece a Dios habernos dado un Darwin[3], muestra que lejos de desaparecer, la visión teísta tiende a delinearse mejor. En cambio, aquellos a los que el agnóstico Stephen Jay Gould llamaba “fundamentalistas darwinianos”, parecen creer que el genoma volvía definitivamente innecesaria la hipótesis de Dios.
Ahora comenzamos a ver que el genoma no es un catálogo ni una guía telefónica. Se parece más a un poema o una novela que a una base de datos. Dónde creíamos haber encontrado los elementos esenciales de la vida descubrimos una complejidad cada vez mayor.
El ateísmo organizado, que tenía por dogmas un universo material infinito eterno y totalmente carente de sentido ya había resistido el impacto de la termodinámica y del Big Bang, y ahora tenía que explicar el origen del genoma. Esa puede haber sido una de las razones por las cuales se decidió, poco después de concluir el desciframiento del genoma, emprender la campaña del neo-ateísmo, y levantaron a Darwin más como estandarte de lucha que como científico.
En lugar de simplificar y dejar a la ciencia sin tener otra tarea de qué ocuparse, como creía Haeckel hace más de un siglo, las nuevas complejidades que vamos descubriendo no parecen hablarnos de un Dios relojero de la máquina cósmica ni de un comodín retórico que estaba para colmar los baches de nuestro saber, sino de un sublime artista que nos habla a través de su obra. Después de todo, eso era lo que creían los primeros científicos modernos, que solían buscar inspiración en Hermes y su caduceo.
[1] Matt Ridley. Genoma. Autobiography of a species in 23 chapters. New York, Harper-Collins, 2000
[2] Francis N. Collins. The language of God. A scentist presents evidence for belief. New York, Free Press 2006
[3] Francisco J. Ayala Darwin’s Gift to science and religion, Washington Joseph Henry Press 2007