No todo lo que sale de la boca de los científicos es ciencia, especialmente desde que existe la ciencia ficción. Y es bien sabido que la ciencia ficción es como el vino: estimula en dosis moderadas, pero puede causar serias intoxicaciones cuando se la mezcla indebidamente con la realidad. Ni siquiera los científicos profesionales están a salvo de sus efectos.
A los vaticinios acerca del futuro remoto de la humanidad los llamamos “ciencia ficción” si los hacen los escritores, y “predicciones” cuando provienen de los científicos. Pero a la hora de pensar en los plazos más remotos, hasta las especulaciones de los científicos tienden a diluirse en expresiones de deseo con un mínimo contenido fáctico.
Durante el último siglo las fantasías de escritores y científicos se realimentaron mutuamente. Hasta se diría que los escritores fueron más prudentes que algunos científicos. Hasta es posible que las especulaciones más audaces no sean las más recientes.
Puede resultar sorprendente ver que las hipótesis más ambiciosas acerca de un futuro post-biológico para nuestra especie ya se habían barajado en una suerte de torneo intelectual que hace casi un siglo convocó a algunos de los más brillantes hombres de ciencia británicos.
El debate se planteó con un objetivo explícitamente político. Un escritor (H.G.Wells) y dos biólogos (J.B.S. Haldane y Julian Huxley) acababan de organizar la Unión Nacional de Trabajadores Científicos, un lobby que abogaba por la creación de un Ministerio de Ciencia y Tecnología en Inglaterra. Más tarde, cuando se les sumaron los filósofos Michael Polanyi y Karl Popper, el cristalógrafo J.D. Bernal asumió el liderazgo.
El grupo se proponía explorar los beneficios que podía traer la ciencia si el poder político se decidía a apoyarla. Con la misma intención, en la segunda posguerra del siglo nacería La nueva frontera (1945), el programa que le permitió a Vannevar Bush crear el sistema moderno de investigación y desarrollo.
El genetista Haldane planteó el tema con el ensayo Dédalo (1923), al cual el matemático Bertrand Russell le respondió con Ícaro (1924). J.D. Bernal se propuso superar “los sueños de Dédalo e Ícaro” con dos libros: El Juicio final (1927) y El mundo, la carne y el demonio (1929). El aporte del físico Lancelot Law Whyte fue Arquímedes, o el futuro de la física (1927).
Julian Huxley, que mucho más tarde presidiría la UNESCO, fue el primero en usar el término “transhumano”, allá por 1953. Huxley abogaba por la aplicación de tecnologías que permitieran mejorar la condición humana, pero hacía una importante salvedad: por trans-humano entendía al “hombre que sigue siendo humano pero se trasciende y realiza las nuevas posibilidades que encierra su naturaleza.” De cualquier modo, no especificaba donde había que trazar los límites entre el superhombre y la quimera. Su hermano, el novelista Aldous Huxley se burló de esas ideas en la clásica distopía Un mundo feliz (1932) donde se clonaba a las personas para naturalizar las desigualdades y evitar la posibilidad del conflicto.
Visto en perspectiva, aquel debate de los años Veinte parece estar imbuido de una fe progresista bastante ingenua, tal como cabía esperar de un discurso destinado a persuadir al gobierno y a los contribuyentes. Con todo, el optimismo de los autores parecía vacilar cuando recordaban los desastres de la reciente Gran Guerra.
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Haldane eligió a Dédalo porque le parecía una figura más interesante que Prometeo —un numen de la izquierda— porque era capaz de desentenderse de los dioses.
Su texto se abría con la evocación de dos imágenes: las trincheras de la guerra mundial, donde se veía a los hombres sirviendo a los cañones, y el estallido de una estrella Nova, que liberaba el poder del átomo. “¿Un exitoso experimento nuclear?” se preguntaba Haldane, antes de lanzarse a enumerar todo aquello que la ciencia podía hacer para emancipar al hombre de sus necesidades materiales.
Algunas de sus recomendaciones no dejan de tener actualidad. Previendo el agotamiento del petróleo, Haldane proponía desarrollar la energía eólica y usar el hidrógeno como combustible. Por supuesto eso llevaría unos cuatro siglos; pero una nueva guerra, lo postergaría por unos mil años. Ni tanto, ni tan poco.
En el largo plazo, Haldane veía un gran futuro para la genética. Cuando la síntesis de proteínas y la creación de un alga capaz de fijar el nitrógeno resolvieran el problema del hambre, podríamos aplicarnos a mejorar la especie, desarrollando embriones in vitro y diseñándolos según la eugenesia. Todavía nadie pensaba en la clonación o la ingeniería genética.
Haldane confiaba que en un futuro lejano desaparecerían las enfermedades, la muerte sería neutralizada y se desarrollaría la comunicación con el Otro Mundo, un tema que entonces fascinaba a muchos científicos. El dominio de la materia, del cuerpo y del inconsciente, obligaría a crear una nueva religión y una nueva moral.
“Son mis sueños – concluía sobriamente– pero quizás no sean tan buenos como parecen.”
Bertrand Russell salió a enfriar el optimismo de Haldane con su Ícaro. Russell dudaba de que la ciencia pudiera hacer a los hombres más felices. Por el contrario, pensaba que cada uno de sus avances terminaba por darle más poder a los grupos dominantes. Por eso había elegido como emblema a Ícaro, a quien le enseñaron a volar pero lo dejaron destruirse.
Para Russell, el conocimiento no garantizaba la madurez ética. La ciencia había ampliado el control del hombre sobre la naturaleza y la industria le había dado más bienestar, pero las dos habían volcado mucha más energía al servicio de la guerra.
El mundo tendía a la unidad económica, pero las libertades se restringían y el poder se concentraba. Por momentos lo más deseable parecía ser un gobierno mundial, que inevitablemente caería en manos de Estados Unidos. Sarcásticamente, Russell opinaba que “quizás el colapso de la civilización sería preferible a esa alternativa.” Russell recomendaba el control de la natalidad, pero también la esterilización de los “débiles mentales”.
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Los viejos catecismos católicos decían que “el mundo, el demonio y la carne” eran los enemigos del alma. En El mundo, la carne y el demonio Bernal usó las mismas palabras para señalar a los enemigos que “el alma racional” tendría que enfrentar y vencer en el futuro.
El primer movimiento (El Mundo) hacía modestos pronósticos: materiales sintéticos, uso de la energía solar, cohetes espaciales y veleros cósmicos impulsados por el “viento” fotónico. Más adelante Bernal se lanzaba a especular sobre la construcción de planetas artificiales, usando materiales obtenidos de los asteroides. Serían estructuras formadas por tres esferas concéntricas; una para protegerse de los meteoritos, otra para sintetizar materia orgánica mediante la fotosíntesis y la tercera para reciclar el aire. El núcleo sería un espacio habitable con capacidad para unas treinta mil personas, que tendrían que aprender a vivir en condiciones de ingravidez.
El segundo movimiento (La Carne) apuntaba a mejorar o superar el defectuoso cuerpo humano. Para Bernal el homo sapiens era un callejón sin salida, y su evolución tenía que desembocar necesariamente en el “hombre mecánico”. Para que los humanos dejaran de ser parásitos del medio. Bernal optaba por encapsularlos y hacerlos dependientes de una compleja tecnología. No quedaba en claro quien se encargaría del mantenimiento, en el caso de que todos accedieran a esa condición.
Para comenzar, se trataba de seguir algunas de las propuestas de Haldane, alterando el plasma germinal y la estructura corporal. Esas mejoras garantizarían unos ciento veinte años de vida para cualquiera.
Bernal confiaba más en la mecánica que en la biología, y pensaba que el paso decisivo recién se daría cuando las prótesis reemplazaran al cuerpo, lo cual tornaría obsoletos al esqueleto, la musculatura y los sistemas metabólicos.
El hombre del futuro sería un cerebro encerrado en un cilindro metálico con suministro de nutrientes y de aire. Estaría dotado de sensores y periféricos, como una computadora, y de órganos locomotores, como un robot. Con estos recursos podría alcanzar una vida (por cierto, no demasiado divertida) de unos mil años. En algún momento, estos transhumanos se mudarían a los planetas artificiales, abandonándonos a nosotros en una Tierra convertida en parque zoológico. En cuanto el Sol comenzara a apagarse, ellos también tendrían que abandonar el sistema solar.
Pero este aún no era el fin de la evolución. En la última fase, la humanidad se haría “etérea” y vagaría por el espacio convertida en un rebaño de nubecillas gaseosas que se comunicarían mediante radiaciones. Los últimos vestigios de nuestra especie se diluirían en algo tan místico como “un cuerpo de luz”. Bajo esa forma, llegarían a dominar el tiempo y quizás hasta a viajar por él.
Antes de llegar a eso, habría que enfrentar al “Demonio”; es decir, los aspectos ingobernables de la mente. Hasta que los cerebros enlatados pudieran prescindir de los sentimientos, era preciso sublimar el impulso sexual y potenciar al Superyó freudiano. Bernal pensaba crear una nueva religión, “clarificada por la psicología”, que sería lo único capaz de impulsar al hombre por el universo “con entendimiento y esperanza.”
Lo que consideraba inevitable era el al dimorfismo: la división de la humanidad en dos especies, una artificial y progresiva y otra natural y regresiva, como los eloi y los morlocks de H.G.Wells. La solución que proponía para evitarlo era bastante alarmante: crear una aristocracia de científicos que concentrara todo el poder y dispusiera qué hacer con las razas inferiores.
Bernal era un comunista ortodoxo —la URSS lo había distinguido con el Premio Lenin— pero difícilmente sus camaradas hubieran aplaudido esas visiones del “cuerpo de luz”, más afines al espiritismo que al materialismo dialéctico.
A la hora de concebir el nuevo hombre, Marx apenas había soñado con una educación polivalente. Trotsky se conformaba con imaginar que algún día todos alcanzarían el nivel mental de Darwin, Goethe o Marx. En cuanto a los herederos de Lenin, desde Stalin hasta el Che Guevara, nunca dejaron de decir que estaban formando al Hombre Nuevo.
Lo que más debe haberlos alarmado es que Bernal imaginara que el Estado soviético del futuro estaría dominado por los científicos y no por el aparato político. En todo caso, esos científicos no serían los genetistas, que Stalin estaba matando en el Gulag. Por ser solidario con ellos Haldane dejó el Partido, pero no se le ocurrió mejor excusa que decir que había perdido el carné.
Haldane y Bernal ejercieron una marcada influencia sobre algunos escritores ingleses de su generación.
Olaf Stapledon se inspiró en Haldane para escribir sus Últimos y primeros hombres (1930) pero imaginó que las “manipulaciones” (sic) biológicas del “arte vital” recién ocurrirían dentro de veinte millones de años. En su novela, el intento de que “el Hombre se remodelara a sí mismo” desembocaba en una catástrofe: los humanos terminaban sometidos a unos monstruosos cerebros que los sacrificaban en absurdas guerras.
El cristiano C.S. Lewis también le hizo un lugar al cerebro autónomo de Haldane en su Trilogía de Ransom, pero lo convirtió una posesión diabólica. La propia hermana de Haldane, la escritora Naomi Mitchinson (1879-1999) construyó una distopía bastante siniestra basada en la ingeniería genética (Solución III, 1975) y se la dedicó “a Jim Watson, que sugirió la horrible idea.”
Ninguna de aquellas ideas era demasiado original, y a cualquier doctorando no le costaría demasiado trabajo rastrearlas en el corpus de las “ficciones científicas” europeas, aun anteriores a Verne. La science fiction, aún no había nacido.
Sin embargo, los temas esbozados en aquel torneo de ensayos (planetas artificiales, simbiosis hombre-máquina, cuerpos rediseñados y cerebros sin cuerpo) nunca dejaron de estar presentes en el imaginario, ya fuera como ficciones o bien especulaciones. Con cien años a cuestas, constituyen la matriz del proyecto utópico que hoy conocemos como “trans-humanismo.”
Los trans-humanos
Muchos recordarán al Hombre de Lata, aquel pintoresco leñador con un embudo en la cabeza que acompañaba a la niña Dorothy en las historias de El mago de Oz. En cada uno de los accidentes que había sufrido, le habían reemplazado alguna parte del cuerpo por una pieza metálica, con lo cual había llegado a ser una suerte de ciborg.
La idea de que un cuerpo artificial podía ser mejor que el orgánico llegó a popularizarse entre los escritores de ciencia ficción desde que Haldane imaginara sus cerebros enlatados.
Inspirándose en los trabajos de Claude Shannon, Arthur C. Clarke imaginó, en La ciudad y las estrellas (1956) que algún día sería posible almacenar la personalidad en una base de datos. En la misma época Fred Pohl pensaba que bastaría con alimentar a una máquina con todas nuestras lecturas y experiencias para lograr “algo bastante parecido a uno.”
Para 1971 Dick Frederiksen, un científico de IBM, comenzó a especular con un “trasplante de cuerpo.” La idea fue retomada por Hans Moravec, el autor de Hijos de la Mente (1988): la obra más bizarra que jamás hubiera publicado Harvard, según Martin Gardner.
Obsesionado por los robots desde la infancia, Moravec trabajó durante toda su vida con la inteligencia artificial y propuso no uno sino varios métodos para “descargar” la personalidad en una computadora. La palabra elegida era download, la misma que usamos al bajar un programa o un archivo de Internet. Moravec pensaba que si uno lograra descargar toda su psique en un sistema informático, sería inmortal y realizaría la “fantasía religiosa” de ser un espíritu puro.
Para eso, uno tendría que someterse a un cirujano robot, que iría explorando todas las áreas de su cerebro, copiando la información y descargándola en la máquina. A medida que se cumpliera la transferencia, las neuronas originales serían destruidas, hasta el momento en que el “donante” pegaría un último sacudón y se despediría de este mundo. Poco más tarde, y al cabo de un necesario “reseteado”, comenzaría a ver el quirófano y a su cadáver desde el lado opuesto. Entonces se daría cuenta de que su mente había transmigrado a un software inmortal.
¿Podría llamarse eso “vida”? Hasta el filósofo Robert Nozick, a quien nadie imaginaría capaz de tener sentimientos, calificó a este programa como un suicidio que privaría a la vida de todos sus atractivos.
Sin amilanarse, Moravec respondió que en esas condiciones, el ciberespacio podía llegar a ser más interesante que el mundo físico: uno podría pasarse eternidades navegando, chateando o esquivando spam. Para tranquilizar a los liberales, aseguró que la evolución tampoco correría peligro de detenerse, porque nuestros descendientes seguirían compitiendo entre sí en eterno Mercado virtual.
Para transmigrar ni siquiera haría falta morirse. Moravec imaginaba que podrían instalarse monitores permanentes en el cerebro que irían copiando en una máquina todas nuestras experiencias diarias, como si fueran la voz de la conciencia o un auditor del Fondo Monetario. Los precavidos hasta podrían hacer back up de su personalidad, para caso de que el original se estropeara.
Para lograrlo, ¿sería suficiente con duplicar la base de datos del cerebro? Aunque lo consiguiéramos, igual nos estaría faltando el software neuronal, que no es nada sencillo de reproducir. Además, si la madre naturaleza ha sabido crear un organismo que se repara a sí mismo, ¿para qué reemplazarlo por un programa que está expuesto a cualquier falla en el suministro de electricidad?
Aun confiando en que como cualquier otra tecnología tendería a abaratarse, la transferencia tampoco estaría al alcance de cualquiera. ¿No sería otra forma de dimorfirsmo que condenaría a los hombres biológicos a servir a los enlatados, siempre y cuando no se tentaran de cortarles la corriente?
El debate reapareció con la “muerte de las ideologías” de fines de los años ochenta. La propuesta de abandonar al hombre a su suerte para ponerse a engendrar al Superhombre se planteó en los exitosos libros de científicos y divulgadores como Moravec, Marvin Minsky y Eric Drexler. El libro que más influyó fue el de Raymond Kurzweil, un astro de la informática que le puso un sugestivo título: La era de las máquinas espirituales (1998).
Todas estas obras, que irradian un optimismo a prueba de catástrofes, conforman el ideario del movimiento Trans-humanista, una suerte de versión tecno de la eugenesia.
Los transhumanistas moderados piensan que es hora de que el hombre tome el control de su evolución. Los más radicales están convencidos de que pronto la propia evolución de la tecnología nos reemplazará por robots.
Si bien por lo general se definen como ateos y materialistas, la “espiritualidad” trans-humanista ofrece lo mismo que algunas religiones —eliminación del dolor, inmortalidad, eterna juventud— pero promete realizarlo en esta vida. Apoyan cualquier tecnología, real o posible, que permita alcanzar esas metas, desde la criogenia, que promete la resurrección, hasta la nanotecnología, que permite remodelar los órganos. La propuesta más conservadora es la de instituir la práctica de la reproducción in vitro, para suprimir de raíz el sexo y los conflictos de género, tal como quiso Donna Haraway.
Sus ideólogos más entusiastas no son hombres de ciencia. Son dos filósofos, Nick Bostrom y David Pearce, que fundaron en 1988 la World Transhumanist Association. Tomaron su emblema “H+” (Homo Plus) de una novela de ciencia ficción de Frederik Pohl. También son llamados extropianos, porque por un tiempo su vocero fue la revista Extropia.
A diferencia de los escritores de formación científica, que suelen ser más radicales, los filósofos son más bien concordistas, pero no dejan de caracterizar a su programa como una religión. Más cautelosos que esos locuaces posmodernistas que denunciaron Sokal y Bricmont, corren el riesgo de naufragar como aquellos cuando se meten en temas que los científicos dejan para la filosofía y los filósofos reservan para la ciencia.
El núcleo duro de la propuesta es una predicción bastante precisa para los próximos veinte o treinta años. En ese plazo se daría la convergencia de cuatro corrientes que están creciendo de manera exponencial; la nanotecnología, la biología molecular, las ciencias cognitivas y la informática. Antes del 2050 esta convergencia debería producir un salto evolutivo radical, que Vernon Vinge y Raymond Kurzweil llaman “singularidad tecnológica”. Entienden que antes de fin de siglo la humanidad experimentará una mutación cualitativa que nos hará a los humanos tan obsoletos como los dinosaurios.
Para los trans-humanistas esta eclosión es inexorable, porque se basa en “leyes naturales”. La favorita de Kurzweil es la Ley de Moore: “la superficie de los transistores se reduce un 50% cada dos años.” Pero desde que Gordon Moore la enunciara en 1965, la ley ya tuvo que ser rectificada, lo cual no la hace tan “natural” y confiable como la gravitación universal o los principios de la termodinámica. Kurzweil podría haber apelado a la Ley de Metcalfe, que expresa el vertiginoso crecimiento de las redes, pero prefiere hablar de los “retornos acelerados”; esto es, el ritmo con el cual los avances tecnológicos se realimentan y aceleran entre sí. De acuerdo con este principio, la primera generación de inteligencias artificiales diseñaría a la siguiente, y desataría un crecimiento exponencial de la complejidad.
Con esa lógica, Kurzweil explica que si la industria automotriz hubiera crecido con el mismo ritmo, un auto costaría diez dólares y sería más rápido que la luz. Claro que en el mundo real esas cosas no ocurren porque esos crecimientos infinitos se neutralizan a sí mismos. Pero como metáforas siempre son impactantes, sobre todo cuando se dicen ante un auditorio que ha pagado muy caro para oírlas.
A la hora de ponerle fecha a sus profecías, Kurzweil nos decepciona, porque es uno de esos que anunciaron para el año 2000 un colapso de las computadoras (el famoso 2YK) que nunca ocurrió. Para el pasado 2009 anunciaba teléfonos capaces de traducir y la cura para el cáncer. Más alarmante, era su profecía de un movimiento “neoluddita” con miles de energúmenos que la emprenderían a martillazos con las computadoras.
Nada de eso ocurrió, pero Kurzweil no se arredra ante los hechos y anuncia que para el 2019 las máquinas comenzarían a confundirse con los cerebros en cuanto alguna supere el test de Turing. En diez años más, será necesario darles documentos y reconocerles derechos humanos a los robots. Dejando atrás la nanotecnología, para el 2072 y estaríamos haciendo pico-ingeniería; esto es, trabajando con magnitudes de una billonésima del metro. Habría femto-ingeniería (medida en mil-billonésimas) para el 2099. No solo eso: para fin de siglo XXI ya seríamos inmortales, y habrían desaparecido los límites que separan a los humanos de las máquinas.
Todo esto se parece demasiado a la New Age, que confiando en la astrología viene anunciando desde hace varias décadas la llegada de la Era de Acuario. Quizás el transhumanismo sea una suerte de New Age para tecnófilos. Pero si los humanos tienen tantos defectos de origen, ¿quién nos garantiza que serán capaces de crear algo mejor que ellos mismos?
Una vez más, la pregunta más importante es: ¿qué piensan hacer con los seres de carne y hueso, que para el caso serán los pobres del sistema?
Los planteos más radicales del transhumanismo se caracterizan por un marcado desprecio hacia el cuerpo y la evolución biológica, que parece calcado del misticismo gnóstico de los primeros siglos de nuestra era.
Esta tendencia antihumanista no ha hecho más que acentuarse desde que fuera planteada por el neurofisiólogo Warren Mac Culloch en las legendarias Conferencias Macy de 1972 sobre cibernética. Mac Culloch escribió que “siendo el hombre el más sucio y destructivo de los animales” cabe esperar que las máquinas lleguen “felizmente, a dominarlo y esclavizarlo 1.” Un desprecio aún mayor por la vida orgánica es el que tienen muchos ideólogos de la ciber-cultura, que suelen clamar contra las limitaciones del cuerpo orgánico —los gnósticos lo llamaban “saco de inmundicias”—y sueñan con ser máquinas perfectas.
Al parecer, el fracaso de los proyectos utópicos del siglo Veinte llevó a algunos a renegar tanto de la política como de la educación, que desde la Ilustración eran considerados los medios más adecuados para mejorar la especie. Con este marco tan nihilista como implícitamente autoritario el filósofo Peter Sloterdijk escribió sus Normas para el Parque Humano (2003) donde vuelve a proponer la eugenesia como la última tarea que le cabe a la especie, pero es tan buen estilista que logra suavizar y hasta desnazificar la idea. Uniéndose al coro necrológico del último medio siglo, Sloterdijk proclama la muerte del humanismo, que identifica con la cultura letrada y la correspondencia epistolar. Para persuadirnos de que todo eso acabó para siempre escribe un libro y provoca una polémica donde se cruzan más mensajes electrónicos que en cualquier epistolario del Siglo de las Luces. Esto también nos recuerda a aquellos gurúes de la New Age que reniegan de la tecnología pero viajan en avión.
Entre la exégesis de Platón y la invocación parricida de Heidegger, el filósofo proclama que la muerte del humanismo ya no deja lugar para una ética sino a lo sumo, para una antropotécnica. Algunos entendieron que aludía a la manipulación genética, pero apenas estaba evocando esas técnicas para la cría de ganado que recomendaban los eugenistas de triste memoria. En cuanto a relegar a la humanidad a un Zoológico, era una idea que ya se le había ocurrido a Bernal al comienzo de toda esta historia.
Cuando se encara este tipo de textos provocativos es difícil saber hasta dónde llega la ironía y en qué momento está enunciando una tesis. Pero en un contexto donde flotan los vahos del relativismo, la ambigüedad puede ser funcional para lo peor.

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- Cfr.: N.Catherine Hayles, How we became post human. Chicago, The University of Chicago Press,1999 ↩