La puerta giratoria del hotel aún no había acabado de detenerse, pero el escritor ya estaba paseando la mirada sobre los floreros de peltre, las mustias palmas y los rostros de los pasajeros que se aburrían en los pomposos sillones del lobby.
El escritor había acudido al hotel atraído por el angustioso llamado de una persona a quien sólo conocía por los diarios. Se trataba de un abogado indio que había pasado tres años en la cárcel por un anónimo que lo acusaba de cometer misteriosas mutilaciones rituales de ovejas, vacas y caballos. Era la clase de tropelía que hoy se atribuye a los extraterrestres, pero en el Birmingham de 1907 bastaba con ser descendiente de parsis (“los adoradores del fuego” de Bombay) para ser sospechoso.
Gracias a un petitorio firmado por diez mil ciudadanos que creían en su inocencia, George Edalji estaba en libertad, pero no había recuperado su buen nombre. El indio pensaba que llamando la atención de un conocido autor lograría que la prensa lo desagraviara.
El escritor recorrió con la mirada a toda la gente que había en el lobby, y en un instante supo cuál era Edalji. No era difícil reconocerlo por su tez oscura pero el escritor no se limitó a eso: tuvo la certeza de que era inocente.
El hombre estaba leyendo el diario, y lo sostenía muy cerca de los ojos; hasta parecía leerlo de costado. Era un miope con fuerte astigmatismo, infirió el escritor, que había sido médico. Precisamente la clase de persona que nunca hubiera podido cometer los crímenes que se le imputaban y encima ingeniárselas para eludir a Scotland Yard.
Con la intervención del novelista, George Edalji fue rehabilitado: un siglo más tarde lo inmortalizó la novela Arthur & George (2005), de Julian Barnes. Otro inocente llamado Oscar Slater también salió en libertad cuando el mismo novelista logró esclarecer el homicidio del cual lo habían acusado.
Eran casos reales, dignos de Sherlock Holmes. Como que el escritor de quien hablamos era nada menos que Sir Arthur Conan Doyle.
En las “deducciones” de Holmes (que, en rigor, eran inferencias) triunfaba ese racionalismo científico-policial que inauguró el Auguste Dupin de Edgar Allan Poe y culminó con el Hércules Poirot de Agatha Christie, antes de que la novela negra impusiera personajes más violentos.
Hasta aquí, todo era más que previsible. La mente lógica y la capacidad de observación de Conan Doyle triunfaban tanto en la realidad como en la ficción.
De no ser porque trece años más tarde el mismo escritor cayó víctima de una burda estafa y anunció al mundo que tenía en sus manos pruebas de la existencia de las hadas, fotografiadas por dos adolescentes de Yorkshire.
Sería fácil decir que para entonces Conan Doyle estaba senil, pero contaba apenas sesenta años y con las leyes actuales ni siquiera lo hubieran dejado jubilarse. Tan poco caduco estaba, que hasta el fin de sus días siguió escribiendo y publicando.
¿Qué le había ocurrido para que abdicara de la actitud crítica de Sherlock y se dejara dominar por el crédulo Watson, como irónicamente observó Chesterton?
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Arthur Ignatius Conan Doyle (1859-1930) era hijo de un burócrata aficionado a la pintura, alcohólico y depresivo. Siendo adolescente lo encerraron en un asilo; logró escapar, lo atraparon y volvieron a recluirlo.
El Dr. Brian Waller, un pensionista que era amante su madre, hizo de padre para él, lo ayudó a estudiar y lo orientó hacia la medicina. Arthur estudió en Edimburgo, donde conoció al Dr. Bell, un profesor reconocido como un maestro del diagnóstico, que le sirvió de modelo para Sherlock Holmes.
Trabajó dos años como médico a bordo de barcos mercantes y de un ballenero. Con lo ahorrado se casó e instaló su consultorio en Portsmouth. Para redondear sus ingresos, comenzó a escribir historias policiales, con tanto éxito que en 1891 pudo dejar la medicina.
A comienzos del siglo XX, la Corona británica quiso desembarazarse de esos colonos bóers de Sudáfrica que, como bien saben los lectores de H. Rider Haggard, habían hecho el trabajo sucio de echar a los zulúes de sus tierras. Inglaterra emprendió contra los bóers una guerra feroz. Conan Doyle se enroló como médico y trabajó en el hospital militar de Bloemfontein. El título de “Sir” con el cual lo conocemos, no le fue concedido por sus novelas ni por su desempeño militar sino por el libro sobre la guerra bóer que escribió en defensa de Inglaterra, acusada de cometer atrocidades y montar los primeros campos de concentración.
Su entrega a la causa patriótica lo llevó a enfrascarse en una polémica con George B. Shaw, quien había puesto en duda el heroísmo del capitán y los tripulantes del Titanic. Con el mismo entusiasmo, cuando estalló la primera guerra mundial trató de enrolarse en la Marina, pero lo rechazaron por su edad. Una de sus propuestas (equipar a los marineros con salvavidas inflables) fue aceptada por el Almirantazgo, pero sus advertencias sobre la guerra submarina sólo las tuvo en cuenta el joven Winston Churchill. Con todo, se las ingenió para escribir seis tomos sobre La campaña británica en Francia y en Flandes.
Si bien su fama se la dio la novela policial, también incursionó en la ciencia ficción, con novelas como The Poison Belt (1913) y The Lost World (1912). Pero, sin duda, su peor performance fue el affaire de las hadas, al cual se entregó con tanto entusiasmo como ingenuidad.
Sherlock en el país de las hadas
La familia de Doyle era católica, y Arthur había estudiado en un colegio jesuita. Pero al llegar a la edad adulta renunció a cualquier posible padrinazgo eclesiástico y se confesó agnóstico.
De hecho, su agnosticismo era bastante peculiar, porque desde los 22 años asistía a sesiones espiritistas. Por entonces, el espiritismo seducía a la clase culta, después que las hermanas Fox de Hydesville (New York) anunciaron que podían recibir mensajes de los muertos, por medio de unos golpes secos en su mesa conocidos como raps. Para 1855, las hermanas tenían dos millones de creyentes.
En 1888 Margaret Fox confesó públicamente que producía los raps haciendo crujir los dedos de los pies y el movimiento decayó, pero muchos se resistieron a admitir el fraude. Entre ellos, el imperturbable Conan Doyle, quien declaró que “nada de lo que ella diga puede cambiar mi opinión.”
El espiritismo resurgió después de la Guerra Mundial, cuando la gente que había perdido sus hijos estaba dispuesta a pagar cualquier precio por comunicarse con ellos.
Junto al culto espiritista, crecía su versión científica, la llamada Investigación Psíquica. En 1893, Conan Doyle adhirió a la Society for Psychical Research, donde revistaban nada menos que Lord Balfour, futuro primer ministro, el filósofo William James, el biólogo Alfred Russel Wallace y los físicos William Crookes y Oliver Lodge.
Doyle participó en numerosas sesiones pero ni siquiera los mejores hipnotizadores lograron ponerlo en trance. Cuando la Sociedad lo envió a investigar una casa encantada, todavía tenía reservas, pero se quebró al descubrirse un cadáver enterrado bajo el piso, que parecía explicar todas las apariciones fantasmales.
En 1916 Doyle hizo pública su adhesión al espiritismo. Harry Price, un aguafiestas que se había hecho famoso desenmascarando a médiums fraudulentos, lo describió como el más crédulo de cuantos espiritistas había conocido: “un gigante intelectual con corazón de niño.” Años después Doyle conoció Harry Houdini, “el rey de las fugas” y lo vio como un gran médium. El mago era bastante escéptico y hasta le ofreció revelarle sus trucos; entonces Doyle lo invitó a participar de una sesión espiritista que realizaría en su propia casa.
Houdini acababa de perder a su madre y estaba especialmente sensibilizado. Presenció la séance durante la cual Lady Jean, la mujer de Conan Doyle, escribió unas quince páginas que le dictaba el espectro de la madre de Houdini. Pero el mago no quedó conforme, porque el fantasma las había escrito en inglés, y la difunta sólo hablaba en idish… Benévolamente, Conan Doyle le explicó que el contacto entre el mundo de los vivos y los muertos producía un efecto natural de traducción. Sin duda, sería mucho más eficaz que los traductores automáticos de Internet.
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En el número de diciembre de 1920 del Strand Magazine, la revista que publicaba las aventuras de Sherlock Holmes, Conan Doyle hizo sensacionales revelaciones acerca de esas hadas, elfos y gnomos que pueblan los bosques ingleses.
El artículo presentaba cinco fotos que habían sacado en el verano de 1917 dos niñas de Cottingley, que aparecían acompañadas por varias hadas y hasta por un gnomo. Las dos primas, Frances Wright y Elsie Griffiths, de 10 y 16 años respectivamente, habían logrado registrar sus imágenes con una cámara Kodak. Un conferencista llamado Edward L. Gardner se las había entregado a Doyle. Un teósofo llamado Hodson también decía haber visto a las hadas, pero aclaraba prudentemente que sólo posaban para criaturas inocentes como las niñas.
Doyle amplió la historia en el libro El regreso de las hadas (1922) y en los dos volúmenes de su Historia del espiritismo (1916) dio a conocer nuevas fotos. Ahora, su proveedor era un tal Boursnell, un fotógrafo que hacía retratos por encargo: al revelarlos solía descubrir a figuras como Julio César oculto detrás de un coronel o Miguel Angel palmeando el hombro de un mediocre pintor.
Desde el punto de vista estético, las fotos de Frances y Elsie eran notables, pero como fraude eran bastante burdas. Cualquiera podía darse cuenta de que las hadas eran figuras de papel colgadas de las ramas o puestas frente a la cámara. Las chicas aparecían posando, con la mirada perdida, como si no estuvieran viendo a las hadas, que tenían una iluminación totalmente distinta. La imagen de una cascada aparecía bastante borrosa, pero la de las hadas parecía tener luz propia. En otra foto, el perfil de la modelo aparecía fuera de foco, pero no así el del hada. El gnomo se parecía a Pinocho, pero las hadas iban peinadas a la moda y vestidas como las modelos de un pintor prerrafaelista. Cuando volaban, sus alas no aparecían borrosas, como se hubieran visto de haber estado en movimiento.
En esa época, el truco fotográfico recién estaba naciendo. Conan Doyle pidió dos pericias técnicas y obtuvo respuestas contradictorias. Los técnicos de Kodak certificaron que no había existido doble exposición ni manipulación de los negativos, aunque prudentemente hicieron constar que ellos también podían hacerlo. En cambio el experto Harold Snelling juró que eran genuinas y hasta llegó a calcular que las hadas batían sus alas a una velocidad de 1/50 a 1/100 seg., como si fueran colibríes.
Las fotos alcanzaron una gran popularidad entre los amantes de lo oculto, y el libro de Conan Doyle no dejó de reeditarse desde entonces. En 1975, en una entrevista de la BBC, la anciana Elsie Griffiths se mantuvo en la ambigüedad cuando dijo que esas imágenes eran “fruto de su imaginación.” Todo acabó cuando se descubrió que las figuras habían sido copiadas de las ilustraciones que Claude Shepperson había hecho para un libro infantil de 1915. Curiosamente, en el libro había un cuento de Conan Doyle.
En 1982, la ya octogenaria Elsie confesó que todas las fotos (¡menos una!) eran trucadas. Pero los espiritistas dijeron que debía estar senil o bien podía haber sido sobornada.
El efecto Barnum
El famoso empresario P.T. Barnum aseguraba que su circo podía ofrecer “algo a la medida de todos”. El psicólogo Paul Meeh propuso llamar “efecto Barnum” o “convalidación subjetiva” a la actitud de quien interpreta datos ambiguos en función del deseo. Cuando alguien está predispuesto a ver algo que satisfaga sus expectativas, tendrá menos defensas que otro para dudar de cualquier prueba por dudosa que sea.
Así como cualquiera puede descubrir aciertos en el horóscopo, que es ambiguo por definición, también han existido científicos, es decir personas entrenadas para el pensamiento crítico, que creyeron ver canales marcianos, homúnculos, rayos N o el planeta Vulcano. Reproducir las experiencias y observaciones por terceros no comprometidos sigue siendo una sabia práctica.
Conan Doyle cayó en la trampa de Barnum en cuanto las poderosas defensas de que gozaba su detective de ficción comenzaron a ceder bajo los embates de la vida.
Había ingresado a la Sociedad Psíquica cuando murió su padre y a su mujer le diagnosticaban tuberculosis. Pero todavía le quedaban fuerzas como para resolver casos como los de Edalji y Slater.
Pero cuando acababa de adherir al espiritismo, su hijo Kingsley murió en el frente y su hermano Innes de-sapareció. En 1921, cuando ya andaba entreverado con las hadas, su segunda esposa descubrió que era capaz de hacer escritura automática y recibir mensajes del más allá. Las novelas que escribió en esos años, como El país de la niebla (1926) y las historias del Profesor Challenger ya estaban totalmente dominadas por el ocultismo.
El veterano escritor estaba en las peores condiciones para resistir un fraude. Su madre lo había criado contándole historias de caballeros andantes. Había creído ciegamente en la misión del Imperio Británico y en la Carga del Hombre Blanco. Bien podía creer en las hadas, que le resultaban vagamente conocidas, como que las había visto en un libro olvidado. Todo esto, si no queremos poner en duda su buena fe.
Pero la credulidad no murió con él y los medios hicieron todo lo posible para multiplicarla, mucho antes de que existiera el Photoshop. Con el tiempo, las fotos trucadas llegaron a emular a las reales. La oferta creció, desde los monstruos lacustres y los platos voladores hasta los falsos documentales y noticieros.
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