
Las historias de amor no eran demasiado populares en el mundo antiguo, y menos aún lo eran las de amor conyugal, siempre y cuando no estuvieran entretejidas en una trama dramática, como las de Héctor y Andrómaca u Odiseo y Penélope. El amor romántico recién nació con los trovadores medievales, pero nunca dejó de ser dramático: solía ser trágico y casi siempre prohibido.
La cultura clásica griega, a pesar de reverenciar a mujeres como Safo o Aspasia, era bastante misógina, quizás porque sus héroes solían preferir a los efebos. Los romanos, por su parte, honraban a la mujer como madre de grandes hombres y administradora del hogar, pero más allá de la fidelidad, no le reconocían más virtudes.
Paradójicamente, quien nos legó una de las escasas historias de amor conyugal del mundo antiguo fue el romano Ovidio, conocido por ser el autor de El arte de amar, un manual para seductores tan frívolo como irónico, que evitaba en todo momento relacionar al amor con el matrimonio.
Sin embargo, su obra maestra fue Las Metamorfosis, un largo poema épico sobre el origen de todas las cosas que Ovidio escribió a la manera de Hesíodo.1 Ovidio acabó de escribir ese libro, donde está esa historia, poco tiempo antes de que el emperador Augusto lo echara de su corte y lo desterrara a orillas del Mar Negro, donde moriría.
En Las Metamorfosis, Ovidio recopilaba todas las tradiciones mitológicas conocidas, en su mayoría de origen griego. En esa colección casi enciclopédica de mitos y leyendas había una historia de amor que por algún motivo cobró vida propia, logró sobrevivir al paso de los siglos y jamás dejó de tentar a los artistas.
La historia de Filemón y Baucis es la de dos ancianos que viven dignamente sus últimos años de vida en su cabaña de Frigia, una región que hoy pertenece a Turquía. En cierta ocasión, Júpiter y Mercurio toman aspecto humano y bajan a la Tierra para comprobar si los mortales cumplen con el sagrado deber de la hospitalidad. Acaban de recorrer las calles de una ciudad, donde han llamado a “miles de puertas” sin lograr que nadie los atendiera y deciden seguir viaje. En un valle cercano encuentran a los ancianos, las únicas personas dispuestas a recibirlos en su casa y compartir su comida con ellos. Los dioses se avienen a entrar en su cabaña de barro con techo de cañas y juncos y se sientan a su tosca mesa. Pero en medio de la cena se dan a conocer como dioses cuando milagrosamente hacen que la crátera del vino nunca deje de estar llena. Cuando los viejos se enteran de que son dioses, los reverencian y se disponen a sacrificarles ese ganso que reservan para las grandes ocasiones. Pero los Olímpicos no se lo permiten. En cambio, los invitan a acompañarlos hasta la cima de la montaña. Desde allí pueden ver que a todos los habitantes del valle se los ha llevado una inundación, de la cual sólo se ha salvado el rancho de Filemón y Baucis. Los dioses lo han metamorfoseado en un templo de mármol y oro y ellos han sido ungidos sacerdotes. Como es tradicional en los cuentos, antes de marcharse les piden que formulen un deseo. El deseo de Filemón es no tener que ver la tumba de su esposa ni que ella sea quien tenga que enterrarlo. No piden la inmortalidad pero sí no tener que sufrir la separación.
Viven felices hasta el día en que del cuerpo de él brotan ramas de roble y del de ella las de un tilo. Los dos árboles crecen con sus ramas entrelazadas, y pronto se vuelven meta de peregrinaciones.
La leyenda no es griega. Ovidio la pone en boca de un viajero que visitó Frigia, pudo ver a los dos árboles y se enteró de esa antigua tradición.
Curiosamente, la mejor prueba de la vigencia de este mito está en los Hechos de los Apóstoles2. Allí se cuenta que unos cincuenta años después de Ovidio el apóstol Pablo y su amigo Bernabé fueron a predicar a Licaonia. Se asombraron de que la gente los aclamara y quisiera ofrecerles sacrificios, porque pensaban que eran Zeus y Hermes. A Pablo le costó convencerlos de que él y Bernabé eran tan humanos como ellos, pero tuvo que explicárselo en su propia lengua.
Como cualquier relato mítico, la historia de estos santos paganos se entreteje con toda una red de símbolos. Basta recordar episodios bíblicos como el de Abraham, visitado por tres ángeles; la pareja griega de Deucalión y Pirra, sobrevivientes del Diluvio; o aquel avatar de Khrishna que se manifiesta ante Arjuna en el Bhagavad Gîta. Es la clase de mitos que satisface la necesidad de humanizar la figura de la divinidad para hacerla menos temible. Por otra parte, que alguien se convirtiera en árbol era algo bastante común en los mitos. En cuanto a las ramas entrelazadas, simbolizaban la unión de los amantes, como esos rosales que mil años más tarde crecerían sobre la tumba de los infortunados Abelardo y Eloísa.
Júpiter y Mercurio eran los griegos Zeus y Hermes: éste último conocido como Toth entre los egipcios. Si Ovidio califica a Baucis de piadosa, el nombre Filemón significa hospitalario. “Ambos son la casa”: comparten todas las tareas porque nadie es amo ni siervo del otro. Un detalle extraño en un mundo patriarcal.
El mito es algo más que un canto a la hospitalidad o al milagro de un amor perdurable. La pobreza de la pareja da la medida de su generosidad. Baucis reaviva el fuego y lo alimenta con la leña que ha puesto a secar en el techo. Filemón arma un triclinio tapizado de algas y hierbas aromáticas y nivela las patas de la mesa para los huéspedes se sientan cómodos. Pero a lo que Ovidio le dedica más espacio es a la abundancia y variedad de sus manjares rústicos. En la mesa hay guiso de cerdo, verduras, queso, huevos, aceitunas, higos, dátiles, manzanas, miel; todo, servido en platos y vasos de barro. Lo extraño es que falte el pan, algo que todos los pintores añadieron a la hora de reproducir la escena. En opinión de Jünger, esta ausencia sugiere que el mito es tan arcaico como para remitirnos a un tiempo anterior a la agricultura.
Si esto fuera un relato realista, esperaríamos que los dos viejos tuviesen hijos y nietos, pero el tema aquí es la pareja, no la familia. Cualquiera puede notar que los frutos y las verduras que llenan la mesa son de distintas estaciones del año, y difícilmente pudieran encontrarse juntos en esa época. Cualquier manual de mitología nos dice, además, que los dioses paganos no necesitaban comer, porque se nutrían de néctar y ambrosía. Pero como aquí han tomado forma humana, los dioses comparten la mesa con los viejos. Recién se dan a conocer con el milagro del vino: una escena que no deja de evocar las bodas de Caná. Una vez más, la polisemia del mito es mucho más rica que la suma de sus signos. El despliegue de alimentos simboliza la grandeza de los pobres, a quienes compartir la comida debe costarle más que a otros.
Como cualquier mito, éste resonaría distinto en cada época y encarnaría diferentes valores. Algo de eso debe haber ocurrido, porque la historia persistió a lo largo de unos veinte siglos. Fue ilustrada por varios pintores, entre ellos Rubens, y la frecuentaron escritores como Swift, Goethe, Hawthorne, Gogol y Jünger. Las inevitables mutaciones de sentido que sufrió a lo largo de la historia no hicieron más que enriquecerla.
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En tiempos modernos, uno de los primeros en retomar la leyenda de Filemón y Baucis fue Jonathan Swift, el sarcástico autor de Los viajes de Gulliver, quien se acordó de ellos cuando se encontró con que habían talado dos añosos árboles, que había en su camino.
En un breve poema3, el Deán Swift trasladó la acción de Frigia a Kent y puso a dos santos monjes en lugar de los dioses. En lugar de una choza sus viejos vivían en un cottage y en lugar del copioso menú de Ovidio servían un módico guiso. El milagro quedó reducido a su mínima expresión; una jarra que llenaban hasta el tope y nunca se vaciaba. Ante tan modesto prodigio, uno de los monjes se disculpaba: él y su compañero eran “apenas santos.”
El verdadero milagro ocurría cuando el cottage se transformaba en parroquia y Filemón era designado párroco. El espacio que Swift le asigna a la transformación de la casa en iglesia rural, equivale al que Ovidio le dedicaba a la descripción de los manjares: es todo un signo de modernización.
El anciano pasa el resto de sus días junto a Baucis, “fumando en pipa y leyendo los diarios” hasta el día en que él y ella se convierten en coníferas. Durante un tiempo atraen la atención de los viajeros; pero un día el nuevo párroco, que necesita leña para su chimenea, resuelve meterles hacha. El contexto se ha vuelto enteramente secular y burgués, lo sobrenatural se ha esfumado y lo único que perdura son los ladrillos de la iglesia. Estamos entrando en la modernidad y las siguientes versiones serán más modernas aún.
Filemón y Baucis fueron los protagonistas de una ópera que Charles Gounod estrenó en 1860. Aquí también los ancianos eran hospitalarios, esta vez con Júpiter y Vulcano. A pesar de los errores que cometían, los dioses reconocían su buena voluntad y decidían premiarlos con la eterna juventud. Pero ahora la Baucis joven era tan atractiva que se veía expuesta al acoso de Vulcano. Harta de todo eso, pedía que las cosas volvieran a ser como antes (es lo que siempre ocurre en el cuento de los tres deseos) y los dos viejos se resignaban a asumir los inevitables achaques.
¿Dónde está la modernidad en esta versión? Se diría que es el tema fáustico de la eterna juventud, que por cierto sigue más vigente que nunca, como lo muestra la publicidad de cosméticos. Pero el mito recogido por Ovidio daba para mucho más. Si alguien lo había visto era Goethe, en ese Fausto que precisamente popularizó la ópera de Gounod. Goethe se había atrevido a arrancar a Filemón y Baucis de su mundo bucólico para precipitarlos en el corazón de la revolución industrial y el capitalismo salvaje.
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Hace casi un siglo Oswald Spengler hizo mucho estruendo con su Decadencia de Occidente, el libro que identificaba a la modernidad con el espíritu “fáustico.” Al hacerlo, Spengler no estaba pensando en el Fausto de la leyenda medieval, que protagonizaba la primera parte del poema de Goethe. El Fausto “moderno” había que buscarlo en el segundo Fausto, escrito cuando los ecos de la revolución industrial ya se hacían sentir en Alemania.
En un libro notable4 Marshall Berman volvió a llamar la atención sobre esas páginas de Goethe, donde creía encontrar los primeros augurios de la modernidad. En uno de esos clásicos que ya no leen ni los estudiantes de letras, Berman descubrió una aterradora descripción de las situaciones que vivimos a lo largo del siglo XX y no han hecho más que profundizarse en lo que va del XXI. Para eso sirven los clásicos.
En los últimos capítulos del poema5, Fausto ha emprendido un titánico plan destinado a modernizar sus vastas propiedades. Pocas páginas antes, su socio, el demonio Mefistófeles, acaba de persuadir al Emperador de que la emisión del papel moneda, el endeudamiento público y hasta la inflación podían ser útiles para acumular riquezas. Ahora Fausto le ha encargado que ponga en práctica los planes que tiene para la comarca. Para satisfacer sus deseos, Mefistófeles moviliza un vasto ejército de trabajadores que con férrea disciplina, soportan duras fatigas y transforman el paisaje. Trabajando por las noches, las mesnadas fáusticas nivelan las tierras, incendian los bosques, arrancan los minerales del subsuelo, ganan tierras al mar, abren canales y construyen diques.
Cuando la sangre y el sudor ya han dejado de correr y los últimos ecos de los gritos se apagaron, Fausto sube a su panorámico mirador y se extasía contemplando sus propiedades. Imagina que pronto en esas tierras “vivirán millones, inseguros, pero libres para la acción.” Lo de “inseguros” es todo un programa.
Pero de pronto descubre que allá en las dunas, a la vera del mar y en el linde del teatro de operaciones han quedado en pie una cabaña, un jardín y una capilla. Allí viven Filemón y Baucis, nuestros viejos conocidos: Las cuadrillas no se han atrevido a echarlos porque los ancianos tienen fama de socorrer a náufragos y viajeros extraviados. A Fausto se le antoja que “los viejos de allá arriba deben marcharse (porque) aquellos pocos árboles me desbaratan la posesión del mundo.” Encima, el tañido de las campanas de la capilla no lo deja dormir. Le encarga pues a Mefistófeles que los indemnice y les ofrezca alguna honrosa vivienda en otra parte, con tal de que se vayan. Tratándose del Progreso y de gente tan inútil como esa, explica, “uno se cansa de ser justo…”
Los enviados de Fausto ofrecen dinero a los ancianos y prometen reubicarlos en una vivienda más moderna, lejos del feudo de Fausto. Pero los viejos son testarudos y se empeñan en quedarse. Justo en esos días han alojado en su casa a un náufrago a quien años atrás ya habían tenido que socorrer. A él le cuentan los planes de Fausto, a quien califican de impío, porque está destruyendo el lugar donde siempre vivieron.
Fausto le pide a su consejero que resuelva de una vez el problema del desalojo. Como buen Diablo, Mefistófeles se siente obligado a recordarle que “quien tiene la fuerza, también tiene el derecho.” Además, esa gente es incorregible; en cuanto uno se distrae, siempre vuelven a las andadas. Por eso, promete ocuparse personalmente del asunto.
Por la noche, el vigía de Fausto divisa un incendio entre las dunas. Al día siguiente, Mefistófeles se presenta para reportar que él y sus matones han allanado el lugar. Ante la desatinada resistencia de los viejos, se han visto obligados a prenderle fuego al rancho. En el incidente han muerto quemados los viejos y su huésped, pero el terreno ha sido despejado.
Fausto se horroriza, llama “monstruo” a Mefisto, lo maldice y lo echa de su despacho, pero no deja de pagarles a los matones de la cuadrilla. El diablo se marcha con una sonrisa, no sin antes recordar la historia del rey Ajab, que en la Biblia ya había hecho cosas similares. Alguien tiene que hacer el trabajo sucio…
Los Filemón y Baucis modernos se convierten así en un nuevo símbolo: son los daños colaterales que provocan los grandes cambios estructurales. Emigrantes, desplazados, refugiados, marginados y excluidos deberían venerarlos como sus santos patronos.
En sus conversaciones con Eckermann, Goethe aseguraba haber usado los nombres de la pareja mítica simplemente para darles más peso a sus propios personajes. Pero es sabido que cuando los escritores se toman el trabajo de dar explicaciones es para ocultar sus intenciones, conscientes o no. Ernst Jünger nos sugiere dónde habrá que buscarlas.
Para comenzar, es casi evidente que Goethe hace un contrapunto entre el mito clásico y el mundo moderno. A la pareja de los dioses Júpiter y Mercurio opone la de Fausto y Mefistófeles: uno encarna la voluntad de poder y el otro personifica al Mal. En la versión de Ovidio, la choza se transforma en templo. En la moderna, es consumida por las llamas, y con ella también perece el viajero, último reflejo de la presencia divina. En Las metamorfosis, mueren aquellos que violaron la ley de la hospitalidad. En el Fausto, mueren tres inocentes.
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A lo largo de los siglos, los nombres de Filemón y Baucis han seguido circulando en la literatura, si bien no siempre con referencia al mito. Baucis se llama una de las Ciudades Invisibles de Italo Calvino, pero también es el nombre que un astrónomo le puso al asteroide 172, que orbita entre Marte y Júpiter. Irónicamente, Max Frisch llamó Filemón y Baucis a una pareja de sus personajes, cuando se puso a imaginar cómo serían cuando llegaran a la vejez.
El último que los evocó con toda su riqueza simbólica en tiempos relativamente recientes fue Ernst Jünger6, quien se acordó de ellos en 1971, cuando murió una pareja de sus amigos en un terrible accidente de aviación. El hecho de que esos seres queridos no pudieran morir en paz y acabaran por ser tan sólo nombres en una seca nómina de bajas, lo llevó a especular sobre el sentido (o el sinsentido) que tiene la muerte en el mundo contemporáneo. Negar el dolor y la muerte para pintarnos un mundo donde todos son jóvenes y felices puede servir a ciertos intereses. Pero la banalización del dolor no conjura la angustia, que no deja de acumularse y estallar de maneras impensadas.
La verdad del dolor sale a luz brutalmente en circunstancias como las guerras o las pandemias, cuando las víctimas se diluyen en porcentajes antes de que tengamos siquiera tiempo de despedirlas. Jünger pone a Fausto bajo el signo de Zarathustra, el superhombre que viene a acabar con las debilidades humanas. Fausto odia a la naturaleza, y especialmente a esos árboles que le impiden dominar al mundo con la mirada. De haber conocido el cemento, lo hubiera usado para cubrir ese jardín. En el lenguaje mítico, el árbol simbolizaba más que el individuo, porque sus raíces se hundían en el pasado y su copa se abría a la posteridad. Convertirse en árbol no era la inmortalidad, pero servía para aceptar la finitud y aliviar la despedida. Lo que deseaba Fausto, en cambio, era acabar con la historia y dominar la imprevisibilidad del futuro.
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Imaginar a Filemón y Baucis en el mundo actual es una tarea ardua. Sin duda no vivirían en un bosque, porque las topadoras ya lo habrían arrasado. Quizás estarían en algún barrio de emergencia, lejos del Faust’s Spa and Resort de la playa, donde se alojan los turistas que llegan cargados de las selfies que se han sacado en lugares remotos. Los únicos viajeros extraviados que podrían asistir serían esos refugiados, que vienen huyendo de algún infierno y sólo atinan a afrontar la humillación.
Por un efecto no deseado de la medicina moderna, cada vez hay más ancianos, que son una penosa carga económica para el erario público. Desde lo alto de alguna torre inteligente, Mefisto ya estará pensando una solución final para ellos, aunque la epidemia ayuda.
El amor duradero tiene hoy muy mala prensa, porque se acostumbra vincular al matrimonio y a la familia con el acoso y la violencia, y hasta la propia heterosexualidad parece algo anticuada. Puede que esta crisis y aquellas otras que cabe esperar de los ataques a la naturaleza que nosotros mismos hemos puesto en marcha, nos obliguen a redescubrir muchas de las cosas que nos han enseñado a despreciar. En una nueva versión posible del antiguo mito, quizás veamos árboles que se conviertan en personas.
- Publio Ovidio Nasón. Metamorphoses-Metamorfosis. Trad. de Antonio Ruiz de Elvira. Barcelona, Ed. Bruguera, 1983. Canto VIII ↩
- Hechos, III, 14-11-18 ↩
- Jonathan Swift, “Baucis and Philemon” (1709) Blackmask online, 2001 ↩
- Marshall Berman, Al That Is Solid Melts into Air. The Experience of Modernity, New York, Penguin Books, 1982 ↩
- Goethe, Fausto. Trad.: J.Roviralta Borrell. Madrid, Ediciones de la Universidad de Puerto Rico. Madrid, Revista de Occidente, s/d. Segunda parte, acto V. ↩
- Ernst Jünger. Filemone e Bauci.La morte nel mondo mitico en el mondo tecnologico (1979). Trad. Alessandra Iadicicco. Milán Guanda 2018. ↩