Ecosistema (1970-1973)
En 1966, un golpe de Estado derroca al presidente Illia e impone una dictadura militar encabezada por el general Onganía, a quien más tarde sucederán Levingston y Lanusse.
Apenas a dos meses del golpe, la policía invade violentamente las Universidades y provoca un éxodo de intelectuales pocas veces visto. Uno de ellos llegará un día a obtener el Premio Nobel, pero muy pocos volverán al país, porque en la década siguiente las condiciones no harán más que agravarse.Para combatir al marxismo en las universidades, la dictadura de Onganía fomenta las llamadas “cátedras nacionales”. Será allí donde, paradójicamente, se gestará la ideología liberacionista y comenzarán a armarse las organizaciones guerrilleras.
Por favor, para ir a estar con el pueblo ¿qué me deja bien?
Quino, Mafalda, 1973.
Cuando emprendimos estas observaciones, el bioma cultural argentino acababa de salir del silencio que había impuesto un reciente cuartelazo. Para esos días, la dinastía castrense fundada unos años antes por la Morsa, un pinnípedo célebre por su tozudez y sus pocas luces, ya había entrado en franca decadencia. Al creciente descrédito que venían sufriendo las milicias gobernantes se le sumaba ahora la acción de las milicias civiles, que ofrecían como alternativa una forma mucho más explícita de violencia. Es muy posible que la gente común se hubiera conformado con vivir en paz y recuperar las libertades democráticas, antes que meterse en una revolución. Pero el hecho es que la lucha estalló en el propio seno de la clase dirigente y pronto tomó la forma de una suerte de guerra generacional. En los años que siguieron, vimos a los jóvenes parricidas enfrentando a los viejos filicidas ante la mirada pasiva de la mayoría, en una lucha que acabaría por someternos a otra dictadura.
Algunos asesores le habían aconsejado a la Morsa inmunizar a la nueva generación contra las ideologías, para conseguir que aceptaran de buen grado la sustitución de la política por una tecnocracia autoritaria. Pero esas maniobras apenas habían logrado que el fruto prohibido se volviera más codiciable. Tras varios años de abstinencia ciudadana era inevitable que renaciese la atracción por la política. En esos días se popularizó el latiguillo “Todo es política, ¿viste?” No era la primera vez que los mojigatos liberados se volvían libertinos, y era bastante previsible que después de tanta castidad de ideas nos precipitáramos en la promiscuidad ideológica.
El país vivía una primavera política, y los más optimistas soñaban con que sería la primicia de un eterno verano. Nadie sospechaba que apenas se trataba de un intervalo entre dos inviernos, el segundo mucho más inclemente que el primero. Por el momento, la violencia seguía siendo en buena medida verbal y en el mundo intelectual todavía estaba permitido ironizar sin exponerse a ser condenado como frívolo. Todavía queríamos pensar que el crepitar de las armas que se escuchaba en sordina y la sangre que salpicaba las pantallas de TV eran males inevitables pero pasajeros, porque la gran promesa que nos aguardaba en el futuro cercano era nada menos que la Liberación, la versión criolla de la Revolución
El fósil viviente
Al iniciarse esta etapa, el fósil viviente era la especie que más arraigada en el hábitat académico. El fósil se nutría de glorias pasadas, y había logrado sobrevivir a todas las turbulencias políticas menores, que por lo general no eran más que disputas por el empleo público. La previsibilidad de su conducta le había permitido conservar las posiciones más estratégicas del Reino Cultural y hacer de él una región de difícil acceso. Aparte su tradicional endogamia, los fósiles vivientes lograban mantener sus privilegios merced a un exitoso proceso de crianza; solían tolerar la rebeldía juvenil pero reclutaban al neófito en cuanto su cuero comenzaba a curtirse.
Los fósiles anidaban en las academias y universidades, una comarca que hacía tiempo había superado varios sismos y más de una migración. El microclima de la región se había estabilizado y ahora permitía que prosperaran. Gozaban de una sordera selectiva que les permitía mantenerse incólumes aun cuando el fragor de la protesta llegaba hasta sus puertas. Amasaban erudición y nunca dejaban de lamentarse por la decadencia del espíritu académico. Todos los fósiles parecían coincidir en que la Edad de Oro había quedado muy atrás, pero discrepaban a la hora de precisar cuándo había ocurrido eso.
Para el tiempo en que emprendimos estas observaciones, los viejos saurios comenzaban a sentirse molestos por las incursiones de unos pequeños mamíferos que hacía tiempo venían hostigándolos con la saña propia de la juventud. Cada tanto, alguna manada llegaba a invadir sus nidos para detonar petardos o pintar leyendas insultantes. En esos casos los saurios no dudaban en recurrir al brazo secular y descargaban coletazos de un vigor nada despreciable.
No es posible hablar del fósil sin hacer referencia a la especie que vivía en estrecha simbiosis con él. Nos referimos al docente vulgar (lumpendozent), una variedad menos vistosa pero no menos fósil que habitaba en la subregión escolar. El docente vulgar solía manipular datos, cifras y frases, vestigios del tiempo en que todavía no andaba saltando de una escuela a otra. Administraba celosamente el manual que había compuesto algún fósil veterano y a veces, munido de tijeras y goma de pegar, se animaba a armar el suyo propio. Era un guardián del orden, y su enemiga era la curiosidad, a la cual veía como el germen de los más peligrosos cuestionamientos.
El quiróptero de izquierda
Demás está decir que por naturaleza, los fósiles eran dextrógiros, esto es políticamente orientados hacia la derecha. En su intimidad, más de uno de ellos no dejaba de añorar algún Nuevo Orden dictatorial de antaño.
Sus antagonistas naturales eran los quirópteros, esencialmente orientados hacia la izquierda. Tengamos presente que en ese tiempo no costaba demasiado esfuerzo distinguir a la izquierda de la derecha, tarea que hoy puede desesperar al mejor de los taxonomistas.
El quiróptero levógiro (o gauchiste) no volaba, pero tenía una habilidad poco común para planear, aprovechando las corrientes de aire. Sus vuelos, de corto alcance, nunca llegaban a ser demasiado arriesgados. Gracias a su notable sentido de la orientación, lograba eludir la censura y exhibía cualquier encontronazo con el poder como toda una hazaña de la libertad.
El quiróptero tenía su hábitat natural en la región porteña, pero su clima ideal era el de París. De hecho, descendía de aquellas aves de generaciones anteriores que en sus mocedades migraban al Viejo Mundo, para ser iniciados y volver con fama de ilustrados.
Salía de noche, como el ave de Minerva y la gente del bajo mundo, y adoraba la semipenumbra del café‑concert. Para los lectores más jóvenes, conviene aclarar que esto último era una caverna típica del paisaje de entonces, que más tarde desaparecería. El café‑concert era el ámbito donde el quiróptero solía provocar a empresarios y ejecutivos, denostando a la sociedad de consumo con palabrotas que entonces todavía escandalizaban.
Cuando lo invitaban a una de esas mesas redondas que se acostumbraba celebrar entonces, el quiróptero hacía el papel de niño terrible. Levantando un índice acusador, apuntaba a esos temas que aún se consideraban atrevidos. Pero era evidente que le costaba renunciar a sus gustos elitistas, porque trataba de que no lo confundieran con esa masa que decía defender. Lo que más temía era que lo sorprendieran hablando en serio. Por eso, cada vez que incurría en algún sentimentalismo solía atribuírselo a unas míticas tías con nombres como Etelvina, Clotilde y hasta Eulalia.
Apologista de la Libertad en todas sus formas, podía vivir en cautiverio si le garantizaban una alimentación adecuada, cuidando especialmente que no le faltara el alcohol. Para los lectores más jóvenes, cabe aclarar que en esos tiempos no se conocía coca ni heroína: los muchachos de antes se ponían brillantina.
El preadaptado
En de este panorama, no muy diferente del que entonces se apreciaba en otras latitudes, ya se registraba la presencia de algunos mutantes que comenzarían a multiplicarse un tiempo después. Entre las especies dextrógiras en ascenso se destacaban al preadaptado y el factífago. Del lado de los levógiros, comenzaban a hacerse notar el neoliberador y el cronosemiólogo.
La especie de los preadaptados sufría del mismo infortunio que en eras remotas se había abatido sobre el esmilodonte y el ciervo Megaceros. Era apenas una consecuencia de su virtuosismo adaptativo: lo más parecido a un tecnócrata que se podía conseguir en este país, como decían. En los criaderos del Norte lo habían adiestrado para rendir al máximo, pero eso requería unas condiciones que aquí costaba conseguir. Pronto descubría, para su desgracia, que en estas comarcas australes apenas le esperaba un gris porvenir de fósil. Añoraba los verdes campos norteños, donde florecía el Status, y por momentos tenía la sensación de ser un turista perdido que andaba buscando su comitiva.
Para sobrevivir en las precarias condiciones que ofrecía el medio local, al preadaptado no le quedaba más que cultivar un activo comensalismo con su par, el ejecutivo criollo, con quien quizás hubiera compartido algún seminario. Esta providencial vinculación le permitía encontrar su destino final entre la gerencia de Relaciones Públicas y la redacción del House‑organ. Los concursos literarios auspiciados por la empresa lo tenían por ineludible jurado, y siempre le tocaba ser el orador principal en los actos de beneficencia. A veces, hablando en un banquete, se le escapaba algún latinajo, pero sus oyentes sabían disculparlo.
El factífago
Aunque en tiempos recientes había remozado su aspecto, esta especie provenía de un filum académico sólidamente implantado en la región. Esta filiación, unida a su escasa visibilidad le había permitido sobrevivir a las peores catástrofes. En tiempos más recientes llegaría incluso a prosperar, gracias a esas reformas del aparato productivo académico que fueron pensadas por y para ella.
Tal como su nombre lo indica, el factífago era un himenóptero que se alimentaba tan sólo de hechos y no disponía de un aparato secretor que permitiera sacar conclusiones. Cada vez que se topaba con hechos frescos de una clase que todavía nadie había pensado en medir o procesar, lo primero que hacía era atraer la atención de sus congéneres mediante una compleja coreografía. A veces, sin siquiera aguardar a que llegaran, se precipitaba sobre la presa para libar toda la información que podía. Ya en reposo, elaboraba su miel cristalina y científica con sabor a hechos y exenta de cualquier tipo de especulaciones. Abominaba de los juicios de valor y rechazaba como frívola cualquier lectura que se desviara del paradigma. Se complacía en usar fórmulas del tipo “ni a ni z” y era un verdadero maestro en el arte de manejar el eufemismo, el neologismo y el tecnicismo.
Si bien en aquellos años esas virtudes todavía no eran demasiado apreciadas, a él le servían para cultivar su autoestima y desprenderse de la pedestre realidad. Destilaba ciencia pura, y sólo llegaba a sentirse cómodo en los ámbitos donde se hablaba de filosofía analítica o estructuralismo. Esas inclinaciones también le permitían hacerse fama de progresista; en esas reuniones sociales la ciencia nunca dejaba de impresionar.
Pero si había algo que el factífago no toleraba era que se interfiriera en su actividad. Cuando llegaba el momento de sentirse apremiado, reaccionaba sacando el atávico aguijón de sus ancestros, que habrían sido patrones de estancia o inmigrantes emprendedores. Llegado el caso, no dudaba en hacer valer su prestigio y también reclamaba la intervención del brazo secular.
El neoliberador
En esos días recién se comenzaba a hablar de esta especie mutante, que durante el reinado de la Morsa se había estado incubando en los caliginosos sótanos universitarios. El neoliberador provenía de una cepa que originalmente habían cultivado para formar preadaptados o fósiles. Como ellos, había emprendido el vuelo y allende los mares lo habían equipado con todo lo necesario para entregarse plácidamente a la factifagia científica o a la necrofagia erudita.
De vuelta al pago, no había acabado de bajar del avión cuando descubría que esas acrobacias que tanto se apreciaban en los circos del Norte no lograban arrancar ni un aplauso aquí, donde el trapecista apenas contaba con una pista de aserrín bajo una lona remendada.
Ante circunstancias tan adversas, cualquier otro preadaptado se hubiera puesto a buscar una ocupación más rendidora, cuando no a pensar en la emigración. Pero el neoliberador, visceralmente romántico, elegía quedarse aquí. Por el momento, no atinaba a ver cómo podía llegar a desplegar todas las destrezas que había adquirido, pero estaba animado por la sana intención de comprender la “realidad nacional”. Un día, cuando ya comenzaba a sentirse desalentado, descubría la Política y de pronto sentía que su vocación no era más que una variedad informal de lo político.
En esos años la comarca pasaba por un nuevo clima espiritual, y de repente se había imbuido de profetismo y vigilia mesiánica. Todos se extasiaban hablando de la Liberación y se desvelaban por leer los acontecimientos políticos en clave bíblica. Los oráculos más recientes sugerían que la nueva ruta de la historia universal pasaba por estas latitudes y que la teología política era la vía natural para acceder a ella. Pero antes, para allanarle el camino a la historia era preciso purificar al ser nacional de todas las costumbres extranjerizantes, incluyendo las académicas. Abandonando todas las supercherías foráneas, había que ponerse a buscar las claves del Ser Nacional en el refranero popular, las letras de Discépolo o los apotegmas de Perón. Al fin y al cabo, mucho tiempo antes que el argelino Franz Fanon, el vasco Jauretche ya lo había dicho casi todo. Pero si quien se encargaba de hacer la exégesis de Jauretche había estudiado en París, mejor aún.
Por cierto, en ese tiempo ya había neoliberadores en la universidad, por más que su hábitat natural seguía estando en las salas de conferencias y los cursillos privados. El prestigio de que gozaban esos cenáculos hacía que la fama del arúspice corriera de boca en boca, del mismo modo que crece el renombre de homeópatas y quiroprácticos. Haciéndose eco de tanto prestigio, los políticos solían encargarles Proyectos Nacionales, que por supuesto jamás tenían en cuenta, porque no es fácil renunciar a esa Santa Improvisación, una de nuestras más caras tradiciones.
El neoliberador hablaba en tono enfático. A la hora de escribir, abusaba de las mayúsculas. Solía cortejar a la juventud disimulando sus rasgos pre-fósiles bajo una cuidada imagen informal. Por su aspecto recordaba al pterodáctilo, cuyas alas implumes todavía mostraban la piel escamosa de un saurio al que la naturaleza había lanzado prematuramente al espacio.
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