Te esperaré en el feezer (capítulo)

Benjamín Franklin, que tenía fe en el progreso y sentía curiosidad por el futuro, imaginó que algún día sería posible conservar a los muertos y quizás devolverlos a la vida. Y ya que habría que hacerlo en algún medio líquido, él prefería que lo guardaran en un tonel de vino de Madeira, junto a algunos amigos con quienes poder conversar al despertar.

Era apenas otra versión del antiguo sueño de la inmortalidad física, que siempre estuvo presente en la literatura. “Dormir” a un personaje de novela para despertarlo en el año 2000 fue un procedimiento casi rutinario para los escritores, desde Washington Irving, Verne y Salgari y hasta Howard Fast.

Robert A. Heinlein abordó el tema en 1957 en la novela Puerta al verano, cuyo protagonista era sometido a la hibernación en una clínica de Riverside (California) y mantenido en vida latente por medio siglo. Cincuenta años más tarde, en Riverside estaba la casa matriz de la Fundación Alcor para la Extensión de la Vida, dedicada a hibernar pacientes clínicamente muertos, con vistas a descongelarlos en cuanto la ciencia pueda devolverles la salud.

¿Otra de esas “increíbles predicciones” que hacen de la clarividencia la mayor virtud de los escritores de ciencia ficción? En este caso, más bien se trataría de una profecía autocumplida. Por supuesto, los directivos de Alcor juran que no pensaron en Heinlein y se radicaron en California para aprovechar la tolerancia de las autoridades locales.

El patriarca de la criopreservación, la tecnología que emplea Alcor, fue Robert C.W. Ettinger, un profesor de física. Tuvo que pagarse la primera edición de su obra Perspectivas de Inmortalidad (1964), pero cuando los editores lo descubrieron, tuvo nueve reediciones y fue traducido a cuatro idiomas. Al que le siguió Ettinger, pensando en Nietzsche o quizás en Clark Kent, lo llamó Del hombre al Superhombre.

Ettinger creía que pensar a la muerte como un estado irreversible era apenas un prejuicio. Convencido de que algún día se podría hacer algo al respecto, abogaba por la conservación de los cuerpos a bajísimas temperaturas. Admitía que la idea la había tomado de un cuento de ciencia ficción de los años treinta (mucho antes de Heinlein), pero pensaba que en apenas algunas décadas habría “gigantescas máquinas quirúrgicas” que podrían restaurar, molécula por molécula, las células enfermas.

En 1964, los científicos apenas habían logrado hibernar algunos hámsters, pero al año siguiente tres biólogos japoneses enfriaron y reanimaron cerebros de gato. Cuando el primer perro congelado fue revivido exitosamente en Los Angeles, los astronautas hibernados ya estaban en las películas como 2001. Odisea del espacio (1968).

Entonces se habló mucho de Walt Disney, a quien la leyenda urbana da por congelado y guardado en una cápsula debajo del área “Piratas del Caribe” de Disneylandia. Pero lo cierto es que existe un certificado médico, un acta de cremación, un testamento y hasta un nicho en el cementerio de Glendale: todo a nombre de Disney.

A fines de los Ochenta, la conservación de embriones humanos en nitrógeno líquido ya se había convertido en un procedimiento rutinario. La Inmortalist Society, fundada en 1965, tomó un nombre más científico (Cryonic Society) antes de convertirse en la empresa Cryonics. Con el tiempo, Alcor, Trans Time y Cryonics fueron los líderes del sector.

La cruzada a favor de la criostasis nació en el seno de la L5 Society, un curioso club de los años setenta. Cualquiera hubiese dicho que había sido creado para poner en práctica las ideas de J.B.S. Haldane y J.D. Bernal, aunque jamás se supo que los mencionaran.

En esos años Gerard K. O’Neill se puso a diseñar planetoides dotados de gravedad y paisaje terrestre donde podrían vivir comunidades autosuficientes, con un estilo de vida entre anarquista y country. La L5 Society se proponía colgar varios planetas artificiales en alguno de los cinco puntos estables de la órbita lunar que había determinado Lagrange. De ellos había tomado su nombre, “Lagrange 5”o “L5”.

Entre los fundadores de la Sociedad estaban nuestro conocido K. Eric Drexler y su discípulo Keith Hanson. Había gente tan notoria como Hans Moravec, Marvin Minsky, Freeman Dyson, Isaac Asimov, Robert A. Heinlein, Jerry Pournelle y hasta Timothy Leary, el veterano gurú hippie.

Al principio, prácticamente todos apostaban por la criónica, pero con el tiempo hubo deserciones. Freeman Dyson se negó a congelar a su padre. Isaac Asimov optó por un entierro tradicional. El propio Heinlein a última hora también se negó a ser congelado y mandó que lo cremaran. Timothy Leary pidió que sus cenizas fueran esparcidas por el espacio cósmico.

Uno de los socios más entusiastas fue Saul Kent, que se había devorado el libro de Ettinger en la playa. Después de congelar a su primer paciente en 1964, Kent ya no pudo parar.

En esa época, la tecnología todavía era un tanto artesanal. Una tarde, cuando estaban trasladando un cuerpo a través de un parque muy concurrido, los asistentes de Robert Nelson descubrieron con alarma que se iba a romper la cadena del frío. Por suerte, a nadie le llamó la atención verlos llenar un ataúd con el hielo de la estación de servicio, pero eso les permitió seguir viaje hasta el laboratorio.

En 1987 murió Dora, la madre de Kent. Saul, que vivía en Riverside, recurrió a los servicios de Alcor, que para entonces ya guardaba un cuerpo y seis cabezas convenientemente acondicionados en su amplio freezer.
La idea de abaratar el proceso guardando sólo las cabezas se le había ocurrido al propio Kent cuatro años antes, para resolver el problema de un matrimonio congelado que no tenía respaldo económico en el mundo de los vivos. Seguir conservándolos tal como estaban salía muy caro, se optó por guardar las cabezas y tirar el sobrante.

El proceso de jibarización, técnicamente definido como “conversión rápida a neuropreservación mediante una sierra eléctrica de alta velocidad” consistía en cortar la cabeza (en adelante llamada “neuro”) con lo cual se reducían drásticamente los gastos de mantenimiento. Kent estimaba que en un solo envase de los que se usaban para conservar un cuerpo se podían alojar hasta veinte neuros o cabezas.

Cuando murió su madre, Saul no contaba con los cien mil dólares necesarios para alquilar un tanque de cuerpo completo, y no tuvo más remedio que optar por un neuro. Los técnicos de Alcor procedieron a la decapitación, pero en el apuro se saltearon un detalle. Estaban tan convencidos de que la muerte no existe que se olvidaron de llamar a un médico para que firmara el certificado de defunción.

A los pocos días, cuando las cámaras de la NBC irrumpieron en su casa, Kent se enteró de que había sido acusado de homicidio. La policía allanó varias veces la sede de Alcor y hasta le dio intervención a SWAT. Se llevaron de todo, incluyendo a dos perros guardianes, pero lo curioso es nunca encontraron la cabeza de Dora, de modo que con el tiempo la causa se diluyó. Cosas como estas ocurren hasta en California, pero a gente como Ernesto Sábato o Tomás Eloy Martínez, que supieron perseguir la cabeza de Lavalle o el cadáver de Evita, les hubiese interesado enterarse de que esta vez por lo menos aparecieron las manos. Menos suerte tuvo Perón.

El trámite de hibernación es relativamente simple. Como la ley exige no dar comienzo al “proceso de estabilización” hasta tanto no esté certificada la muerte clínica del donante (sic), los criopreservadores disponen de sólo “cuatro minutos de gracia”.

Ese lapso es lo que insume reemplazar la sangre por glicerol a muy baja temperatura, usando la misma técnica que utilizan los bancos de semen. Luego el cuerpo se guarda en un frasco Dewar, el termo gigante donde permanecerá suspendido en nitrógeno líquido a 197º bajo cero.

Mientras esté en “biostasis”, el cuasi-difunto dormirá el sueño de los justos (o por lo menos de los pudientes) en un moderno edificio sin ventanas de Scottsdale (Arizona). El mantenimiento consistirá sobre todo en reponer el nitrógeno que se evapora.

El principal problema no está en conservar los cuerpos des-animados (sic) sino en tener la posibilidad de re-animarlos. Las funerarias criónicas admiten que cuando el agua se congela, sus cristales destrozan las células, y hasta la fecha nadie sabe cómo repararlas. En 1983 se hizo la autopsia de dos cuerpos que habían estado guardados durante años, para quitarles la cabeza y reducirlos a neuros. El resultado no fue alentador: había múltiples fracturas y destrozos en vasos sanguíneos, hígado y pulmón. A pesar de eso, y apelando más al deseo que a la ciencia, Alcor recomienda seguir intentándolo, porque hasta ahora no se pudo probar que fuera imposible.

Más allá de preguntarnos si vale la pena preservar cuerpos tan deteriorados, se trata de saber si contaremos algún día con los medios para restaurarlos. K. Eric Drexler puso todas las esperanzas en la nanotecnología y narró con vívidos detalles como será el proceso de reanimación. En lugar de descongelar el cuerpo bruscamente, se le inyectarán colonias enteras de nanobots que irán restaurando una a una las células dañadas o incurables. Los ensambladores eliminarán las obstrucciones en los vasos, reemplazarán el glicerol por sangre fresca y pondrán todo a funcionar. El paciente resucitará rodeado de familiares y amigos. Los nanobots serán eliminados discretamente por el tubo digestivo, quizás para reciclarlos más tarde.

Esta es la promesa que hacen las funerarias criónicas. Aseguran que con el tiempo, gracias a la economía de escala y la Ley de Moore la nanotecnología estará al alcance de todos.

Para ser criopreservado, no es necesario ser millonario, explica Alcor en su página comercial, presidida con el logo del Ave Fénix. Por una suma razonable, uno puede extender varias décadas su vida y “tener tiempo para todas las cosas que siempre quiso hacer.” Cryonics va más lejos: ofrece “la única alternativa a la desesperación de la muerte”, una propuesta que potencialmente “no tiene límites”.

Pero antes de decidirse por uno u otro servicio hay que caminar mucho, como solía aconsejar el ministro Cavallo. A comienzos del presente siglo los precios más altos eran los de Trans Time: 150.000 dólares por cuerpo. Alcor, la empresa asesorada por Drexler, Minsky y Merkle, era un poco más económica: U$S 120.000 por cuerpo y 50.000 por cabeza. Las tarifas más baratas de plaza eran las de Cryonics: ¡solamente $28.000 por todo el cuerpo! Pronto habrá precios especiales para estudiantes, menores de edad y promos por grupo familiar, aunque puede que haya que actualizarlas por inflación.

Más allá de la retórica, las empresas confiesan que todavía no están en condiciones de revertir el estado cadavérico y suelen tranquilizar a los clientes asegurándoles que el proceso es compatible con las creencias judeocristianas.

El negocio de la criopreservación especula con los sentimientos de los deudos y con las fantasías de inmortalidad de los “donantes”, pero plantea más dudas que certezas.

Suponiendo que logramos reanimar a los hibernados a precios de obra social ¿no terminaremos por agravar la superpoblación del planeta? Clifford D. Simak, uno los primeros escritores que se interesaron en el tema, lo imaginó en su novela Déjenlos en el cielo (1967).

Ese no es nuestro problema, dicen las empresas: tarde o temprano, el proceso de envejecimiento será dominado. Pero al seleccionar a los supervivientes por su poder económico se invierte el principio de la selección natural (que quizás privilegiaría a la inteligencia) y se interrumpe el ciclo de reemplazo de una generación por otra. ¿Acabaremos creando una sociedad de Dráculas donde cada vez haya menos niños?
Además, ¿para qué preservar una cabeza si para clonarla nos alcanza con una muestra de tejido? Está claro que para completar el “donante” no habría más remedio que clonarle un cuerpo y luego trasplantar el cerebro. Ya que estamos, ¿por qué no usar la nanotecnología para hacer fisiculturistas y modelos esculturales, en lugar de restaurar viejos achacosos?

Puede que en Argentina la criopreservación nunca llegue a estar entre las prestaciones del PAMI, pero podría permitirnos usar el mismo ministro de economía en varios ajustes consecutivos, o bien para conservar dirigentes políticos e impedir la renovación generacional.

Todas estas fantasías de inmortalidad suenan a posmodernismo, y no es extraño que se llame “donante” a alguien que se comporta como un perfecto egoísta.

Si es cierto que la muerte y la desnudez igualan a todos, algunos se empeñan en distinguirse, y depositan su fe en una tecnología que aún no ha nacido. Hay religiones que hace siglos vienen ofreciendo la inmortalidad. Creer por creer, salen más baratas.