La Miami celestial (capítulo)

“Con la Convertibilidad, habrá más de seis décadas de crecimiento y prosperidad en Argentina.” Domingo F.Cavallo (1991)

Cuando los calurosos y áridos vientos del desierto posmoderno ya estaban asolando a todo el planeta, una eficaz ofensiva de tumultos y saqueos organizados sacó del poder al Castor sin aguardar su relevo formal, para el cual apenas faltaban unos meses.

La epidemia de fiebres inflacionarias a la que en esos días había sucumbido la comarca ya anunciaba que la primavera estaba tocando a su fin. Las puebladas que le sucedieron vinieron a mostrarnos que los golpes de Estado no eran una invención castrense sino un vicio arraigado en el folklore austral. Así pudimos apreciar que también era posible derrocar gobiernos movilizando pobres en lugar de soldados, lo cual se podía hacer no sólo en nombre de la Patria sino también del Pueblo y otros relatos.

Tal como suele decirse de la vejez y sus achaques, la posmodernidad no venía sola. No era una brisa local y pasajera. Era un huracán global que acababa de llevarse por delante al Muro que dividía al mundo. Tras habernos tenido en vilo durante décadas a la espera del Apocalipsis nuclear, la Guerra Fría llegaba a su fin; no con un estallido, sino con un quejido. Lo que vino después fue muy precipitado, y aún no había acabado de posarse el polvo del Muro cuando ya se estaban levantando las vallas que deberían contener a los pobres.

El desenlace que tuvo la guerra más temida del siglo fue tan poco épico que dejó perplejas a las devotas almas levógiras, que seguían aguardando la crisis final del capitalismo. Les costaba entender que esta vez la crisis les tocaba a ellos y que pronto tendrían que conformarse con papeles de reparto, porque la tragicomedia correría por cuenta de otros. Los dextrógiros, en cambio, exultaban de gozo imaginando al pillaje que vendría y ya estaban saboreando el botín.

Entrábamos en una época que sin duda no sería recordada por su creatividad en las letras y las artes, con la notable excepción de las artes circenses, que en esa época conocieron su apogeo. En poco tiempo, el vigor y la agilidad lograron derrotar a la inteligencia. Las performances de los trapecistas ocuparon el lugar que antaño había sido de la tragedia, los cocineros desplazaron a los conferencistas, los sexólogos a los sociólogos y los maestros de gimnasia a los críticos. En adelante, la grosería de los nuevos amos y la desfachatez de sus secuaces serían los nuevos criterios de belleza y de justicia.

Este escenario animó a los globalizadores locales, quienes pensaron que había llegado la hora de deshacerse tanto de Ilustrados como de Telúricos, para encarar la explotación sistemática de la comarca. No en vano se decía que los ricos gallineros criollos eran tan pródigos que ni el más voraz de los zorros hubiera podido mermar su opulencia.

Para asegurar que el saqueo pudiera llevarse a cabo sin alborotar demasiado al gallinero se eligió a un voraz omnívoro que se jactaba de su prosapia Telúrica, aunque lucía unas patillas sospechosamente parecidas a las de ese tío ricachón que tenía el Pato Donald.

Gracias al desaliento colectivo, el nuevo depredador no necesitó prometer nada para que las anómicas manadas lo siguieran, reconociéndolo como su indiscutido macho alfa. Nadie se inquietó demasiado cuando sus fieles carroñeros entraron en acción y comenzaron a desmembrar la carcasa del viejo Leviatán estatal y vender sus trozos al mejor postor.

El omnívoro prometía ser un nuevo León y le complacía compararse con el tigre llanero de sus pagos. Uno de sus seguidores desengañados le puso el mote de “comadreja” pero aquí, no siendo nuestra intención la de menoscabar su cuidada estampa de compadrito, optaremos por llamarlo Compadrejo.

Siguiendo el instinto de su especie —la comadreja come de todo, y no le hace ascos ni a las víboras venenosas— el Compadrejo no dejó nido sin saquear. Con sus dotes hipnóticas logró convencer a todos de que su moneda se había vuelto verde y valía tanto como las mejores del mundo. Si lo dejaban deshacerse de todas esas feas y anticuadas riquezas él mismo se encargaría de diseñar un nuevo y maravilloso paisaje lleno de autopistas, barrios cerrados, spas, multicines, paseos de compras y patios de comidas. Sería suficiente que los nativos de la comarca austral confiaran en la sabiduría del Mercado y en la magia verde para que el país no tardara en transfigurarse.

Si estaban dispuestos a seguirlo, sin preguntar demasiado, no tendrían que esperar hasta el fin de los tiempos para que una Miami celestial bajara de los cielos, llena de palmeras, piscinas climatizadas y estacionamientos subterráneos. Gracias a la prédica del Compadrejo y de su célebre Visir, la Florida reemplazó a París como meta de las peregrinaciones turísticas. Pronto fue más importante haber visitado Disneylandia que conocer el Louvre o la Capilla Sixtina.

Una de las hazañas más celebradas durante el reinado del Compadrejo fue la voladura de las ruinas de un hospital que había quedado a medio construir en tiempos del legendario León y con el tiempo se había convertido en un feísimo refugio de pobres. Bastaría con volarlo para que desaparecieran para siempre los pobres, o por lo menos que se fueran a otra parte. Desde entonces, la demolición pasó a ser la estrategia urbanística preferida por las autoridades. Pronto le tocó el turno a un arsenal y a la ciudad aledaña, que volaron por el aire en aras del progreso, borrando de paso las pruebas de un feísimo negocio de armas.

En este clima festivo todo se llegó a vender o bien a regalar a los amigos, desde el Correo hasta las riquezas del subsuelo. Fue una subasta festiva, que estuvo acompañada por el alborozo de los cómplices y la resignación de los descartados. Las afectuosas palmadas que cada tanto recibía el Compadrejo cuando iba al Norte a visitar al patriarca Arbusto, no hacían más que robustecer su fama de mascota fiel y sagaz.

Los apologistas del Compadrejo decían que con estas reformas nos habíamos hecho ciudadanos del Primer Mundo, pero el hecho es que ahora había varios mundos y no era tan fácil saber cuál era el primero. Jamás dudaban a la hora de ensalzar la competitividad y el capitalismo de riesgo, por más que en todas partes  se veía como triunfaban a los monopolios. Al igual que en el resto del mundo, a los habitantes de la comarca austral se les prometía que prosperarían si se hacían competitivos. Cualquier cartonero era un entrepreneur en potencia y hasta el último de los escolares podía comprarse un título con un buen plan de pago. Solían levantar como emblema esa cornucopia que derramaría la abundancia sobre todos en cuanto acabara de llenarse, pero algunos intuían que en el fondo del cuerno había un agujero negro.

Adormecidos por un coro que cantaba loas a la excelencia mientras seguía premiando la mediocridad, los docentes se hicieron definitivamente lumpen. Las escuelas tuvieron que reconvertirse y pasaron a ser guarderías, aguantaderos y merenderos donde iban a parar los que no podían pagarse una educación aceptable.

Con el triunfo del Mercado las demandas laborales habían cambiado, y ahora hasta para ser recepcionista o repositor de supermercado había que tener un posgrado o una diplomatura, cuando no una maestría. Bajo esas duras condiciones se puso en marcha un próspero mercado de títulos, que ahora era imperioso exhibir conseguir empleo.

La antigua isla universitaria renunció a su aislamiento, se lanzó a fundar colonias y procreó todo un archipiélago de academias dedicadas a la distribución de diplomas. El mercado se vio inundado por productos como las competencias y las incumbencias, sin descuidar la producción de contenidos y materiales. El inédito crecimiento del parque educativo estuvo acompañado por toda una proliferación de autoridades, que en general se destacaban más por su incremento patrimonial que por sus aportes al saber.

Para gozar de la protección de algún prestigioso colectivo académico, ahora era preciso producir papeles ajustados a las normas de calidad, para lo cual las nuevas tecnologías ofrecían herramientas tan irremplazables como el browser y el cut&paste. La destreza que muchos alcanzaron en estas disciplinas permitió optimizar la producción de textos, que llegaron a tener una extensión y una profusión bibliográfica casi monstruosas.

Tan recomendable como la producción de textos era el hábito de visitar los congresos para acumular millaje y participar del sorteo de jugosos subsidios de investigación. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, y debido a uno de esos efectos tan indeseados como inevitables, algunas de esas usinas de títulos se las arreglaron para salir buenas, pero fueron toleradas.

La solución que encontraron aquellas otras academias que apenas podían jactarse de su crecimiento demográfico, consistió en retener a su clientela obligándola a tener más certificados para saber lo mismo.


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