Vivir en la desmesura (capítulo)

Edizesámen hemeautón (“anduve buscándome a mí mismo”)
Heráclito, Fragmento 101

Corría el año 1946, y en Berkeley (California) había un adolescente llamado Philip K. Dick que trabajaba en un taller de radio y electricidad para costearse los estudios. Un día, mientras estaba barriendo el piso con desgano, experimentó su primer asombro filosófico.

Dirigiéndose a los parlantes desarmados de uno de esos voluminosos tocadiscos que entonces se usaban, preguntó en voz alta si el disco que uno escuchaba era realmente “música” o más bien una simulación de la “verdadera” música; esto es, el sonido que producen los instrumentos.

Las explicaciones que le dio en esa ocasión el dueño del negocio no debieron dejarlo satisfecho, porque un año más tarde se inscribió en un curso de filosofía de la Universidad.

En las aulas descubrió el platonismo, pero tuvo que retirarse precipitadamente de la clase cuando el profesor reaccionó en forma airada a una pregunta que le hizo acerca del “valor pragmático” de la Teoría de las Ideas. Algunos días después, cuando planteó de manera ingenua el problema de la causalidad, otro estudiante le dijo que no tenía derecho a hacerlo si no había leído a Hume.

Pero lo que para él resultó inadmisible fue la obligación de seguir un curso de entrenamiento como oficial de reserva. Era una condición necesaria para ser alumno regular en esos tiempos, cuando arreciaban la Guerra Fría y el macartismo. La exigencia fue suficiente para que Philip abandonara la universidad para siempre y se resignara tan sólo a concluir sus estudios de alemán.

Aficionado a la música barroca y asiduo lector de Proust, Stendhal, Flaubert y Joyce, el joven decidió estudiar por su propia cuenta los clásicos de la filosofía. Desprovisto de toda orientación académica, se sumergió en los textos de Plotino, Maimónides y los empiristas ingleses. Entonces se consideraba agnóstico. Pero la gran pregunta que se hacía era de índole filosófica, si bien bastante cargada de pragmatismo: “Si Dios desapareciera, ¿de qué manera cambiaría mi experiencia de la realidad?”

Una profunda desconfianza hacia todas las apariencias, que había despertado en él el estudio de los filósofos presocráticos, lo acompañaría toda su vida. Sufrió la tentación solipsista. La duda ante la mutabilidad y contingencia de todo cuanto llamamos “real” —incluyendo tanto la percepción sensible como la experiencia compartida— sería el talante más distintivo de su vida intelectual. Muchos años más tarde diría que fue su raison d’être.

Dos grandes preguntas lo persiguieron a lo largo de toda su vida: “¿Qué es real?” y “¿Qué significa ser humano?” Esto es, saber si existe una realidad objetiva fuera de la mente, y en qué nos distinguimos de las máquinas.

Se sentía incapaz para todo lo que fuese análisis, pero no puede negarse que estaba dotado del espíritu de síntesis. Se diría que  estaba demasiado dotado.1 Por ejemplo, lo que más admiraba en los filósofos estoicos era su incapacidad para abstraer. Cuando los estoicos hablaban del Logos espiritual, sólo atinaban a imaginarlo como una fuerza o energía que impregnaba al universo. Ante las abstracciones filosóficas, él trataba de llevarlas al terreno de la práctica.

La búsqueda de certidumbres vitales más que de nociones abstractas, una imaginación desbordante y una personalidad hipersensible, lo hicieron escritor. Su formación autodidacta y otras contingencias de vida lo encerraron prematuramente en el campo marginal de esa literatura popular llamada “ciencia ficción”, que entonces era despreciada por los críticos. Allí había un público ingenuo, crédulo y adolescente: pero si uno tenía la habilidad para ajustarse a las pautas comerciales de los editores, todo estaba permitido.

Fue así como Dick se convirtió en el metafísico naïf de la ciencia ficción. Produjo innumerables novelas y nunca tuvo tiempo para detenerse a pulir una obra maestra. Pero su fama se expandió y llegó a lugares como Francia, España, Italia, Holanda, Suecia, Alemania, Gran Bretaña, Polonia, la URSS, Japón, Australia y Argentina.

Tuvo una vida agitada, y no llegó a conocer la vejez. Sólo fue consecuente con sus propias obsesiones, y abusó de sus fuerzas hasta quemar prematuramente su vida. Fue alabado por Timothy Leary y fue amigo del obispo Pike, dos grandes gurúes contraculturales de los años Sesenta. Hasta John Lennon alguna vez se mostró interesado en producir una película basada en una de sus novelas.

Se llamó Philip Kindred Dick (1928-1982). Algunos lo calificaron de visionario2.

Tuvo una personalidad inestable y enfermiza, que varias veces cruzó el umbral de la locura, aunque su creatividad, su constancia y su enorme productividad intelectual parecerían desmentir sus desequilibrios. Produjo una descomunal cantidad de novelas y cuentos, para alcanzar sólo tardíamente el reconocimiento y gozar de algunos momentos de prosperidad. Pero hasta en sus trabajos más improvisados y circunstanciales siempre podemos hallar un destello de talento.

Su obra es monumental: 36 novelas de ciencia ficción, 14 novelas realistas, 6 antologías que reúnen más de 150 cuentos y tres libros de ensayo, a lo cual hay que sumar el enorme manuscrito inédito del diario que escribía en la última década de su vida.

En sus comienzos, aspiró a conquistar al público culto y escribió con la mirada puesta en los críticos, pero muy temprano se encontró encerrado en el gueto de la ciencia ficción, el único sitio donde era reconocido. Allí se las arregló para eludir las estrictas convenciones del género y lo usó como vehículo para su peculiar cosmovisión, amasada con lecturas filosóficas, impulsos místicos y delirios desbordantes.

Se ganó fama de escritor “ácido”, en la época en que las drogas daban prestigio. Cualquiera diría que su desbordante fantasía le debía muy poco a la química, pero es innegable que las drogas tuvieron bastante que ver con su salud mental.

Catalogarlo de escritor “maldito” fue una travesura francesa: desde el asunto de Poe y Baudelaire, los franceses siempre se han empeñado en reivindicar a los marginales de la cultura norteamericana. Pero Dick fue mucho más que un contestatario; el sistema tuvo que aceptarlo y hasta lucró con él.

Lo rodeaba cierta fama de locura, que él mismo alimentaba cuando hacía alguna desconcertante aparición en público, se eclipsaba por un tiempo para frecuentar ambientes sórdidos o dejaba correr la noticia de que había intentado suicidarse.

Quizá haya estado “loco”, con toda la ambigüedad que la palabra tiene. La suya era una personalidad de marcados rasgos esquizo-paranoides, con tendencias a la disociación, circunstancias que la droga no hizo más que agravar. Sufrió de manías persecutorias, alucinaciones y delirios; sus experiencias místicas de los últimos años se parecen a los estados psicóticos, aunque con el auge de la New Age no faltó quien las considerara “emergencias espirituales”.

La locura no excluye al genio, pero tampoco es condición suficiente para alcanzarlo, como cree cierto persistente romanticismo. Su psicopatología no le añadió una sola pizca de talento, como tampoco se la dieron las drogas. En todo caso, supo transmutar todo eso en literatura. Aun cuando admitiéramos que pudo llegar a estar loco, asombra ver cuánto pudo hacer con su locura.

En su vida, la escritura parece haber sido el mayor vínculo con la realidad y el principal aglutinante de su personalidad, lo que lo mantuvo entero a través de las crisis psicóticas y los intentos de suicidio. La escritura fue su razón de ser; hizo de ella la antena que le permitía captar la “locura ambiental” con esa ingenua lucidez que caracterizó a otros desequilibrados talentosos, como sus admirados Kafka y Munch.

Según lo miremos, podríamos decir que fue gracias a la escritura que Dick pudo mantenerse vivo. También diríamos que se mató escribiendo aquellas obras que hoy nos seducen, como observó su amigo Tim Powers.

Su combate con la locura fue también una lucha entre la esperanza y la desesperación. Pero nunca fue un nihilista. Fue alguien capaz de llevar hasta sus últimas y delirantes consecuencias ciertas intuiciones que todos hemos tenido; a su manera, luchó contra ellas.

De este modo, supo hacernos sentir tanto esa desconfianza por lo obvio que es propia del filósofo como esa evanescencia de lo real que atormenta al psicótico. Apostó por la caritas y la empatía, los nombres del Amor, en un mundo que veía degradarse en la entropía, ese Mal metafísico y absoluto que imaginó a la manera de los predicadores fundamentalistas que aterrorizaba a sus ancestros.

Sólo contaba con las armas de una imaginación tan carnal que podía devorar las abstracciones filosóficas sólo para ponerlas en movimiento y darles cuerpo a sus dudas. Fue un buscador de Dios fracasado, que acabó enredándose en un dualismo insoluble. Pero su esperanza fue más fuerte que el delirio y la muerte, y merece el mayor respeto, por incongruentes que nos parezcan sus respuestas.

Dick se atrevió a objetivar esos temores que todos reprimimos, pero no lo hizo para revolcarse en ellos (como hace un tiempo se estila) sino para trascenderlos. Fue un hombre ansioso de eternidad, tan libre y tan poco ortodoxo como para citar en el mismo contexto a Platón y a Winnie the Pooh, a Parsifal y la naranja Crush.

Tuvo que decir su verdad en el ámbito menos adecuado, y cuando comenzaron a hacerle un lugar en la cultura, pudo ver cómo su obra justificaba las más insípidas labores académicas mientras que otros la convertían en objeto de culto.

Su vida y su obra son inseparables. La génesis de sus temas literarios resultaría misteriosa si no la vinculáramos con su azarosa existencia. Una vida como la suya, abstractamente considerada, autorizaría a cualquier lego a diagnosticar las formas más agudas del deterioro mental, pero no permitiría imaginar que Dick fuera el autor de una obra tan rica. Intentaremos pues un abordaje múltiple: psicológico, literario y filosófico. Pero sin olvidar que todo “abordaje” es cosa de piratas.


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  1. Rickman, PKD IHOW, pág.51 ↩
  2. Warrick, pág.194 ↩
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