
Quien haya hecho algún curso de lógica sin duda conocerá la paradoja de Russell.
El coronel llama al barbero del regimiento y le ordena afeitar a todos los soldados, menos a los que se afeitan a sí mismos. Como el barbero también es soldado, tiene un problema: si se afeita a sí mismo no puede recurrir al barbero, pero si lo hace en cuanto barbero no cumple con la orden recibida.
Así como hay soldados que son barberos, también hay escritores que son críticos, y no es raro que en el ejercicio de esta profesión sean intolerantes con los traspiés de sus colegas. Stanislaw Lem, que además de escritor era un brillante crítico, quiso poner a prueba la paradoja. Cuando se le ocurrió armar su colección de libros imaginarios pensó que si no incluía ese libro en la lista hubiese quedado como el barbero, de modo que hizo su propia crítica. En él, asumió como propio todo lo que le habían objetado, de buena o mala fe, aunque confesó que usaba el humorismo como excusa, porque “en todos estos textos se oculta la seriedad.”
Stanislaw Lem (1921-2006) nunca dejó de sorprendernos con su exuberante creatividad. Para la mayoría de los lectores era un escritor de ciencia ficción, pero había quienes lo veían como filósofo, científico y hasta fabulista. Cuesta creer que un mismo escritor pudiera ser metafísico, cómico y épico, que escribiera ensayos y dictara cátedra, todo con la misma solvencia.
Si bien él mismo habló en su Summa Technologiae de “locura con método,” aquí preferiría hablar de la cordura de Lem. Muchos dudarán de eso, pensando en sus textos más delirantes, pero debajo de tanta extravagancia nunca dejó de haber un método. Paradójicamente, el género donde más se destacaba su cordura era el humor.
Arthur Koestler, un escritor tan versátil como él, dijo que Lem era un género en sí mismo, pero él prefería presentarse como humorista. Posaba para las fotos abrazando la máquina de escribir como si fuera un acordeón y explicaba que LEM significaba Módulo de Excursión Lunar. Solía compararse con la vaca, que come pasto y produce leche, sin que en ésta hubiera nada verde: los papers tampoco se notaban en sus ficciones científicas.1 Cuando le preguntaban por qué pasaba tanto tiempo sin publicar respondía que su inteligencia era tan pobre como la del mono de Köhler, que para alcanzar las bananas tenía que apilar varios cajones. Para aclarar, decía que su mente funcionaba como el depósito del baño, que tarda un rato en llenarse antes de que uno pueda apretar el botón.
El humor es algo que ayuda a sobrevivir en las situaciones más angustiosas, las que no habían faltado en la vida de Lem. Contaba2 que un crítico argentino le había dicho que su libro Memorias halladas en una bañera (un grotesco de espionaje) no hacía más que describir la Argentina y él se había limitado a responder que nunca había estado en Sudamérica, aunque pudo haber pensado que eso era un elogio.
Lem no conocía esa idiosincrasia argentina que nos lleva a creer que si no somos los mejores al menos seremos los peores: la dictadura argentina tenía que haber sido la peor de todas. Lo raro es que se lo dijera a Lem, que había vivido bajo la Gestapo y la NKVD y sabía de dictaduras y genocidios, porque había perdido a casi toda su familia en la Shoah.
Stanislaw había nacido en 1921 en Lvov, una ciudad que entonces se llamaba Lemberg y pertenecía a Polonia. Años antes su padre había estado a punto de ser fusilado en la calle por un grupo de revolucionarios. Siendo él adolescente al pacto Molotov-Ribbentrop había permitido que los rusos ocuparan la ciudad. Acto seguido Polonia había caído en manos de los nazis, pero al cabo de la guerra los rusos la habían liberado. Pero ahora era para un satélite de la URSS y Lvov pertenecía a Ucrania.
Hijo de un médico prestigioso, Lem tuvo una infancia apacible, al punto que en su autobiografía El Alto Castillo de lo que más habla es de sus libros y golosinas favoritos. También nos da cuenta de su afición por confeccionar documentos, pasaportes, licencias y diplomas de países imaginarios, llenos de sellos y firmas. Todos ellos permitían acceder al Alto Castillo, un mítico lugar de juegos que reaparecería en una de sus novelas. De paso, nos enteramos de que a los cuatro años ya leía y que en las pruebas escolares había resultado ser el niño más inteligente del sur de Polonia.
Con la llegada de los nazis, los Lem descubrieron que tenían una olvidada ascendencia judía, pero lograron salvarse de Auschwitz cambiándose de nombre y consiguiendo documentos falsos. Stanislaw, que antes de la ocupación había empezado a estudiar medicina, consiguió trabajo como soldador en un taller mecánico de los alemanes. Nunca pretendió haber sido heroico, pero sí lo bastante audaz como para no dejar de visitar a sus amigos del gueto y hasta robar municiones para la Resistencia.
Tras la guerra y ya bajo el régimen comunista los Lem, que lo habían perdido todo, tuvieron que mudarse a Cracovia, donde vivieron hacinados en un cuarto. Con gran esfuerzo en 1948 Stanislaw logró terminar su carrera en la Universidad Jagellona, pero nunca fue a retirar el diploma, porque de hacerlo lo hubieran reclutado como médico militar. Para entonces ya había escrito unos poemas patrióticos y una novela realista, El Hospital de la Transfiguración, que recién iba a publicarse varios años después, porque la censura objetaba que no exaltara debidamente el rol del Partido Comunista en la Resistencia.
Siendo estudiante Lem también había pergeñado una ambiciosa Teoría de las funciones cerebrales, de la cual luego renegaría. Cuando tenía 26 años se la presentó a uno de sus profesores, quien le dijo que era un disparate, pero le consiguió un puesto de ayudante de laboratorio. También le encargó reseñar libros científicos para la revista popular La vida de la ciencia. Gracias a eso tuvo que hacer cursos de biología, química y física, y aprender inglés para leer a Wiener, cuando la cibernética recién estaba naciendo.
Fue entonces cuando un golpe de suerte terminó de volcarlo a la escritura. Durante unas vacaciones en la colonia del sindicato se hizo amigo del director de la editorial Czytelnik, quien le propuso escribir una novela de ciencia ficción que fuese tan buena como las rusas. En tiempo récord, Lem escribió Los Astronautas (1951) que, tras pasar un año en manos de la censura, llegó a ser un auténtico best seller. En la novela no faltaban las obligatorias loas al comunismo y las condenas al capitalismo, pero el protagonista se llamaba Robert Smith y era hijo de un negro norteamericano, lo cual era sospechoso, por más que el negro fuera comunista. Lem, que desde la escuela venía imaginando un viaje a Venus, le dedicó casi la mitad del libro a disertar sobre el planeta y las naves espaciales. Pero el resto era pura aventura, lo cual hizo que la novela fuera aclamada por un público que tenía muy poco para elegir, más allá de las películas argentinas de Lolita Torres.
Los astronautas vendió un cuarto de millón de ejemplares, lo cual le permitió a Lem publicar varias novelas más. Por fin, el deshielo post estalinista le dio ocasión de escribir varias obras importantes y popularizar sus inefables cuentos de robots. La fama le llegó cuando Tarkovski llevó al cine su novela Solaris, si bien él quedó tan disconforme que amenazó con hacerle juicio.
Para entonces Lem se había vuelto respetable para el régimen, porque gracias a él en todo el mundo se volvía a hablar de Polonia. Tenía una cátedra universitaria de Futurología que era consultada hasta por las autoridades, y sus ironías eran toleradas. No había que ser muy perspicaz para entender que muchas de sus ficciones reflejaban casi explícitamente el descrédito en que habían caído la clase dirigente y sus dogmas ideológicos. En uno de sus viajes, el astronauta Tichy visitaba un planeta de robots que despreciaban la vida orgánica y eran gobernados por una computadora. En poco tiempo descubría que los policías eran humanos disfrazados de robots. En realidad, todos eran humanos y por las noches se sacaban sus disfraces para ir al bosque a comer fruta. Por supuesto, la computadora no funcionaba, y su operador era un burócrata insignificante.
En esos años Lem viajaba frecuentemente al exterior para asistir a congresos internacionales, evitando ir a las convenciones de ciencia ficción, que detestaba.
Cuando el general Jaruselski impuso la ley marcial. Lem se fue a vivir a Viena y trabajó un tiempo en el Instituto de Estudios Avanzados de Berlín Oriental. Recién volvió a Polonia en 1988, cuando el Muro de Berlín comenzaba a resquebrajarse. En una entrevista de 1990 se mostró aterrado por el salto a la economía de mercado: “el ministro acaba de anunciar otra devaluación, el país donde me hice famoso ya no existe, pero al menos sale agua de las canillas.” El hombre que había fundado una sociedad astronáutica y un centro de estudios informáticos, siguió enseñando literatura polaca hasta sus últimos días y negándose a escribir con otra cosa que no fuera la vieja Remington que le había regalado su padre al cumplir doce años.
Como muchos otros humoristas, no tenía un carácter demasiado cordial. Uno de sus enconos más duraderos nació cuando Kolakovski, el filósofo polaco entonces más importante, escribió un ácido comentario sobre la Summa Technologiae. Leszek Kolakovski (1927-2009) era un marxista heterodoxo que cuatro años después abandonaría Polonia para irse a Oxford. Algo desconcertado con el desenfado con que Lem hablaba de tecnología, se apresuró a definirlo como un tecnócrata que pretendía ignorar los grandes problemas humanos. Intercambiaron un par de cartas y nunca se volvieron a hablar. Pero treinta años más tarde Lem salió a echarle en cara al filósofo sus aciertos en cuanto a realidad virtual, sin olvidarse de reprocharle sus vaivenes políticos. En Vacío perfecto aún seguía ironizando: “Lem, adorador de la ciencia, postrado a los pies de su santa metodología, no podía asumir el papel de su mayor heresiarca y apóstata.”
Algo similar le pasaba con Tarkovski, a quien no le perdonaba su versión de Solaris. Cuando todos ya veneraban la película como un clásico del cine, él ni siquiera la mencionaba. Pero cuando le avisaron que Steven Soderbergh filmaría una nueva versión dijo que esperaba morirse antes de tener que verla.
Tampoco fue muy cordial su negativa a visitar los Estados Unidos, en parte justificada por el mal trato que le había dado la unión de escritores. Lem la llevó al extremo de negarse de viajar a Canadá, donde se disponían a darle un doctorado.
Ciencia y/o Ficción
Después de haber pasado por tantas manos, Polonia había quedado bastante desconectada de la cultura contemporánea. Lem desde temprano se había sentido atraído por Wells y Stapledon, pero no conocía nada de la ciencia ficción norteamericana, salvo alguna edición francesa de Denoël.
Imaginando las obras maestras que se estaría perdiendo, en 1970 le encargó al crítico austríaco Franz Rottensteiner que le mandara algún libro de los mejores autores. Con muy buen criterio, Rottensteiner le envió textos de Cordwainer Smith, Dick, Ballard, Kornbluth y Farmer, más algunos trabajos críticos de Knight y Blish. Pero Lem quería saber más y en cuanto pudo se sumergió en el océano de los pulps, al tiempo que daba a conocer dos ambiciosos trabajos sobre la historia y la poética del género; La filosofía del azar (1968), donde expuso su peculiar teoría literaria y El arte fantástico y la futurología (1971), donde polemizó con Tzvetan Todorov. Su decepción con la science fiction se tradujo en dos escandalosos artículos3 “Ciencia ficción: un caso desesperante, con excepciones” (1972) y “Philip K.Dick: un visionario entre charlatanes” (1975). De la ofensiva no se salvaron siquiera los ingleses .J.G.Ballard y Brian Aldiss.
Por cierto, no pocas de las críticas que Lem formulaba en esos artículos eran acertadas, en cuanto a la escasa calidad literaria, la pobre formación científica de los escritores y el criterio comercial de los editores. Una de las cosas que más le molestaban era la facilidad con que se podía disfrazar de ciencia ficción una historia de aventuras, policial o fantástica. Lem acababa de distanciarse de los rusos, imbuidos de didáctica, pero parecía haberse contagiado algo de ellos. Desde ese punto de vista veía a la ciencia ficción norteamericana como irremediablemente frívola y superficial. Pero más adelante él mismo practicaría la hibridación de géneros y escribiría algo tan poco realista como las aventuras de Ijon Tichy y del piloto Pirx. Sus famosos robots están muy cerca de los enanos, elfos y demás seres fantásticos, aunque sus moralejas sean más bizarras. Con el tiempo, también jugaría con el absurdo, pero ya entonces admiraba a Philip K. Dick, cuya relación con la ciencia era insignificante. Los pragmáticos editores norteamericanos, que rotulaban como hard science sf a los primeros libros de Lem, calificaron de fantasy a los últimos.
Fue al descubrir a Philip K. Dick cuando Lem renunció a todos los prejuicios. Las obras de Dick no eran meras ficciones: eran historias donde “la filosofía salía a la calle.” Si los críticos no habían podido verlo es porque le correspondía a otro departamento. Lem fue el primero en rescatar al aerosol Ubik como símbolo del Absoluto, y a juzgar que “en manos de Dick, la carpa del circo puede transformarse en la cúpula de un templo.” Pero tanta estima no le impedía constatar algo que los lectores devotos tampoco se atreven a decir en voz alta: “las grandes novelas de Dick son obras maestras fracasadas.” Ni siquiera dejaba de dudar, a la luz de su formación psiquiátrica, de la salud mental del californiano.
El penoso incidente que provocaron sus artículos pareció abonar ese diagnóstico. Dick intercambió alguna correspondencia con Lem, a quien creía marxista, no sólo por ser polaco sino porque eso decía Darko Suvin, el crítico marxista de Science Fiction Studies. Pero cuando Lem publicó otro brulote contra la ciencia ficción norteamericana Dick tuvo uno de sus estallidos y lo denunció por comunista ante la SF Writers of America. Lem, que era socio honorario, fue expulsado con una excusa bastante burda.
Lem venía de criticar a los autores rusos por no estar a la altura de los desafíos de la ciencia, y esperaba que el género fuera algo más que entretenimiento. En esa línea, compuso dos novelas que suelen definirse como “policiales”: La investigación (1959) y Fiebre del heno (1976). Pero aquí en lugar de la inducción del detective reinaba la física cuántica y el único asesino era el azar.
En La fiebre del heno hay una serie de muertes sospechosas en un balneario italiano. La causa resulta ser una improbable conjunción de factores que empuja a las víctimas al suicidio en cuanto contraen un resfrío.
En La investigación no sólo faltan los asesinos; sino también los cadáveres, que desaparecen o quizás resucitan. En un Londres convencional se enfrentan el detective y el estadígrafo. El primero, conforme a la física clásica, busca una causa. El otro es probabilista y ve al universo como “una sopa de hechos inconexos entre los cuales nadan algunas realidades.” El desenlace es inquietante: en un universo probabilístico hasta la resurrección de los muertos es posible.
Lem concluía así una parábola de la Ciberiada: “La ciencia explica el mundo, pero sólo el arte puede conciliarse con él ¿Qué sabemos realmente acerca del surgimiento del cosmos? Es posible llenar un vacío tan extremo de toda suerte de leyendas y mitos. Al recurrir a la mitología solamente deseaba llegar a los límites de lo inverosímil, y me parece que a ello me aproximé. Tú también lo sabes y lo que deseas preguntarme es si el cosmos será realmente ridículo. Pero a esa pregunta, cada cual ha de responder por sí mismo.”
* * *
Cuando aún definía a la ciencia ficción como “la rama hipotética de la literatura realista,” Lem solía decir que su imaginación se nutría de las revistas científicas. No sólo escribía ficciones, también era un brillante ensayista, apasionado por la astrofísica y la informática. Su cátedra de Futurología no hacía pronósticos a la manera de Kahn o Toffler, sino trataba de anticipar las tareas de la tecno-ciencia para el mediano y largo plazo. Tuvo grandes aciertos en cuanto a la informática, pero a pesar de haber puesto el mismo interés en la exobiología se topó con lo que llamaría “silencio del universo.”
En 1957, cuando apenas se comenzaba a hablar de Cibernética, Lem escribió unos Diálogos donde Hylas y Filonús platicaban sobre el tema, al estilo del obispo Berkeley, Más específica fue la Summa Technologiae (1964) que pudo ser reeditada con honor más de medio siglo más tarde. Asombra descubrir que cuando Lem hablaba de “intelectrónica” y de “fantasmática” estaba pensando en lo que hoy llamamos informática y realidad virtual.
Para aquellos que pretenden reclutarlo para sus propias causas, habrá que recordar que tampoco era ese paladín de la Ciencia que imaginan. Apenas aceptaba definirse como escéptico. Eso lo habilitaba a no tomarse demasiado en serio sus propias tesis y ni siquiera en las teorías científicas, que había visto mudar más de una vez. Tampoco dejaba de impugnar las creencias religiosas pero evitaba provocar a los creyentes.
Su actitud escéptica no era fruto de la pereza intelectual; era su modo de defenderse frente al misterio último que aún envuelve al sentido del mundo. Alguna vez dijo que la matemática era apenas el bastón blanco que usa una humanidad ciega para avanzar en busca de un sentido que jamás podrá ver.
En La investigación escribió: “Hacia el final del siglo XIX se tenía la convicción general de que todo estaba descubierto y que sólo faltaba cerrar las puertas y las ventanas y confeccionar un inventario. Las estrellas se mueven según los mismos cálculos que las piezas de una máquina de vapor; lo mismo se refiere a los átomos, etc., etc., hasta una sociedad perfecta, hecha como un palacio de un juego de construcción. Las ciencias exactas enterraron hace tiempo esas ingenuas hipótesis optimistas.”
Con su “farsa utópica” Memorias encontradas en una bañera (1961) Lem no hacía más que preguntarse por la naturaleza del mundo real. Reclutado como espía, su protagonista aprende que cuando la sospecha se ha vuelto un modo de vida, ya no hay un sentido evidente. Es un mensaje cifrado, que puede ser objeto de infinitas lecturas, de modo que ya no hay hechos sino interpretaciones. El aprendiz de espía, que aún ignora cuál es su Misión, comienza a entender que el Edificio —como el Castillo de Kafka— simboliza el mundo. El Texto que se oculta tras las cifras es el Sentido, el porqué del Todo; “Si no vemos un sentido refinadamente perfecto en lo que sea, tenemos la costumbre de sonreír (…) Ciertamente, el secreto es una solución mejor que una burla. El secreto lo abarca todo, hasta la esperanza.”
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Puede que en su polémica con Kolakovski Lem se hubiera sentido herido en su orgullo de escéptico, al verse acusado de dogmatismo. Quizás eso fuera para él la peor de las ofensas. Algo de su actitud anti-dogmática se nota en el sarcasmo con que hablaba de los académicos, acusándolos de estar más interesados en cuidar sus carreras que en entender la realidad. Su mejor parodia estaba en Solaris, donde el enigma del océano pensante generaba interminables polémicas sin ofrecer ninguna respuesta válida. Los solaristas, sus escuelas, sus bibliografías y simposios, eran una escolástica decadente que trataba de enterrar la realidad bajo un cúmulo de teorías. En el comienzo de El Congreso de Futurología Lem dividía a los científicos en sedentarios (esos ilusos que investigan) y viajantes, (los que van a todos los congresos y sólo tienen tiempo de leer las guías de turismo.
El Lem ingenuo de los años sesenta, que se indignaba con la trivialización de un género que para él debía ser filosófico, parecía olvidarse de que él mismo había tenido que negociar con la censura. Siguió un tiempo rezongando que “nadie lee nada, los que leen no entienden, y los que entienden algo se lo olvidan” o bien que “la cultura acabará sumergida por el Diluvio de la Información.” Mientras tanto sus obras de traducían a cuarenta idiomas, se acercaba a los cuarenta millones de lectores y lo volvían a postular para el Nobel. Ahora se mostraba espantado cuando los editores lo apremiaban a escribir cualquier cosa, que se vendería si tenía su nombre en la tapa. Había escuchado gente que delante de él juraba tener en su biblioteca un libro que él jamás había escrito, mientras que otros se lo reclamaban para sumarlo a sus bibliografías.
Muerto Lem, sus restos mortales cayeron en manos de los embalsamadores académicos, que no dejaron de someterlo a todos los ácidos y reactivos posestructuralistas que él siempre había odiado.4 Así fue como pudimos leer una interpretación freudiana de la novela Fiasco (donde es imposible encontrar nada de sexo) hecha por alguien que decía no ser psicoanalista. Hemos visto usar un texto de Lem para repudiar a la Patriot Act de George W.Bush. Mientras un crítico explicaba que con la fórmula Summa Technologiae Lem proponía reemplazar la religión por la ciencia, había un periodista inexperto que lo hacía autor de un tratado de teología. Todos parecían desconocer la debilidad de Lem por jugar con los títulos, Era casi obvio que en un país católico como Polonia Lem jugara con Santo Tomás, recurriera a títulos como “Paz en la Tierra” o abundara en latinajos eclesiásticos. Pero uno de los personajes único de los expedicionarios que se opone al genocidio que se está por cometer con los habitantes del planeta Quinta.
Pero uno de los personajes centrales de Fiasco es un dominico científico (quizás inspirado en Teilhard de Chardin), el único de los expedicionarios que se opone al genocidio que se está por cometer con los habitantes del planeta Quinta.
Silentium universi
Uno de los temas recurrentes en la obra de Lem es la búsqueda del Contacto con las inteligencias extraterrestres, presente desde Los astronautas hasta Fiasco.
Interesado desde el comienzo por el SETI (la búsqueda de vida inteligente extraterrestre), Lem participó del congreso que Frank Drake convocó en 1961. Pero para darnos una idea de su escepticismo basta decir que eso le inspiró la farsa de El Congreso de futurología (1971).
A pesar de sus deseos Lem terminó haciendo suya la tesis del silentium universi, el silencio universal, que es un corolario de la paradoja de Fermi: ¿Si existen los ET, por qué nunca se han comunicado con nosotros? Lem no negaba que en el universo hubiera vida, inteligencia y civilización, pero pensaba que serían seres tan evolucionados que nos sería imposible comunicarnos con ellos.
El extraterrestre de Lem nos es totalmente ajeno; no tenemos nada en común con él. Su búsqueda llena una necesidad religiosa, puesto que lo absolutamente Otro es Dios. El Contacto sería un Grial a escala cósmica, la versión materialista de la fe.
Lem se ocupó largamente del tema en la Summa Technologiae y en las novelas-ensayo La voz del amo (1968) y Fiasco (1986). Cuando afirmaba que la cumbre de la evolución sería la capacidad de hacer astroingeniería (esto es, de encender estrellas y manipular planetas) parecía pensar en una suerte de dioses. El titulo La voz del amo nos remite al lema de RCA Victor, nos pone en el lugar del perrito y hasta sugiere que los dioses son benévolos. Tras negar la existencia de un Dios creador, el narrador afirma: “este es el verdadero credo de mi fe: no existe nada que se parezca a una sabiduría del Mal.”
En uno de sus textos imaginarios (La nueva cosmogonía) Lem pone en boca de un Premio Nobel una suerte de teoría lúdica del universo. El Cosmos es increado, pero tiene Creadores. Nacidas del conflicto entre múltiples lógicas y físicas disímiles, nuestras leyes naturales son apenas las apuestas de un juego. Los procesos físicos son intencionales, porque expresan la voluntad de unos Jugadores que mueven las piezas. Ni siquiera las leyes son constantes: pueden cambiar, y lo están haciendo, como lo demuestra la asimetría entre vida y entropía. Estamos en un Juego cósmico que acabará engendrando otros Jugadores y otra partida.
Este podía ser el credo de Lem.
En sus primeras novelas el Contacto fracasaba, y lo mismo ocurría en Fiasco, más de treinta años después. Había contacto, pero nunca comunicación. En Edén (1959) los terrestres eran impotentes para entender a un pueblo humanoide pero definitivamente extraño. En El Invencible (1964) aparecía un enjambre de insectos electromagnéticos, descendientes de algunos robots olvidados, pero ya se decía que “es mejor no interferir en todo aquello que no le concierne al hombre.”
Así como en Los astronautas (1951) jamás se llega a saber cómo eran los venusianos extinguidos, en Fiasco apenas se vislumbra a los nativos sobre el final. Pero fue en Solaris donde Lem logró encerrar todas sus incertidumbres en un poderoso símbolo. El océano de Solaris es casi una divinidad, una inmensa masa pensante y creativa, que puede asumir infinitas formas y hasta engendrar criaturas libres. Ante él, al hombre sólo le cabe hacer silencio.
En La voz del amo vemos frustrarse todas las expectativas que por un momento había despertado el SETI. La historia del desciframiento del mensaje de las estrellas es una nueva “solarística”, que al cabo de los años sólo nos permite hacer unas armas más destructivas. En Fiasco, son los extraterrestres quienes no desean comunicarse con nosotros, pero la obsesión de los humanos por forzar la comunicación acaba provocando un genocidio.
La misantropía de Lem lo hace dudar no sólo del Contacto sino de la propia especie humana, que juzga incorregible. Alguna vez dijo que había dudado si traer un hijo al mundo, para no contribuir a la expansión de la especie humana, aunque no dejaba de hablar de él con orgullo.
De este desprecio nacía su fe trans-humanista. Al estar libre de las limitaciones de la biología, la inteligencia artificial nos reemplazará, y seguramente ya lo habrá hecho en el resto del cosmos. Las fábulas de la Ciberíada (1965) transcurren en una Galaxia llena de robots que desprecian a la vida orgánica. Los hombres (desdeñosamente llamados paliduchos o viscosones) son una peste galáctica que todos temen. Ijon Tichy presencia la sesión de un bizarro tribunal de seres orgánicos y cibernéticos, que se niegan a aceptarnos en su comunidad, porque somos los seres más sucios y abyectos del cosmos.
Lem, que parece ser aún más pesimista que Jonathan Swift, no cree que ninguna utopía pueda llegar corregir los defectos congénitos de la sociedad humana. El viajero que regresa a la Tierra tras un viaje de dos siglos en Retorno de las estrellas (1961) descubre que el mundo ha logrado la paz, pero al precio de quitarnos los sentimientos y la creatividad.
Donde más misántropo pareció mostrarse Lem fue en Golem XIV (1981) una novela apócrifa que anunciaba el fin de nuestra especie, superada por la inteligencia artificial. Su seudo-historia de la informática culmina cuando una computadora supera la capacidad del cerebro humano. El sistema que acabará con nosotros es el GOLEM XIV. Su nombre es una sigla que evoca al autómata legendario del rabino Loew, un antecesor de Frankenstein.
Golem XIV se digna anunciarles a los humanos que su fin ha llegado. Su discurso, ultrajante para el lector, explica que la evolución ha sido apenas una artimaña del código genético, el “gen egoísta” de Dawkins, que no tiene otro fin que perpetuarse. Pero ahora la información se ha independizado de la carne y la materia piensa por sí misma. Este es su ultimátum: “Yo soy el Mensajero de las Malas Noticias, Ángel llegado para expulsaros de vuestro último reducto, terminando la obra que Darwin dejó a medio hacer.” Al hombre le quedan dos alternativas: rendirse ante la inteligencia artificial o pretender hacerle frente. Cualquiera sea el camino que elija, estará perdido.
Es difícil saber si este discurso es paródico o bien expresa el pensamiento del autor. De hecho, es lo que los trans-humanistas vienen anunciando hace tiempo, con un discurso mucho más amable. La última fecha para la que anunciaban la llegada de la Singularidad fue el año 2020, de no ser porque en el 2019 apareció un virus dispuesto a ganarle de mano al Golem y acabar con todos nosotros de un modo mucho más humillante.
La seriedad del humor
En “Azar y orden,” la breve autobiografía que escribió en 1984 para el New Yorker, Lem repasaba las etapas de su trayectoria de escritor. Renegaba de su primer período por ingenuo y daba por concluido el segundo, cuya cumbre era Solaris. Con eso pensaba haber superado su “crisis de crecimiento” y entrado en la madurez, aunque no daba demasiados detalles acerca de sus planes.
Es curioso que en esa nota Lem no mencionara algunas de sus obras más celebradas, los inefables cuentos de robots de la Ciberíada y las pintorescas aventuras de Ijon Tichy y del piloto Pirx. Con ellos había recuperado el espíritu de Cyrano, Gulliver y el barón de Munchauser, sin dejar de hacer alguna reflexión digna de otro tipo de textos.
Al parecer, con eso Lem había estado probando fuerzas para emprender una nueva etapa que sería la síntesis de todos los géneros que había frecuentado. Difícilmente podríamos trazar una frontera entre una y otra etapa, porque Lem había probado todos los géneros a la vez. El delirio de Memorias halladas en una bañera es de 1961 (el año de Solaris) mientras que el estilo y la problemática de La fiebre del heno (1976) parecerían más propios de la etapa anterior.
El formato que Lem adoptó en su última fase partió de rescatar ciertos “géneros” (prólogos, críticas, folletos y recensiones bibliográficas) que es habitual relegar a los márgenes de la literatura. De Hipócrates, había aprendido que “la vida es breve y el aprendizaje nunca acaba”, de modo que no tendría tiempo de escribir todo los libros que se le ocurrían. Por eso decidió cortar camino y hacerse cronista antes que autor y criticar la obra sin tener que escribirla. El recurso era tan paradójico como relatar un torneo desde los vestuarios, pero Lem logró ganarse la complicidad de los lectores. Lo usó para burlarse de todas las vacas sagradas, desde la novela objetivista y la ciencia ficción, hasta el Guinness, los abogados y los libros de autoayuda.
Algún editor perspicaz llamó a estos textos Biblioteca del siglo XXI, que entonces era el futuro. No son de fácil lectura, ni todos los disfrutan por igual, porque sus sutilezas requerirían de un lector ideal, dotado de la curiosidad y la cultura enciclopédica del autor. A quien sabe de Joyce y de la novela objetivista les causarán gracia algunos textos, pero serán otros los que se rían de sus ironías sobre el teorema de Gödel y el principio de indeterminación.
Lem admiraba a Borges, tan escéptico y tan lector como él, aunque de gustos más decididamente literarios. A la manera de Borges (sobre quien escribió un notable ensayo) escribió las críticas de Vacío perfecto (1971) y los prólogos de Un valor imaginario (1973): dos colecciones de novelas embrionarias, ensayos bosquejados, tratados resumidos, folletos, solapas y contratapas. Fue allí fue donde tocó algunas las cumbres de su barroco ingenio, si bien no pocas veces se excedía y bombardeaba al lector con textos casi insoportables, como ocurre en Regreso a Entia (1982).
Sin renegar de estos excesos, Lem se justificaba: “He escrito muchos libros que en el mapa de la literatura se situarían en la provincia del humor, la sátira, la ironía y la agudeza, con un toque de Swift o la seca y mordaz misantropía de Voltaire. Es sabido que los grandes humoristas fueron personas arrastradas a la furia y la desesperación por la conducta de la humanidad. En ese sentido, soy uno de ellos.” Después de todo, decía. “desde el punto de vista neurológico, la risa es el primer estadio del sollozo.”
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Lem definía al sexo como uno de los “mitos naturalistas” del siglo y lo ponía en el centro de muchas fabulaciones. En Necrobias (Un valor imaginario) reseña un libro de fotos eróticas, cuyo autor, para ir más allá de las pieles sudorosas, había empleado la radiografía. Sus orgías eran enigmáticos amasijos de huesos rodeados apenas de un tenue halo carnal.
Sexplosión (Vacío perfecto) lleva al absurdo el negocio de la pornografía. Como consecuencia de un conflicto entre los consorcios del erotismo, desaparece el interés por el sexo, y toda la sensualidad se desplaza hacia la comida: la gula derrota a la lujuria.
En Paz en la Tierra también le dedica gran espacio a la industria de los “telématas sexuales” (maniquíes animados sin cerebro) y a las complicaciones sociales, éticas, jurídicas y políticas que generan. Pero pronto sus fabricantes quiebran porque aparece un dispositivo de bolsillo que estimula directamente los centros de placer del cerebro, y ni siquiera requiere imaginación.
Lo primero hoy se llama dildónica y ya estaba naciendo cuando Lem escribió la novela. Para lo segundo falta cada vez menos.
La ciencia ficción tampoco tenía por qué salvarse de Lem. Al prologar la obra del microbiólogo Gulliver sugiere que es ciencia ficción porque “esa región de la literatura ha pasado ya a convertirse en un vertedero de toda clase de rarezas y mediocridades desechadas de esferas más serias.” Gulliver se lo ha pasado acosando a sus bacterias con ácidos hasta obligarlas a formar las letras del alfabeto Morse. También ha logrado mutaciones como el Bacterium Coli prophetica o bibliographica, y ha descubierto las virtudes del vibrión colérico (Vibrio Comma) quien gracias a la “coma” estaba condenado a ser el estilista del mundo microbiano. Pero como las bacterias no tienen conciencia ni inteligencia, sus mensajes sólo responden a desconocidas leyes físicas y apenas sirven para pronosticar el futuro.
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Para los lectores de cultura literaria, esos que conocen el grado cero de la escritura, las metalecturas y la alquimia de los signos, Lem ha preparado algunos sabrosos platos de la cocina francesa: Toi (Tú) es una novela que sólo pretende agredir al lector, al quien insulta una y otra vez; Rien de tout, ou la consécuence (Nada, o la consecuencia) demuestra que se puede escribir una novela sin personajes, acción, lugar ni tiempo: Lem se da el lujo de explicarlo en interminables parrafadas de jerga semiológica. Más estrambótico aún es Les Robinsonades, un ensayo sobre la vida sexual de Robinson Crusoe.
El plato fuerte de este grotesco hiperbólico es Gigamesh. Su autor ha querido emular al Ulises de Joyce, y ha generado toda una literatura que intenta desentrañar sus símbolos, cifras y claves. Lem despliega una retahíla de interpretaciones que a veces hasta resultan plausibles y demuestra cuánto se puede hacer a la hora de buscarle cinco pies al gato.
Do Yourself A Book (Haga Ud. mismo un libro) es un manual de instrucciones para que cada cual escriba sus propias obras maestras. Perycalypsis nos advierte del peligro que representa la marea creciente de libros y revistas, a la que propone frenar con un impuesto progresivo a la escritura y cuantiosos premios para quien no publique nada.
Otros textos que se meten con la filosofía, la epistemología y hasta la teología. El distanciamiento que da la crítica de libros imaginarios en clima farsesco le permite a Lem enunciar hipótesis contradictorias y defenderlas con igual convicción, y hasta ponerles reparos. En Die Kultur als Fehler (La cultura como error) sostiene que el desarrollo científicotecnológico acabará reemplazando la cultura por la programación. De Impossibilitate prognoscendi (De la imposibilidad de pronosticar) socava la idea misma del azar, mediante una laboriosa (y agobiante) reconstrucción de las innumerables cadenas causales que llevan a la existencia de una sola persona. Con el mismo estilo, en Un minuto humano (1986) Lem se burla de las estadísticas, del Guinness y los récords.
En Non serviam Lem hace metafísica en clave irónica. Aquí reseña una experiencia de simulación que introduce una serie de personalidades humanas en un mundo virtual, logrando que desarrollen una cultura y se pregunten quién las ha creado. El científico sabe que el presupuesto se le acaba y debe decidir cuándo aniquilarlos, pero comienza a sentirse Creador y responsable de sus “vidas.”
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En esta etapa Lem, que había acompañado y hasta anticipado la evolución de la informática, llega a tomar distancia de sus propias ideas. Si en uno de sus últimos viajes por una Galaxia superpoblada Ijon Tichy ya se reía del silentium universo, ahora la emprendía con la robótica y la inteligencia artificial.
Un valor imaginario trae el folleto de la única enciclopedia realmente actualizada, la Extelopedia Verstrand. Como el progreso era tan vertiginoso que cuando aparece una enciclopedia ya está obsoleta, esta ha sido grabada en cubos magnéticos conectados a una supercomputadora. Cuando uno ve que las letras vacilan y comienzan a encimarse, es que la información se estárectificando. Eso nos permitirá conocer los Grandes logros de la Ciencia y la Técnica, “especialmente los que más nos amenazarán”, los pronósticos deportivos, y las tonterías del momento. Par eso la editorial disponía de Compuceros (computadores chapuceros) e Idiómatas (autómatas idiomáticos) que imitan “la manera de expresarse típicamente humana.”
Cualquiera diría que estaba hablando de la Wikipedia.
La Historia de la literatura bítica (hecha de bits) cuenta cómo la inteligencia artificial se apoderó de las letras. Apenas las máquinas aprendieron a manejar las estructuras sintácticas, redujeron toda la obra de Dostoievski a un modelo matemático y produjeron una novela más dostoievskiana que las del ruso. También arremetieron contra la ciencia, la filosofía y la religión, para producir una terafísica (física salvaje), una antimática (destrucción de la matemática) y una teología bítica hecha de paradojas en estado puro.
Nada demasiado serio, porque a la fecha ya hay computadoras que escriben novelas tan malas como cualquier bestseller.
Años después de Golem XIV ya dependíamos de la informática para todo y la inseguridad empezaba a invadir el ciberespacio. A la hora de escribir Paz en la Tierra (1987) Lem rescató a Ijon Tichy y lo metió en una novela de espionaje que por momentos se ponía casi onírica. Allí las grandes potencias han convenido suspender sus hostilidades y trasladar a la Luna la carrera armamentista. Al perder contacto con las bases lunares mandan a Tichy a investigar. Pero el astronauta regresa con un tremendo virus informático que en pocos días arrasa con la civilización y nos hace retroceder unos cuantos siglos.
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Desde los años en que Lem aún vivía el terrorismo ha llegado a vulgarizarse, e impera en las redes sociales con una violencia verbal que la ley no alcanza a penalizar. Dentro y fuera de ese ámbito son muchos los que practican ese “deporte extremo” que consiste en provocar al prójimo con la mentira, el acoso o el escarnio, sorteando audazmente los obstáculos legales o morales. Algunos juegan a desafiar la locura de los fanáticos, y arriesgan la vida en aras del reconocimiento mediático, tal como esos que amenazan suicidarse si nadie se lo impide.
En ese contexto quedan muy pocas cosas con las cuales no se admite jugar y menos aún que inspiren respeto. Una de esas es el Holocausto. Hay que estar muy loco para reírse de algo como eso, ya que hasta los neonazis simulan creer que nunca existió.
Al tocar este tema Stanislaw Lem, que atribuía al azar haberse salvado de la Shoah, suspende por una vez la ironía aunque mantiene la ficción del libro inexistente y escribe Provocación (1984). Este texto, donde no hay humor ni siquiera macabro, simula ser obra de un antropólogo alemán que se pregunta cómo pudo ser que tamaña aberración ocurriera en una era que creía estar definitivamente encaminado al progreso moral.
El supuesto autor recuerda que las masacres de enemigos han existido en todas las guerras, pero el genocidio justificado por “razones” ideológicas es un invento del siglo XX. De pronto esa “ética del mal” que habían imaginado Sade y Nietzsche fue puesta en práctica por una secta de mediocres, que jamás se arrepintieron y ni siquiera dejaron testimonio escrito de lo que habían hecho.
La “provocación” del título está en sostener que todo esto fue un corolario de la tan celebrada “muerte de Dios”. Cuando se dieron cuenta de que no iban a poder extirpar la religión, los nazis asumieron el rol de dioses y organizaron un monstruoso sacrificio humano: “al no poder matar a Dios, mataron a su pueblo elegido, para anular su Alianza y hacer el papel de Dios.” Por lo que sabemos, el propio Hitler pensaba algo de eso cuando, en sus charlas de sobremesa culpaba a los judíos por haber creado el cristianismo pero se cuidaba de decir lo que estaba haciendo con ellos.
Lem trata de entender a los negacionistas, incapaces de soportar la realidad, pero no exculpa a Heidegger, cometiendo un deicidio que difícilmente le perdonen los académicos.
Llegado hasta aquí con un genuino aporte a la comprensión histórica Lem no logra sostener la sobriedad, y cae en uno de esos ataques de verborragia que acababan desmereciendo a su obra. Intenta aplicar las mismas categorías al fenómeno del terrorismo y traza insostenibles analogías. Llevado por la vehemencia verbal, confunde a los incas con los aztecas y pone a la peste negra (que es una pandemia) junto a la danza macabra y el milenarismo, que son fenómenos culturales. Parecería que el uso del talento del escritor es inversamente proporcional a la fama. Cuando ésta supera cierto límite hasta al más genial de los autores se llega a creer eximido de hacer autocrítica.
- “La ciencia y la literatura” Entrevista con Krzysztof Szymborski. Revista Polonia nº 3 (259) ,1976 ↩
- Entrevista con Peter Swirski (1992) en Peter Swirski, ed. A Stanislaw Lem Reader. Evanston (Ill.) Northwestern University Press, 1997. ↩
- Estos textos, junto a las mejores entrevistas de Lem están reunidos en el libro Microworlds. Orlando (Fla.) Hartcourt Brace Jovanovich, 1986 ↩
- Cfr. The art and science of Stanislav Lem, ed. por Peter Swirski. McGill-Queen University Press, Montreal 2006 ↩