
Hasta aquí cualquiera habrá notado que la mayoría de los conceptos que permiten definir al trans-humanismo provienen de la ciencia ficción, donde se cultivó el imaginario del Progreso antrópico. Los términos clave del mundo virtual (ciberespacio, Homo+, singularidad, metaverso, avatar, etc.) fueron acuñados por la ciencia ficción, uno de los campos donde mejor se puede apreciar la transición de la matriz antrópica a la alogénica.
El puente entre la New Age y el transhumanismo lo tendió el ciberpunk, una corriente renovadora de la ciencia ficción que tuvo su auge hace unas décadas. El mensaje tecnófilo del ciberpunk consiguió captar a una nueva generación que era tan adicta a la computación como la anterior había sido a la psicodelia, cuando no a ambas.
El Ciberpunk fue una atractiva propuesta con la cual por un tiempo todos los escritores quisieron identificarse. Sus propios creadores fueron los primeros en tomar distancia en cuanto vieron que ese rótulo se estaba usando indiscriminadamente. La nueva receta cyberpunk incluía una tecnología casi mágica, personajes al estilo del policial noir y un clima de acción vertiginosa. El futuro había dejado de ser atractivo; ahora era presentado como algo sórdido, pero su propia inevitabilidad lo volvía fascinante. La New Age no había logrado reencantar al mundo, pero había hecho mucho para debilitar el consenso que estaba en la base de nuestra fe en el progreso.
El futuro había dejado de ser atractivo; ahora era presentado como algo sórdido, pero su propia inevitabilidad lo volvía fascinante.
Los misterios del espacio cósmico ya había quedado en manos de los astronautas, y la fantasía estaba necesitando un nuevo mundo, donde la ficción no dependiera de las leyes físicas: el mundo virtual era su tierra prometida. Desde que la ciencia ficción se había conquistado un espacio propio en cine la tecnología de los efectos especiales la había convertido en un circo de maravillas donde todo podía ser creíble.
El ciberpunk nació con la explícita bendición de Timothy Leary, el gurú de la New Age. En uno de sus últimos libros (Chaos and Cyberculture, de 1994) Leary anunciaba que estábamos viviendo “el pasaje de Aquaria a Cyberia,” el tránsito del mundo espiritual al digital, de la New Age al Transhumanismo. Uno de los posthumanistas actuales es Giulio Prisco, quien propone recorrer el camino inverso, esto es de lo digital a lo espiritual. Prisco no deja de rendir homenaje a la generación hippie (cuyo gurú era Leary) a la que consideraba su precursora.
Considerando la heterogeneidad de las opuestas matrices de las cuales provienen el tránsito de Acuario a la Singularidad no sería un proceso lineal ni continuo.
A un siglo de Nietzsche, el avance de la secularización parecía ser la mejor prueba de la “muerte de Dios”, entendida en el sentido de la menguada adhesión que ahora despertaban las grandes religiones históricas. La implosión del bloque soviético también parecía anunciar la muerte de las ideologías, esas intolerantes religiones seculares que habían ensangrentado al siglo XX. El descrédito de las ideologías no dejaba de erosionar el prestigio filosófico del Hombre, el sujeto que todas ellas solían invocar al modo de una divinidad. En 1966 Foucault había escrito un epitafio para ese Hombre y ese mismo año Hannes Halfvèn ironizaba con que nos aguardaba un destino de mascotas.
El naciente ecologismo estaba mostrándonos con crudeza cómo la Naturaleza, esa divina Gaia que todos habíamos imaginado invencible, se batía en retirada frente a una impiadosa tecnología.
El secularismo, que parecía llamado a acabar con las religiones diluyéndolas en la indiferencia, tampoco atinó a ofrecer un nuevo sentido para la vida. El vacío que produjo la ausencia tanto de la religión institucional como de cualquier otra espiritualidad, no tardó mucho en llenarse de una multitud de efímeras religiones y sectas que por unos instantes nos deslumbraron con su brillante pirotecnia, pero no tardaron en agotarse.
En ese clima de desconcierto algunos volvieron los ojos al cielo, renunciaron a la epopeya de la conquista del espacio y por un momento creyeron que serían rescatados por unos extraterrestres tan sobrehumanos como benévolos. Nuestro planeta estaba a punto de destruirse, pero a último momento los extraterrestres nos evacuarían. Hubo varias sectas suicidas cuyos adeptos llegaron a inmolarse con esa idea. Para otros, sería el propio Dios quien arrebataría a los cielos a sus elegidos. Ahora el Arrebato y el Contacto con los alienígenas parecían heredar las promesas de la Era de Acuario.
El Contacto nunca se produjo y la historia tampoco acabó con la caída del Muro. En un mundo que había dejado de confiar tanto en Dios como en el Hombre, la tecnología era lo único que cumplía sus promesas. Eclipsados el Mutante y el E.T., todavía nos quedaba el Robot. Era hora de que dejáramos de resistirnos a la tecnología, porque de ella sería el nuevo mundo. El ciberpunk iba a ser el portal del transhumanismo.
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Cuando la ciencia ficción estaba en sus comienzos, buena parte de sus lectores eran estudiantes de ciencias e ingeniería o técnicos que trabajaban en la industria. Entre los que escribían ciencia ficción, no había tantos científicos profesionales, y cuando alguno de ellos lo era sus editores nunca dejaban de pregonar sus títulos, como garantía de seriedad: Gernsback era radiotécnico, E.E. Smith y J. W. Campbell ingenieros, Asimov químico, Anderson físico y Oliver antropólogo.
Más tarde cuando algunos editores sagaces decidieron abrir sus puertas a una temática más humanista, atrajeron a un público con mejor gusto literario que era mucho menos exigente en cuanto a solvencia científica. Para los lectores de Bradbury, Sturgeon o Simak el rigor científico ya no importaba tanto. En el caso de autores como Philip K. Dick o J. G. Ballard todos sabían que la jerga seudocientífica no era más que retórica, pero no era ciencia lo que buscaban.
A pesar de esos cambios, el público más fiel y estable siguió siendo el que tenía una orientación tecnocientífica. Así lo reconocían los editores, que nunca descuidaron la línea hard y siguieron abasteciendo al sector con textos de esa orientación.
Cuando se puso en marcha la revolución informática, a la audiencia del género vino a sumársele buena parte de ese enorme sector de la población que trabajaba, se entretenía o navegaba con las computadoras: estudiantes, técnicos, programadores, diseñadores, hackers, teletrabajadores y hasta ciber-delincuentes.
El ciberpunk fue la nueva propuesta con la cual los editores se propusieron captarlos para el género; su imaginario les permitiría mitificar su propio mundo cotidiano. Agotadas las posibilidades del espacio cósmico, nacían los infinitos mundos virtuales, donde todo dependía de una tecnología con propiedades prácticamente mágicas.
El Otro Plano de Vernon Vinge, el ciberespacio de William Gibson y el Metaverso de Neil Stephenson encerraban unas promesas que la ciencia no podía refutar, porque todos eran mundos de ficción y cada cual podía elegir la suya, porque ninguna tenía contacto con el mundo real.
El paso siguiente lo dieron los juegos digitales, un género que no conocía antecedentes, porque a diferencia del cine y la literatura, corporizaba los mundos imaginarios y permitía visitarlos e interactuar con sus habitantes.
El éxito del Neuromancer (1984) de Gibson se debió a que fue el primer escritor en hablarle a una nueva generación que estaba esperando precisamente eso. Cualquier hacker, profesional o aficionado, podía identificarse con los cowboys de Gibson y sentir que el ciberespacio era su patria. En Snow Crash (1992) de Neil Stephenson, el mundo virtual se llamaba Metaverso, un nombre con el tiempo llegó a ser una marca comercial. Los personajes de Stephenson podían salir de un mundo real bastante sórdido para ir a correr aventuras en un mundo virtual más sórdido aún.
En Snow Crash (1992) de Neil Stephenson, el mundo virtual se llamaba Metaverso, un nombre con el tiempo llegó a ser una marca comercial. Los personajes de Stephenson podían salir de un mundo real bastante sórdido para ir a correr aventuras en un mundo virtual más sórdido aún.
Todavía faltaba dar el paso que llevaría al Transhumanisimo, que sería una suerte de religión salvífica con algo de filosofía y mucho de utopía. Si la Cienciología había sido la primera religión nacida de la ciencia ficción, el transhumanismo sería la primera ideología de ese origen.
La historia nos muestra que en cualquier cultura siempre hay interacciones entre la ficción y la realidad. Según el llamado Teorema de Thomas, si algo llena la imaginación, aunque sea ficticio, provoca las mismas reacciones que si fuera real. De ese modo, las ficciones literarias siempre se proyectaron sobre el mundo real. Las utopías nos dieron el urbanismo, el romanticismo, el nacionalismo y la fe en el Progreso. Cuando se trató de ponerle nombres a unas tierras desconocidas, los navegantes eligieron nombres como California, Amazonia o Patagonia, los países fabulosos que estaban en las novelas de caballerías. Como los protagonistas de esas ficciones, se extraviaron en busca de quimeras como Eldorado, la Fuente de Juvencia o la Ciudad de los Césares. Aún no hemos llegado a Marte, pero ya su geografía está llena de nombres terrestres, muchos de los cuales pertenecen a personajes ficticios.
La historia nos muestra que en cualquier cultura siempre hay interacciones entre la ficción y la realidad. Según el llamado Teorema de Thomas, si algo llena la imaginación, aunque sea ficticio, provoca las mismas reacciones que si fuera real.
A los nerds de hoy parece haberles ocurrido algo parecido. Terminaron soñando que del otro lado de la pantalla habría un mundo virtual adonde podrían evadirse de sus vidas grises, y se hicieron adictos los videojuegos y sus universos. Muchos llegaron hasta a sentirse incómodos con sus cuerpos, aunque más no sea porque cada tanto los obligaban a salir de sus paraísos para atender las necesidades fisiológicas. Sin que lo supieran, sufrían la misma enajenación de la cual se quejaban los gnósticos hace dos mil años.
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El Transhumanismo se gestó en un medio social donde escritores, divulgadores y desarrolladores de tecnología eran a menudo las mismas personas. La propia ciencia ficción ya había empezado a ser algo más que una literatura: hoy forma parte de un continuo de tecnonarrativas, junto a las semi-ficciones (la pop science), la divulgación y el periodismo científico. En algún punto hemos saltado del entretenimiento a la ideología y pasamos de la búsqueda de evasión a la necesidad de trascendencia.
Para apreciar la distancia que separa a la ciencia ficción campbelliana del ciberpunk, basta comparar los textos del género que les recomendaban leer a los tecnólogos de los años Cincuenta con los autores que frecuentaría la generación siguiente. Esto nos permitirá apreciar que la distancia que media entre H.G. Wells y la ciencia ficción clásica no es tan grande como la que separa a los autores de la Edad de Oro de los ciberpunks.
Cuando todavía era preciso convencer al público y la crítica de que la ciencia ficción era algo más que una lectura juvenil, nunca se dejaba de recordar que los estudiantes de diseño del MIT eran invitados a leer y discutir el cuento “Superioridad” (1951) de Arthur C. Clarke.[1] Su autor era un reconocido astrofísico cuyas ficciones nunca dejaban de tener una buena carga de didáctica y eso justificaba su inclusión en la bibliografía.
El cuento en sí no era una fantasía de omnipotencia ni giraba en torno a una cuestión científica. Era una reflexión pragmática, un caso de estudio destinado a motivar la discusión y de ese modo contribuir a flexibilizar el criterio de los futuros profesionales.
“Superioridad” nos presentaba a dos imperios galácticos empeñados en una guerra interminable. El más poderoso soñaba con aniquilar al enemigo en cuanto pudiera contar con el Arma Definitiva. Pero cada vez que sus técnicos probaban una nueva arma, ésta siempre terminaba haciéndole daño a sus propias fuerzas. El enemigo, en cambio, seguía una política coherente, desconfiaba de las soluciones milagrosas. Él era el que terminaba ganando la guerra, no por ser superior sino por ser consciente de su inferioridad. La moraleja hubiera podido ser la frase de Voltaire: “lo mejor es enemigo de lo bueno.”
Treinta años más tarde. el ingeniero Hans Moravec dirigía el Mobile Robot Laboratory de la universidad Carnegie Mellon, que trabajaba al servicio de la NASA y las fuerzas armadas. Moravec hacía circular entre estudiantes y profesores un libro que consideraba de lectura imprescindible: la novela True names (1981) del matemático Vernon Vinge. El libro era inhallable, pero cualquiera podía conseguir una fotocopia en la oficina de Moravec. True names estaba dedicado al matemático Marvin Minsky, quien en la entrega de los Premios Nebula 1976 no perdió la ocasión de recomendar calurosamente que lo reeditaran.
True Names era casi lo opuesto del cuento de Clarke, pero tampoco hablaba de tecnología, sino que la daba por supuesta. Era un relato de aventuras que transcurría en un mundo virtual llamado Otro Plano, creado por un grupo de programadores que lo usaban como base para operar en el mundo real.
El Otro Plano era muy parecido a un videogame de swords & sorcery. Los avatares de sus creadores eran unos brujos (warlocks) con aspecto de superhéroes de historieta, que respondían a nombres como Mr. Slippery, Erithrina y Robin Hood. Si alguien llegaba a descubrir cuál era su identidad hubieran perdido todo su poder, al igual que los magos: de allí, el título de Nombres verdaderos. Los warlocks le disputaban al Estado el control de la información, pero para conseguirlo antes tenían que derrotar a The Mailman, una personalidad virtual creada por los servicios de espionaje que hacía tiempo actuaba por su propia cuenta.
En el mundo físico, nadie sospechaba quiénes eran los hechiceros y dónde estaban: Slippery era un escritor que vivía en una cabaña de troncos y Erithrina una anciana inválida que se escondía en el corazón de un barrio de mala fama. Pero en el Otro Plano ellos eran “como los dioses de antaño” y tenían el poder, la belleza y la juventud de los dioses. Ellos podían manipular al mundo real a su antojo porque eran los que mejor sabían navegar en sus océanos de datos.
Minsky, el promotor de la novela, era una figura tan importante como Moravec en el campo de la inteligencia artificial. Todo lo que Vinge presentaba como ficción, Minsky prometía realizarlo a corto o mediano plazo. Eso es lo que aseguraba en su libro The Society of Mind (1986): lo mismo decía Eric Drexler en Engines of Creation, que apareció en el mismo año. Luego vendrían Mind Children (1988) de Hans Moravec y The Age of Intelligent Machines (1990) de Ray Kurzweil; con ellos se completaría el relato trans-humanista.
Veinte años después (una eternidad, hablando la informática) el texto de Vinge fue reeditado en un volumen donde aparecía junto a varios ensayos teóricos[2] en los cuales los expertos lo aclamaban como pionero del ciberespacio e iniciador de una nueva era. En ningún momento se hablaba de literatura (la novela de Vinge tenía muy poco de eso) pero sí de futurología. Minsky sostenía, fiel el conductismo de Skinner, que nuestra personalidad no era más que una suma de procesos sin un sujeto explícito. La gran pregunta que dejaba abierta era: “¿Las personas simuladas serán sólo artefactos parecidos a su modelo humano o podrán ser genuinas extensiones de los humanos reales?
Para ese tiempo Vinge ya había sido reconocido como uno de los teóricos más importantes de la inteligencia artificial. En 1993, hablando en un simposio de la NASA, expuso por primera vez el concepto de Singularidad. El término había sido creado por los astrofísicos para designar al centro de los agujeros negros, el punto en el cual pierden vigencia las leyes de la física. La Singularidad posthumana sería un salto cualitativo: la aparición de una máquina consciente de inteligencia superior a la nuestra, que según estimaba ocurriría hacia 2023. Minsky también se apropió el sello Humanity+, que luego pasó a ser el emblema del transhumanismo. Lo tomó de la novela Homo Plus (1976) de Frederik Pohl, a quien no dejaba de ensalzar como uno de los mayores filósofos del siglo XX.
La Singularidad posthumana sería un salto cualitativo: la aparición de una máquina consciente de inteligencia superior a la nuestra, que según estimaba ocurriría hacia 2023.
Basta echarle un vistazo a las lecturas que recomendaba Minsky para entender qué pretendía ilustrar cuando usaba la ciencia ficción como tema de discusión; quizás nos sorprenda volver a encontrarnos con clásicos como Frederik Pohl y Arthur C. Clarke.
Homo + de Pohl es la historia de un ciborg que crean los Estados Unidos para calmar las tensiones de un mundo al borde del colapso. Si logran adaptar un ser humano el impiadoso clima de Marte, los EE.UU. recuperarán algo de su prestigio y evitarán la guerra. Para eso tendrán que modificar un cuerpo humano para hacerlo capaz de respirar la tenue atmósfera marciana y de paso, dotarlo de órganos artificiales, que le darán nuevos poderes.
Tras inmolar a varios voluntarios, los científicos logran crear un monstruo bio-mecánico que puede vivir en Marte, aunque ya es escasamente humano. Roger Terraway ha sufrido la ablación de los genitales, le han implantado órganos electrónicos y viene de pasar por un calvario de intervenciones quirúrgicas.
En este punto el narrador, que hasta el momento era una voz impersonal se nos presenta como la Máquina Inteligente. Es el vocero de una red mundial de computadoras que hace tiempo han cobrado conciencia y manejan secretamente a los humanos. La Máquina ha decidido llevar a cabo ese proyecto porque teme sucumbir en la guerra nuclear que se avecina. Piensa preservar sólo a los pocos seres humanos que requiere para su mantenimiento, para luego abandonar la Tierra a su suerte. La novela también se cierra con una pregunta: si las máquinas manipulan al hombre, ¿quién las manipula a ellas?
El Homo + de la novela no es un superhombre; apenas una suerte de Frankenstein 2.1. Al igual que el monstruo de Mary Shelley, es un ser infeliz y digno de lástima. Como premio consuelo le darán unos genitales biónicos y una compañera tan monstruosa como él, con la cual se irán a vivir a Marte. La idea no es pues superar al hombre sino deshumanizarlo y diezmar la especie, para que haya paz en un mundo de robots y de ciborgs.
Como lectura apologética, más recomendable hubiese sido “Encuentro con Medusa” de Arthur Clarke (1971), donde un inválido convertido en ciborg es el primer humano que logra hacer contacto con los habitantes de Júpiter y se gana un sitio de honor en la historia.
En su lugar de un relato de ese estilo, Minsky recomendaba “El túnel debajo del mundo” (1955) de Pohl. Aquí los personajes descubrían que estaban muertos: sus mentes habían sido implantadas en unos mini-robots que vivían en una maqueta de la ciudad para que los científicos estudiaran sus hábitos de consumo y sus opiniones políticas. Pero este Truman Show en miniatura tenía más de denuncia que de apología. Pohl se había formado en la izquierda y era un duro crítico del mundo de la publicidad, en el cual había trabajado varios años. El otro texto elegido por Moravec era la novela The City and the Stars (1956) de Arthur C. Clarke. La elección parecía más atinada, porque allí ya se hablaba de mundos virtuales y avatares de los personajes. Para entonces se había hecho posible “guardar en cristales mediante cargas eléctricas” toda la personalidad humana para “reencarnarla” una y otra vez en cuerpos sintéticos. Pero lo esencial de esta novela tampoco eran las anticipaciones tecnológicas sino un contrapunto entre dos utopías: una urbana y transhumanista, y otra rural y ecologista. Los transhumanistas de hoy, que aspiran a mejorar indefinidamente al cuerpo humano y hacerlo inmortal, están más cerca de la segunda. En cambio, los post-humanistas que sueñan con arrancarnos del mundo biológico estarían mejor representados en la primera.
[1] A.C.Clarke, “Superiority”, The Magazine of Fantasy &Science Fiction, agosto 1951
[2] True Names and the Opening of the Cyberspace Frontier, ed. By James Frenkel, Tor, New York 2001
Este artículo pertenece a mi último libro:

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