En la Biblia (I Sam.28) encontramos un episodio que no deja de sorprendernos. El escriba se limita a relatarlo sin emitir juicio, quizás porque lo que allí se muestra no es la conducta ejemplar que cabría esperar de uno de los reyes más famosos, sino todo lo contrario. Es la flagrante contradicción de un hombre que en un momento de debilidad viola las normas que dice defender, y por cuyo incumplimiento suele castigar en sus súbditos. Más aún: al rey ni siquiera Dios se molesta en castigarlo, porque ya lo ha abandonado.
Por cierto, no causa demasiada sorpresa enterarnos de que hace tres mil años los gobernantes ya se permitían hacer todo lo que estaba prohibido para la gente común. Pero lo que está en juego en este caso es algo más que la transgresión de un poderoso.
El protagonista de la historia es el rey Saúl, que está pasando por el peor momento de su vida, y enfrenta la posibilidad de ser derrotado por los filisteos. En su desesperación, lo único que se le ocurre es pedir consejo al espíritu de Samuel, que ha muerto tiempo atrás.
Lo que hace más sorprendente este episodio es el hecho de que la Biblia está llena de condenas a la necromancia. Hasta llegar al libro de Daniel, que es relativamente reciente, la Biblia ni siquiera habla de una vida más allá de la muerte. Esta actitud se explica por la necesidad que sentían los hebreos de diferenciarse de los cananeos, que eran supersticiosos y adictos a las prácticas mágicas. Saúl había sido uno de los que más implacable había sido con los hechiceros, y nunca había dejado de castigar a quienes decían comunicarse con los muertos.
Pero ahora Saúl está angustiado y sólo se le ocurre pensar qué haría Samuel si estuviera en su lugar. Decidido a pedirle ayuda al profeta recurre a una mujer galilea de Endor que goza de fama como médium. Saúl sale de noche, embozado y acompañado por dos guardias. Al llamar a la puerta de la vidente se presenta como un simple viajero, pero la mujer lo reconoce y teme que haya venido a matarla. Saúl logra tranquilizarla y le promete que si no habla no correrá peligro. La bruja toma confianza y hasta se pone irónica, pero el rey no pierde tiempo en justificarse; necesita hablar con el espectro de Samuel de la manera que sea. De hecho, apenas la mujer lo invoca, Samuel se le presenta con el aspecto de un anciano de blancas vestiduras. Cuando acaba de protestar porque le han interrumpido su descanso, le revela a Saúl que ahora quien cuenta con el apoyo divino es David.
Esa actitud contradictoria de un poderoso de antaño no está muy lejos de la ambivalencia con la cual nosotros mismos enfrentamos la idea de una vida más allá de la muerte. Saúl parece pensar como Don Quijote, quien tres mil años después le diría a Sancho “en brujas no creo, pero que las hay, las hay…”
Don Quijote era moderno y nosotros posmodernos, pero Saúl pertenecía a un mundo arcaico que nos cuesta entender. Por esa causa nos tentamos de atribuirle una actitud escéptica como la que es habitual en nuestro tiempo, y sólo accedemos a concederle el dubitativo “que las hay, las hay” para justificar una contradicción bastante más común de lo que pueda creerse. De hecho, en aquellos tiempos todos temían a los aparecidos, y si la autoridad religiosa prohibía comunicarse con ellos no era porque dudase de su existencia sino por miedo a que esas prácticas despertaran espectros vengativos y demonios malignos, de los cuales tampoco dudaba. Lo que hace curioso al episodio es que la vidente no está invocando a ninguna potencia del mal sino a un venerado profeta, y éste responde a pesar de ser interrogado por una bruja, a quien se supone que él también tendría que repudiar.
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Es casi obvio que las prácticas necrománticas hayan nacido para satisfacer las necesidades espirituales de familiares y amigos del difunto, obviamente sensibles a cualquier promesa de consuelo. Es por esa causa que la invocación de los muertos jamás dejó de tener un lugar en la civilización, a veces integrando el culto reconocido y otras como práctica clandestina. Con el nombre de teúrgia ya era practicada públicamente en los más célebres santuarios paganos, como el Oráculo de Delfos griego o la cueva de la Sibila de Cumas de los romanos.
Hasta en el mundo de hoy, que sólo cree en la tecnología, se ha creado un sistema de inteligencia artificial que simula una suerte de resurrección digital. Partiendo de los registros de audio o video que pueda haber dejado el difunto y de sus datos biográficos se construye un simulacro que es capaz de mantener un diálogo convincente con sus familiares. De este modo, la tía puede volver a recomendarnos que salgamos abrigados, o recodarnos que se acerca el cumpleaños de tu madrina. Lo más penoso del caso es que quienes consultan ese servicio saben que están dialogando con un bot pero pagan por participar del engaño.
Hasta en el mundo de hoy, que sólo cree en la tecnología, se ha creado un sistema de inteligencia artificial que simula una suerte de resurrección digital. Partiendo de los registros de audio o video que pueda haber dejado el difunto y de sus datos biográficos se construye un simulacro que es capaz de mantener un diálogo convincente con sus familiares.
Si hubo una religión que se apoyó en el diálogo con los muertos, esa fue el llamado “espiritismo moderno” que floreció en Europa entre mediados del siglo XIX y las primeras décadas del XX.
Es habitual decir que una de las causas que determinaron su auge fue la primera guerra mundial, que dejó un tendal de familias llorando a los jóvenes caídos en las trincheras. Sin duda, esta circunstancia ayuda a entender la popularización del espiritismo, pero no explica por qué ya hacía décadas que venía difundiéndose exitosamente por todo el mundo.
Por alguna razón que no alcanzamos a entender del todo, el espiritismo nació asociado con la creencia en la vida extraterrestre. Con la revolución copernicana los planetas habían dejado de ser vistos como dioses, ángeles o inteligencias desencarnadas y ya se los empezaba a imaginar como unos mundos tan habitados como el nuestro.
Según la Gran Cadena del Ser ―uno de los dogmas filosóficos del siglo XVIII― el Universo era una jerarquía de seres que iba descendiendo desde la perfección de Dios hasta la materia informe.
Fontenelle y Kant extendieron esta idea a los planetas, atribuyéndole a cada uno de ellos una perfección inversa a su distancia del Sol. Esto permitía que la Tierra volviera a gozar de cierta centralidad cósmica, tanto por la índole de quienes la habitamos como por el lugar que ocupa en el sistema solar. Fue así que se imaginó a los habitantes de Mercurio y Venus como seres primitivos, y a los que vivían en los planetas exteriores como espíritus superiores. En cuanto a Marte, era una suerte de hermano de la Tierra, lo cual llevaba a pensar que no costaría demasiado comunicarse con sus habitantes.
Los exitosos cuatro volúmenes de la Historia de lo maravilloso en los tiempos modernos (1859-1862) habían alimentado en Francia el interés por la vida extraterrestre y por el mundo de ultratumba, dos temas a los cuales el autor Louis Figuier dedicaba bastante espacio. Por eso, cuando en 1877 Schiaparelli creyó haber visto “canales” en la superficie marciana, proliferaron las propuestas para establecer una comunicación con los marcianos. Científicos prestigiosos como Gauss y von Littrow propusieron dibujar enormes figuras geométricas en los desiertos terrestres. Plantando triángulos de pinos en las estepas o alineando monolitos en las dunas estaríamos mostrándole a los extraterrestres que somos seres racionales y que conocemos el teorema de Pitágoras. En el año 1900 la viuda del millonario francés Pierre Guzmán llegó a instituir un premio de cien mil francos para quien estableciera contacto con otro mundo, aunque excluyó a Marte, por ser “demasiado fácil”.
Para ese entonces Allan Kardec, el patriarca del espiritismo, ya había vinculado al Otro Mundo con los planetas, haciendo de éstos las estaciones en las cuales tendríamos que encarnarnos por un tiempo en nuestro camino hacia la perfección. El lema de Kardec “Nacer, morir, renacer y progresar siempre, esa es la Ley” asociaba la reencarnación hindú con la idea moderna del progreso, y convertía a los planetas en otras tantas etapas de una evolución espiritual. De hecho, los órficos, y antes que ellos los egipcios, ya creían que las almas de los sabios iban a las estrellas.
En su clásico Libro de los espíritus (1857) el propio Kardec enseñaba que los extraterrestres serían tanto más espirituales cuanto más alejados del Sol. Camille Flammarion, que además de ser el divulgador científico más prestigioso de su tiempo era un devoto espiritista, se encargó de popularizar sus ideas. Para Flammarion, la Tierra era uno de los mundos menos adelantados: Marte inferior a ella y Venus la superaba. Los seres más perfectos del sistema vivían en los gigantes gaseosos, Júpiter y Saturno. En cuanto a Urano y Neptuno ni siquiera figuraban en los horóscopos, porque aún no habían sido descubiertos.
Según Kardec, el hombre era un ser tripartito que además de cuerpo y espíritu tenía un “cuerpo astral” de características similares a las del Ka egipcio. Este último era el peri-espíritu que se manifestaba en las sesiones espiritistas y producía efectos físicos: movimientos, sonidos e imágenes.
En esos años el psiquiatra Theodore Flournoy dio a conocer las visiones de la médium Hèléne Smith, quien aseguraba que en una vida a anterior había sido una princesa india y en otra había visitado el Planeta Marte. La mujer, dotada de un talento especial para la fabulación, ilustraba con unos dibujos casi infantiles el aspecto de las ciudades marcianas, pero omitía dibujar a sus habitantes porque los imaginaba iguales a nosotros. Un espacio aun mayor era el que le reservaba a la lengua marciana con la cual, estando en trance, componía extensos textos. El célebre lingüista Ferdinand de Saussure, invitado por Flournoy a opinar sobre esas escrituras demostró que la “lengua marciana,” reproducía fielmente la estructura del francés moderno, por más que estuviera escrita con caracteres desconocidos.
De las mesas movedizas al laboratorio
El espiritismo moderno nació en el lugar menos esperado para los europeos, en el corazón de esa cultura rural de los Estados Unidos, puritana y fundamentalista que también daría origen a los mormones, los adventistas y los Testigos de Jehová. Desde allí había tardado muy poco tiempo en proyectarse al mundo entero.
Todo empezó en 1848, cuando las niñas Kate y Margaret Fox de Hydesville, al norte del Estado de Nueva York, se hicieron famosas como poltergeists. Las niñas pertenecían a una comunidad de granjeros, y se decía que podían convocar a los espectros, produciendo ruidos y movimientos inexplicables. Su hermana mayor Leah se encargó de convertir esas sesiones en un espectáculo teatral. El Circo Barnum, que ya había hecho famoso al falso Gigante de Cardiff se encargó de llevarlo con gran éxito a la ciudad de New York, y de allí a Londres y París.
Al cabo de los años, las hermanas confesaron que habían mentido, lo cual les quitaba todo valor a sus revelaciones, pero para entonces la fama que habían ganado llegó a Francia se impuso con la fuerza de una moda irresistible. Esa fue la hora de las tables tournantes, las mesas que se movían de manera inexplicable, y de la planchette, una tablilla provista de un lápiz que se ponía a escribir automáticamente tan sólo con rozarla. A veces recurrían al tablero Ouija (Oui y Ja en francés y alemán), una suerte de teclado que permitía recibir, letra por letra, los mensajes del más allá.
La moda de las mesas movedizas hizo furor en las reuniones sociales, pese a que no dejó de ser objeto de burla en la prensa y los ambientes cultos. Las personas que participaban de esas sesiones solían producir ruidos y movimientos repentinos de la mesa sobre la cual apoyaban sus manos, a la manera de las niñas Fox.
Cuando Allan Kardec codificó las prácticas del espiritismo como filosofía popular, descartó esa práctica y la reemplazó por la “sesión” (séance). En la sesión espiritista el centro de la atención sería una persona dotada de facultades especiales que haría de intermediaria (médium) entre éste y el otro mundo. Los demás serían testigos y sólo unos pocos de ellos, aparte del investigador, podrían interrogar a la médium.
Si el espiritismo “de salón” pudo tener una recepción tan entusiasta en Francia fue porque vino a articularse con las prácticas de ese mesmerismo que había seducido al público de las generaciones anteriores. El ritual del mesmerismo también exigía que los participantes de una sesión se tomaran de la mano para facilitar la circulación del “magnetismo animal”. Los mesmeristas lograban vistosas curaciones y provocaban espectaculares “crisis” llenas de gritos y convulsiones,[1] en un clima que anticipaba las futuras séances.
Gracias a Mesmer, el espiritismo de las hermanas Fox encontró bien predispuesto al público francés, que se lanzó a práctica de las mesas giratorias y lo hizo suyo después que algunas celebridades como Víctor Hugo y la emperatriz Eugenia participaron de las sesiones. En 1897 un periodista escribía que “en París hoy es más fácil obtener una comunicación con el más allá que hablar por teléfono[2]”.
De la mano de Allan Kardec el espiritismo creció con las características de un culto religioso. Pero en cuanto Leymarie y Flammarion heredaron de Kardec, optaron por definirlo como una filosofía e invitaron a los científicos a que lo exploraran como cualquier otro campo de estudio. Los fenómenos espiritistas despertaron polémicas entre los hombres de ciencia, entre quienes por cierto había más creyentes que escépticos. Algunos investigadores reclutaban a sus propias médiums y desarrollaban técnicas para estudiar su comportamiento. Irónicamente, una historiadora describe este proceso como el pasaje de la posesión diabólica a la posesión doctoral.
Las médiums, que siglos antes habían sido perseguidas como brujas, gozaban ahora de gran popularidad si algún investigador las reclutaba para protagonizar sesiones experimentales. Ocupaban el centro de unas séances programadas en un laboratorio como cualquier otro experimento. Las sesiones se realizaban en penumbra y ante escasos testigos, pero en las fotografías era posible ver a los/las médiums levitando o moviendo objetos con el poder de la mente. Algunos de ellos solían exudar una sustancia fluida llamada ectoplasma, de la cual se decía que era una manifestación de su cuerpo astral. La imagen del ectoplasma quedaba registrada en las fotografías, pero como el fluido era reabsorbido por la médium antes de finalizar la sesión, era imposible obtener una muestra para analizarla. Obviamente, toda esta escenografía se prestaba para el fraude. El truco fotográfico recién estaba naciendo y el propio Conan Doyle había sido estafado por una persona que le vendió unas supuestas fotos de hadas. Casi todas las grandes médiums de esa época fueron sorprendidas alguna vez haciendo fraude, pero era habitual que se las disculpara por estar sometidas a excesivas exigencias; los investigadores esperaban que cayeran en trance cuando ellos lo disponían, estuviesen o no dispuestas a hacerlo.
Las médiums ya no sólo atraían a artistas y escritores, sino a catedráticos de física, química y fisiología. Cada profesor tenía su médium favorito/a: el de Crookes era Daniel Douglas Home; Lombroso y Richet seguían a Eusapia Palladino, Flournoy a Hélêne Smith, Zöllner a Henry Slade, y Schrenk-Notzing a Willy Schneider. Los médiums más importantes por lo general tenían un Guía espiritual en el otro mundo, quien los ayudaba a convocar las grandes figuras de la historia: el de Hélène Smith, por ejemplo, era el mago Cagliostro. Los espectros de los famosos podían revelar hechos ignorados de sus vidas, denunciar crímenes impunes o dar a conocer inesperados vínculos entre figuras conocidas, pero sólo raras veces, y como al pasar, daban algún indicio de cómo era su vida en el otro mundo.
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Los divulgadores formados en la tradición positivista nos han venido enseñado que la ciencia está empeñada en una eterna lucha contra las supercherías, sean ellas religiosas, supersticiosas o aun seudocientíficas. Es común enseñar que la ciencia sólo se atiene a los hechos, no hace especulaciones indemostrables y si se hace eco de los mitos y fantasías es sólo para refutarlos. Sin embargo, lo que sostuvo el interés por el espiritismo cuando éste ya comenzaba a declinar en los salones fueron las nuevas disciplinas científicas como la Métapsychique francesa, la Psychical Research británica y la Parapsychologie alemana, cuyos practicantes se comprometían a respetar las reglas del método. Actualmente, a la hora de evaluar esfuerzos como esos somos menos estrictos en definir qué debemos entender por seudociencia. Cuando no existe una expresa intención de engañar preferimos hablar de ciencia errónea (la que parte de hipótesis más tarde descartadas) o de mala ciencia, cuando no respeta los protocolos metodológicos.
Pero, aunque sigamos un criterio como ese, no dejará de sorprendernos que la persona que en 1882 fundó la Psychical Society en el Trinity College de Cambridge fue Henry Sidgwick, un economista y filósofo del utilitarismo; sin duda, cuesta imaginar una persona menos sugestionable que un utilitarista. Además, entre quienes acompañaban su iniciativa había gente como los físicos William Crookes (inventor del tubo de televisión) y Oliver Lodge (pionero de la radio), el biólogo Alfred Russel Wallace (un par de Darwin) y Augustus de Morgan, el padre de la lógica formal. El propio Sigmund Freud estuvo en la nómina de sus miembros, más en carácter honorífico que como colaborador activo.[3] En la Psychical Society tampoco faltaron los grandes hombres de la política, como los lores Raleigh, Balfour y Gladstone, ni los escritores de la talla de Byron, Tennyson, Ruskin y Lewis Carroll. [4]
En cuanto al rigor de su metodología, basta echar un vistazo a los textos de Crookes para apreciar los complejos dispositivos que él mismo diseñaba para medir la fuerza que ejercía su médium para levitar o mover los muebles. Su laboratorio era un despliegue de instrumentos de medición, y cumplía con todos los protocolos.
Siguiendo la iniciativa británica, dos años después se fundó en New York la American Society for Psychical Research, que contó con el apoyo entusiasta del filósofo William James, padre del pragmatismo y de Alexander Graham Bell, a quien entonces se atribuía la creación del teléfono.
En Gran Bretaña el interés que despertaron estas investigaciones estuvo prácticamente circunscripto a la élite intelectual: la parapsicología nunca llegó a tener la misma popularidad que en Francia. La patria del escéptico Hume no sólo tenía unas raíces protestantes que la hacían hostil a la mística sino toda una tradición filosófica marcada por el empirismo.
Francia fue el país que más esfuerzos volcó a los estudios parapsicológicos. Paradójicamente, era el mismo país que menos de un siglo antes había rendido culto a la Diosa Razón y se jactaba de haber asumido a la claridad y distinción cartesianas como parte de su idiosincrasia. Si el éxito de la parapsicología no parecía previsible en Francia, menos aun fue el rechazo que encontró en Alemania, el país que no muchos años después se sometería ciegamente a la locura del nazismo y a las seudociencias que él auspiciaba, empezando por el racismo “científico”.
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La psiquiatría de fin de siglo no era mucho más que un glosario de nombres y un catálogo de sintomatologías. La psicología seguía siendo una rama de la filosofía y el inconsciente era apenas una especulación de los filósofos.
La Ilustración y el positivismo, que condenaban a las creencias sobrenaturales como irracionalidades propias de salvajes, no habían perdido vigencia. Pero el vacío que la propia Ilustración había creado seguía abierto y aparte de la fe en el progreso, no ofrecía nada con qué llenarlo. Los socialistas utópicos volcaban toda su esperanza en el futuro, pero con eso no alcanzaba. Comte, el padre del positivismo, había tenido que construir una iglesia que imitaba al clero católico y los proudhonianos se presentaban como monjes modernos. Ninguno de esos movimientos lograba llenar esa necesidad de lo maravilloso que se esconde en cualquier imaginario. El espiritismo vino a ofrecer una respuesta para esa necesidad, lo cual lo hizo tan especialmente atractivo.
La Iglesia católica todavía no se había repuesto del desprestigio que arrastraba por su vinculación con las injusticias del Antiguo Régimen. El culto católico tampoco satisfacía esa necesidad de asombro, pero súbitamente ésta reapareció de una manera totalmente informal. Al clero le costó interpretar esa súbita proliferación de apariciones marianas que se daban en lugares como Lourdes y La Salette. Allí las masas se movilizaban de modo espontáneo, fuera del control de las autoridades, que sólo atinaban a ofrecerles como respuesta el nuevo culto del Sagrado Corazón. Por si faltaba algo, la clase ilustrada de esos años estaba redescubriendo el ocultismo; de la mano de Eliphas Levi y Papus se volvía a legitimar lo sobrenatural que poco antes había sido negado.
Ocurría que, a pesar de toda la secularización, la cultura francesa seguía conservando algunas raíces católicas y estaba predispuesta a creer en los milagros. El espiritismo no hizo más que popularizar y hasta trivializar esos fenómenos que la Iglesia Católica reconocía como válidos cuando venían de los santos y perseguía si procedían de brujas o herejes. El mensaje del espiritismo tenía además la ventaja de presentarse casi siempre como personalizado. No era común que en las séances se presentaran ángeles, santos o figuras bíblicas, pero abundaban los mensajes personales dirigidos a personas próximas al difunto, especialmente familiares. Recién con Víctor Hugo se comenzó a invocar a las figuras históricas y a los artistas más célebres, una circunstancia que permitió atraer al público culto.
De hecho, el espiritismo era un fenómeno de la naciente cultura de masas, sin otro contenido doctrinal que la creencia en la inmortalidad y la reencarnación. Atraía a una clase media disconforme con la cultura secular pero también seducía a los trabajadores, a quienes les ofrecía una religiosidad alternativa a la burguesa. El espiritismo había llegado incluso a crear una nueva profesión, la de médium, que ofrecía la posibilidad de ascender socialmente a mujeres y hombres de clase baja. Algunas médiums gozaban de una fama comparable a la de las sopranos y actrices teatrales: a menudo, hasta se veían obligadas a adoptar un seudónimo.[5]
El espiritismo hacía gala de su disposición a dialogar con la ciencia, que hasta el momento aparecía divorciada de la espiritualidad. Eso le permitía presentarse como una nueva síntesis, un objetivo que recién la Teosofía alcanzó a cumplir después de construirse una filosofía y unos textos canónicos, con los cuales pudo convencer a las élites cultas de que era posible conjugar la ciencia con la filosofía y Oriente con Occidente.
La respuesta que le dio la comunidad científica francesa al fenómeno del espiritismo fue la métapsychique, cuyos centros más activos estuvieron en el hospital de La Salpêtrière de París, orientado por Charcot y Richet y en la Escuela de Nancy, que dirigía Bernheim. La hipnosis, el sonambulismo y la mediumnidad ocupaban el centro de los debates. Hasta Charcot, que tendía a explicar todos los fenómenos paranormales por el fraude, la sugestión y la histeria, escribió en algún momento sobre la curación por la fe. Su discípulo Freud también empezó ocupándose de esos temas y recién los abandonó en cuanto emprendió la construcción de su propia teoría.
Entre los promotores de la metapsíquica francesa estaba Charles Richet, Premio Nobel de Medicina. Ente los físicos que se interesaron por ella estaban Langevin y la pareja de Pierre y Marie Curie; el propio Faraday ya se había ocupado de darle una explicación física a la mediumnidad. De ese modo, en 1918 nació en París el Instituto Metapsíquico Internacional, de cuya fundación participaron Richet y el filósofo Henri Bergson (premio Nobel de Literatura), quien tenía una hermana médium.
Muy distinta era la situación en Alemania, donde la Parapsychologie tenía que enfrentar las resistencias de la ciencia oficial. El espiritismo sedujo a grandes figuras de la cultura alemana como Thomas Mann, Ludwig Klages y Gustav Meyrink, pero no logró echar raíces en las instituciones científicas[6].
Los alemanes se sentían obligados a diferenciarse de los franceses por motivos políticos: en París lo paranormal era bien visto por la izquierda, pero en Alemania era inevitable asociarlo con la derecha reaccionaria. Esta reacción enantiodrómica se debía a que los alemanes ya habían tenido su cuota de ocultismo durante el período romántico. En esos años la Naturphilosophie había dado a luz seudociencias como la frenología o la fisiognómica. Una de las más exitosas era el mesmerismo, que estaba desapareciendo en Francia tras un lapidario informe firmado por Lavoisier y Franklin, pero seguía vigente en Alemania.
Quienes soñaban con modernizar a Alemania y competir con Francia se negaban a volver al romanticismo. Liebig, el fundador de la industria alemana que puso a su país en el camino de la revolución industrial, recordaba esa etapa como una suerte de locura colectiva. Los alemanes habían optado por la modernización y pensaban que el camino para alcanzarla pasaba por el materialismo. Precisamente de eso los acusaban sus colegas franceses.
Los ingleses y los franceses se proponían superar el desencantamiento weberiano del mundo por el camino de lo que Alex Owen llama “reencantamiento racional”. Los alemanes, en cambio, creían necesario profundizar el desencantamiento de los sueños idealistas para ponerse a la altura de Francia o Inglaterra.
Los psicólogos alemanes se habían propuesto emancipar a la psicología de la filosofía y convertirla una ciencia tan “dura” como la física. Su estandarte era esa “Ley de Weber-Fechner”, que hoy preferimos remitir a la fisiología.
Si quería ser aceptada, la parapsicología debía someterse a las exigencias experimentales que cumplía la “psicología científica” cuyo numen era Wilhelm Wundt. El maestro rechazaba públicamente las prácticas mediúmnicas y desconfiaba de esas disciplinas, a las que calificaba de “hijastras de la ciencia.” Los parapsicólogos alemanes se veían pues obligados a convivir en las universidades con sus colegas materialistas, exponerse a sus críticas y publicar sus trabajos en revistas que les eran hostiles. La opinión pública alemana tampoco era muy favorable a las nuevas disciplinas, y la justicia no dudaba en hacer lugar a cualquier denuncia de fraude espiritista.
El principal cultor de la parapsicología en Alemania fue Albert von Schrenk-Notzing, mentor de los institutos de psicología experimental de Berlín y Munich. Con el tiempo, el liderazgo pasó a manos de Hans Driesch, el padre de la biología vitalista, quien llegó a ocupar la presidencia de la Psychical Society británica.
Se hubiera dicho que el nazismo, con su voluntarismo irracional y sus raíces ocultistas, tendría que haber sido favorable a la parapsicología, pero lo que ocurrió fue lo contrario. Hitler era ambivalente en cuanto la astrología; proscribía a quienes la practicaban, pero los consultaba en secreto, algo que aprovechaba el espionaje aliado para producir falsos horóscopos. Fueron los astrólogos “amigos” quienes convencieron a Hitler de ignorar el cruel invierno que aguardaba a sus tropas en las estepas rusas. Con la parapsicología, en cambio, el nazismo fue mucho más hostil. Algunos investigadores académicos de ese campo fueron a parar a los campos de concentración, porque sus médiums predicaban una fraternidad universal que era incompatible con el racismo.
La locura nazi se articuló, en consecuencia, sobre un vago culto a la Naturaleza, lo cual le permitió a Himmler auspiciar toda una gama de creencias seudocientíficas. Ninguna de ellas se apartaba del marco materialista: la doctrina del Hielo y el Fuego era una cosmogonía mítica, la de la Tierra Hueca era una geología imaginaria y la del Vril postulaba una super-energía, pero en ninguna de ellas tenían cabida los médiums ni el más allá. La “física aria” era la voz de la Naturaleza y no toleraba nada que pudiese ser sobrenatural.
Los espectros electrónicos
El auge del espiritismo y de la metapsíquica coincidió con la época en que estaban naciendo las telecomunicaciones. Ninguno de los patriarcas de la radio, desde Thomas A. Edison y Nikola Tesla hasta Oliver Lodge y Guglielmo Marconi, dejó de interesarse por el tema. No todos tenían la misma actitud (Edison se definía como humanista agnóstico, Tesla era más sensible a lo sobrenatural y Marconi era un creyente católico) pero ninguno dejaba de sentirse atraído por la comunicación con los otros planetas y la posibilidad de interactuar con los difuntos. El público estaba ansioso por escuchar la opinión de los científicos y tecnólogos más prestigiosos del momento.
Desde 1879 Tesla y Marconi venían experimentando con las transmisiones electromagnéticas, y más de una vez habían creído recibir señales de origen desconocido. Como no había muchos más emisores que ellos, imaginaron que las señales vendrían de Marte o aun del Otro Mundo. En realidad, lo que estaban captando eran las radiaciones cósmicas, esas que luego fueron objeto de la radioastronomía. Gracias a ellas, más de medio siglo más tarde los radiotelescopios pudieron descubrir a los cuásars y los púlsars, pero hasta la fecha no han logrado detectar ningún mensaje inteligente procedente de otro planeta.
Marconi creyó que los ruidos de fondo podían ser mensajes en código Morse. Testa, por su parte, pensó que había encontrado la primera evidencia de vida marciana. En una señal captada por su descomunal antena de Wardenclyffe creyó descifrar la secuencia “1-2-3-4”. Tan convencido estaba de que era una señal inteligente, que reclamó para sí el Premio Guzmán.[7] Al mismo tiempo se puso a trabajar en el desarrollo de un receptor que le permitiera tanto comunicarse con los extraterrestres y con el más allá. La prensa no tardó en bautizarlo “la Radio de los Espíritus” y Edison se burló públicamente de ella, porque le costaba admitir que uno de sus ex empleados pudiera ganarle de mano. Pero pronto Edison cambió de idea y, haciendo a un lado su agnosticismo, en una entrevista concedida en 1920 al Scientific American dijo estar convencido de que los espíritus existían y que eran de naturaleza inmaterial. Aun así, no se privó de decir que “si quieren hablar con los vivos, les resultará más práctico hacerlo a través de las ondas electromagnéticas.” Era inevitable que desde ese momento empezara a circular la versión de que Edison estaba a punto de desarrollar un Teléfono de los Espíritus, que por supuesto sería muy superior a la Radio de Tesla. Pero recién en 1938, cuando el campo de las telecomunicaciones había crecido enormemente, Edison logró registrar supuestas voces del otro mundo en un grabador. Herido en su orgullo, Tesla anotó en su diario que si Edison conseguía hacerlo sería porque usaba varias de sus patentes: el mismo reproche que le había hecho a Marconi.
No consta que ninguno de los dos magos de la electricidad haya llegado a presentar siquiera un prototipo del dispositivo, pero nunca falta alguien que asegura poseer los planos, y en Internet hay quien los pone en venta. Desde aquellos lejanos tiempos, las emisiones radiales y televisivas han proliferado hasta confundir a los propios radiotelescopios, que nunca dejan de recibir todo tipo de interferencias. Cualquiera puede comprobar algo de eso con sólo poner su televisor en el espacio que no ocupa ningún canal: la “nieve” y el “ruido blanco” que allí se perciben son parte de la radiación cósmica de fondo, el eco más remoto del Big Bang.
Con todo, al margen de la radioastronomía científica sigue habiendo parapsicólogos que dicen haber recibido mensajes de los muertos en varios dispositivos electrónicos como el teléfono, la radio, la grabadora, el fax o la computadora. Ese parece ser el origen de la leyenda urbana de los años Noventa, que denunciaba unos supuestos mensajes satánicos grabados en los discos de rock, aunque en este caso se prefiere explicarlos por alguna teoría conspirativa.
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Con la segunda guerra mundial la tecnología de las comunicaciones había avanzado considerablemente, y con ella también las interferencias. En 1952 el musicólogo P. Pellegrino Ernetti, que en un laboratorio de la Universidad Católica de Milán estaba procesando grabaciones de canto gregoriano hechas con un antiguo magnetófono de alambre, creyó escuchar la voz de su padre difunto, que se dirigía a él con su sobrenombre infantil. Acompañado por el P. Agostino Gemelli (fisiólogo y futuro presidente de la Academa Vaticana de Ciencias) puso al tanto del hecho al Papa Pio XII, quien prudentemente les aconsejó dejar el asunto en manos de los científicos y no apresurarse a sacar conclusiones.[8] A partir de entonces, los que dicen haber registrado comunicaciones del más allá son multitud y se ha convenido en designar al fenómeno con el nombre de trans-comunicación.
Quienes se dedican a estas indagaciones reconocen como su fundador al documentalista sueco Friedrich Jürgenson. Una noche de los años ‘60 Jürgenson había puesto un grabador a registrar el canto de los pájaros. Al otro día, cuando quiso reproducir la cinta se encontró con que era posible escuchar palabras y frases de origen desconocido en alemán, italiano, húngaro y sueco.
Konstantins Raudive, un psicólogo discípulo de Jung, se interesó por sus libros y se ofreció a colaborar con Jürgenson para investigar el “ruido blanco” de la estática. Allí los dos creyeron descubrir palabras, frases y fragmentos de conversación que era posible escuchar con auriculares al doble de la velocidad normal y con el mayor volumen posible. Raudive, de cuyos trabajos llegaron a participar unas cuatrocientas personas, reunió cerca de cien mil grabaciones que se siguen vendiendo en Internet.
Las voces del más allá hablaban muy rápido, mezclaban diversas lenguas y creaban sus propios neologismos. Aunque sus discursos eran generalmente fragmentarios, Raudive reconoció mensajes en alemán y en la lengua de su país (Latvia), incluyendo algunas expresiones dialectales que sólo él estaba en condiciones de reconocer. También pudo escuchar voces que hablaban en español y en sueco, dos lenguas que él ignoraba.
Fueron muchos los que quisieron repetir sus experimentos. En los primeros mensajes que recibieron creían escuchar las voces de los propios Jürgenson y Raudive que los aconsejaban; algunos investigadores llegaban a dialogar sobre temas técnicos con difuntos de su misma profesión.
Puesto que para lograr que algo se convierta en un campo de estudio ante todo es preciso ponerle nombre, la nueva generación de parapsicólogos surgidos al amparo de la New Age se propuso investigar lo que unos llamaron EVP (Electronic Voice Phenomena) y otros ITC (Instrumental Transcommunication).
Muchos parapsicólogos no aceptan estas experiencias como pruebas de la comunicación con los muertos, pero las hipótesis alternativas que sugieren son tan especulativas e indemostrables como esa, comenzando por los “archivos akhásicos” de la teosofía o recurriendo a una supuesta acción psicokinética que le permitiría al médium grabar los mensajes en un soporte físico.
Esto no quita que siga habiendo toda una comunidad dedicada a eso y que contemos con un abundante registro de casos, algunos incluso difíciles de explicar. Estos testimonios se parecen a los que produce el fenómeno ovni, un parentesco que a veces es explícitamente reconocido.
Pero hasta un parapsicólogo entusiasta como el P. François Bruno se ve obligado a dar cuenta de la trivialidad y el sinsentido que caracteriza a la mayoría de estos mensajes. Son fragmentos de conversaciones, chistes privados, recuerdos de infancia y parloteos absurdos, aun más confusos que los que producía la vieja escritura automática. Los supuestos difuntos tampoco describen su mundo, y por lo general se limitan decir que son felices y que viven en un reino de amor. Cuando alguno de ellos se pone a disertar acerca de cuestiones metafísicas, se comporta como esos vivientes que andan en busca de audiencia para sus divagaciones. Bruno da cuenta incluso del caso de un planeta mencionado por varios contactos que se parece extrañamente al mundo fantástico ideado por Philip José Farmer para su saga del Mundo del Río.
No todo admite ser explicado por el fraude, consciente o inconsciente, y para eso habría que escuchar la opinión de los físicos, los ingenieros y los informáticos: como sabe cualquier usuario, el ciberespacio suele dar sorpresas, y a veces nos devuelven fragmentos de archivos del pasado o de textos que no creíamos haber guardado.
Una explicación psicológica del fenómeno, así sea genuino o fraudulento, es la que recurre a la Apofenia, el fenómeno que los psicólogos definen como “percepción no motivada de conexiones entre sucesos aleatorios”. Apofenia es lo que le ocurre a alguien que proyecta sus deseos sobre lo que percibe o interpreta a la luz de su experiencia algo que de por sí carente de sentido. En eso se basan los tests proyectivos, donde el sujeto debe interpretar unas manchas de colores o inventar una historia con los personajes que le son propuestos. Es lo mismo que hacemos cuando nos tentamos de ver figuras significativas en las nubes, como hacía Hamlet en su diálogo con Polonio.
No es la primera vez que un paranoide ve una conspiración donde no la hay, que un celoso imagina una infidelidad que no existe, o que un optimista crea ver señales venturosas, aunque nada parezca justificarlo.
* * *
El psicoanálisis nació en el clima cultural de fin de siglo, donde ocupaban un lugar destacado la parapsicología, el ocultismo y el espiritismo, pero pronto se propuso reducirlo todo a una nueva entidad que no sería ni alma ni cuerpo: el inconsciente. Sin embargo, quien introdujo el concepto de inconsciente fue Pierre Janet, un científico muy comprometido con la metapsíquica.
El propio Freud tomó una actitud de cautela ante las prácticas hipnóticas y “psíquicas”. Empezó por buscar el eventual “núcleo de verdad” que pudieran contener, pero luego se fue volviendo cada vez más hostil hacia ellas; de lo único que nunca dudó fue de la telepatía. El padre del psicoanálisis participó de sesiones espiritistas en carácter de observador y no desdeñó de practicar la sugestión y el hipnotismo, técnicas entonces mal vistas por los psicólogos experimentales.
La ambivalencia de Freud hacia lo oculto viene del hecho de que poseía una personalidad muy supersticiosa que lo hacía sensible a las premoniciones, las coincidencias, el déjà vu y la numerología. Esta debilidad chocaba de lleno con las convicciones racionalistas en las cuales se había formado: Freud no dejaba de ser, tal como lo definió alguna vez Jung, “un hombre de la Ilustración”[9].
Distinta era la actitud de su par y colaborador Férenczi y más aún la de su discípulo Carl Gustav Jung, a quien Freud había pensaba designar heredero. La tesis doctoral de Jung había versado sobre las séances en las que su propia prima hacía de médium. No está de más recordar que después de haberse alejado de su maestro el suizo se entregó al estudio de la alquimia, el I Ching y hasta del fenómeno ovni.
La escena de la ruptura entre Freud y Jung, tal como la relató este último, tuvo todas las características de una séance clásica: desplazamiento de muebles, ruidos intempestivos e inexplicables somatizaciones. Al decir de Jung, Freud había comenzado amonestándolo por sus actitudes espiritualistas y le había ordenado que no renunciara al dogma de la sexualidad infantil. De no hacerlo, sentenciaba, hubiese sido inevitable que “nos cubriera la negra marea del lodo ocultista”.
Freud reemplazó a la hipnosis por otras técnicas, como el análisis de los sueños y la histeria, que era una patología esencialmente cultural, desapareció de los diagnósticos por obra de Charcot y del propio Freud. Pero las entrevistas psicoanalíticas se siguieron llamando sesiones y los pacientes siguieron recostándose en un diván parecido al de las de médiums. Todo eso ocurría bajo la imagen onírica de la Gradiva de Jensen, numen del psicoanálisis y del surrealismo. André Breton, que era psiquiatra y seguidor de Freud, fue quien introdujo en el surrealismo esa “escritura automática” que antes practicaban los espiritistas.
Todos los esfuerzos que se hicieron a lo largo de medio siglo para constituir a la parapsicología como ciencia se eclipsaron con la segunda guerra mundial, que produjo muchas más víctimas que la primera, pero en lugar de resucitar al espiritismo dio a luz el fenómeno ovni. En los años Veinte un viajero húngaro aún daba cuenta de la “ensalada ocultista” de adivinos, médiums y videntes que había encontrado en París, pero después de la revolución rusa, el ascenso del fascismo y la guerra civil española las que pasaron a primer plano fueron las locuras de la seudorracionalidad ideológica.
En segunda posguerra tuvieron gran difusión los trabajos de J.B. y Louisa Rhine, que trabajaban acerca de la percepción extrasensorial con métodos de laboratorio y estadística, con lo cual rehabilitaron por un tiempo a la parapsicología. Algunos creyeron estar presenciando el nacimiento de una nueva ciencia que la ciencia ficción se encargó de publicitar con el nombre de Psiónica. En esos años, la policía holandesa dispuso de una brigada de telépatas que la ayudaba a resolver los crímenes más notorios. En secreto, la KGB y la CIA reclutaron sus propios videntes para espiarse mutuamente. Su último fracaso fue informar al gobierno de los Estados Unidos que Saddam Hussein poseía un arsenal de armas de destrucción masiva, que nunca fueron encontradas.
Los espiritistas y los parapsicólogos, que siguen existiendo en la periferia cultural, en cualquier momento pueden volver a ocupar el primer plano. Pero ahora las esperanzas de otra vida se vuelcan en los progresos de la química, la genética y la electrónica. El mito más reciente promete nada menos que la inmortalidad. Los transhumanistas ofrecen alcanzarla mediante prótesis que ennoblecerían el frágil cuerpo que nos ha dado la naturaleza. Los posthumanistas, en cambio, sueñan con una suerte de reencarnación digital en el seno de unas máquinas perfectas e indestructibles.
La mediumnidad volvió a ponerse de moda con la New Age de fines del siglo XX, una suerte de revival de la teosofía que también se presentaba como alianza entre la ciencia y la religión. El movimiento, nacido de la mano de Aldous Huxley y Gregory Bateson, tuvo por centro el instituto Esalen de California. Una de sus figuras más importantes fue el psicoanalista checo Stanislav Grof, quien escribió acerca de las emergencias espirituales, la psicología transpersonal y la visión holotrópica. Para usar un lenguaje más acorde con el auge de la tecnología, en lugar de médiums se hablaba ahora de antenas, canalizaciones, emisores, receptores y abducciones. Grof y sus discípulos proponían seriamente abrir el diálogo con los muertos, viajar al más allá, evocar vidas anteriores, ser secuestrado por extraterrestres, comunicarse con animales y plantas y hasta vivir “eventos subatómicos”. Libros como A Course of Miracles de Helen Shucman (1973) fueron bestsellers. Los espectáculos teatrales de J.Z. Knigth y la actriz Shirley MacLaine, que se identificaban como los voceros de Ramtha, un personaje que había vivido en los continentes míticos de la Atlántida, Lemuria o Mu[10] convocaron grandes audiencias.
Los espiritistas y los parapsicólogos, que siguen existiendo en la periferia cultural, en cualquier momento pueden volver a ocupar el primer plano. Pero ahora las esperanzas de otra vida se vuelcan en los progresos de la química, la genética y la electrónica. El mito más reciente promete nada menos que la inmortalidad. Los transhumanistas ofrecen alcanzarla mediante prótesis que ennoblecerían el frágil cuerpo que nos ha dado la naturaleza. Los posthumanistas, en cambio, sueñan con una suerte de reencarnación digital en el seno de unas máquinas perfectas e indestructibles.
A principios del siglo XX el psicoanálisis y el surrealismo lograron popularizar la idea del inconsciente y potenciaron la aparición de toda una nueva literatura fantástica. Pero aún así sigue siendo muy poco lo que sabemos de él y del mundo de los sueños. Es habitual presentar al inconsciente como un sumidero de imágenes generadas por la experiencia diaria, que pueden ser evocados con recursos químicos o electrónicos. Pero hasta hace poco creíamos que buena parte de nuestro ADN era “basura” y resultó contener información.
Nuestra cultura ha dejado de ver a la muerte como un hecho social y la ha relegado a las instituciones médicas, que suelen ver al moribundo como un inminente cadáver.
Los muertos ya no aparecen en las sesiones espiritistas, pero proliferan en el imaginario mediático, donde se los presenta como indeseables, perversos y parásitos. Los vampiros han llegado a tener su propio género y a los zombis han pasado a ser metáforas de la exclusión social. Las procesiones de jóvenes que se disfrazan de zombis son un espectáculo que no deja de evocar esa Danza Macabra que nació en otra época de crisis, a fines del Medioevo.
Tenemos una comunidad científica que escruta al cielo con sus ojos satelitales y aguza sus oídos electrónicos con la esperanza del contacto con los nuevos dioses y ángeles extraterrestres nacidos del imaginario de la ciencia ficción. Su fe, tal como la expresó Carl Sagan, es la de lograr que su sabiduría nos salve de la autodestrucción en la que parecemos estar empeñados.
Nada nuevo, aparte de la tecnología, desde los tiempos de Samuel y Saúl.
[1] Cfr. Pablo Capanna. “La comisión investigadora” en Simulaciones, Buenos Aires, Samizdat 2021 (ed. digital)
[2] Sofia Lachapelle “Investigating the supernatural. From Spiritism and Occultism to Psychical Research and Metapsychics in France.1853-1931”. Baltimore, The Johns Hopkins University Press 2011.
[3] Alex Owen, The Place of Enchantment. British Occultism and the Culture of the Modern. London, University of Chicago Press, 2004
[4] John Warne Monroe, Laboratories of Faith, London, Cornell University Press, 2008
[5] Nicole Edelman. Lo oculto y las terapéuticas espiritistas del espíritu y del cuerpo en Francia (1850-1914) Rev. Asclepio vol.LVIII nº 2, 2006
[6] Heather Wolffram, The Stepchildren of Science. Psychical Research and Parapsychology in Germany c.1870-1939 Amsterdam-New York, Rodopi 2009.
[7] Tuvieron que pasar muchos años hasta que la Academia de Ciencias francesa otorgara el premio a la tripulación de la Apolo XI.
[8] François Bruno y Rémy Chauvin, In diretta dall’aldilà. La transcomunicazione, realtá o mito? Roma, Edizioni Mediterranee, 1998
[9] Christian Moreau. Freud y el ocultismo. Buenos Aires, Gedisa 1983
[10] Cfr. mi libro El mito de la Nueva Era. Vino viejo en odres descartables. Buenos Aires, ed. Criterio-Paulinas, 1993