Como tantas otras cosas, a la fórmula “la imagen no miente” se la atribuyen a los chinos. Es común invocarla en defensa de la credibilidad de los medios. Pero por más evidente que parezca, está lejos de ser válida ni siquiera en el caso de las artes figurativas. La más realista de las pinturas no deja de ser una ficción. Es algo que sólo Platón se atrevió a tildar de mentira, pero tampoco es una copia de la realidad.
Es sabido que desde tiempos inmemoriales, los poderosos han empleado a pintores y escultores para que inmortalizaran su figura, disimularan sus defectos y magnificaran sus triunfos. Esta tarea suele recaer hoy en los fotógrafos. Pero la imagen fotográfica, posada y embellecida con todos los recursos del laboratorio, ya está muy lejos del realismo.
La fotografía se convirtió en arte cuando dejó de reflejar los hechos para mostrar la visión del artista. No siempre ni necesariamente alteró la imagen con la intención de engañar, pero sí para resaltar ciertos aspectos, añadir valor estético o tocar la sensibilidad moral. Es algo que sigue siendo válido hasta para el cine documental.
Las dos fotos más famosas de la segunda guerra mundial fueron cuidadosamente posadas y editadas para la historia. Aquella que muestra a unos soldados estadounidenses izando la bandera en Iwo Jima reemplazó a las primeras tomas, porque alguien observó que la bandera no era tan grande como la magnitud de la victoria. La foto rusa de la bandera roja ondeando en el Reichstag de Berlín también fue corregida, porque los censores se dieron cuenta de que había un soldado con dos relojes pulsera, lo cual lo delataba que había estado saqueando. Todavía hay quien duda de las imágenes que Armstrong tomó en la Luna, con el argumento de que es fácil falsificarlas.
En todo caso, quién miente no es la cámara sino el fotógrafo. Mejor diríamos el editor, que ya no sólo cuenta con sus destrezas artesanales sino con una sofisticada tecnología.
El fraude fotográfico es tan antiguo como la fotografía. Ya durante la guerra de Crimea un cronista le añadió balas de cañón a una panorámica del valle donde había caído la Brigada Ligera, para darle más dramatismo. Casi en la misma época un impostor le vendió a Conan Doyle fotos trucadas de dos niñas jugando con hadas y gnomos, y dejó en ridículo para siempre al padre de Sherlock Holmes.
Mientras el truco sea evidente puede ser un recurso legítimo en manos de los humoristas. Las fotos trucadas ya han dejado de ser provocativas. La edición digital permite hoy multiplicar imágenes hasta producir enteros ejércitos y manadas de bisontes virtuales para las pantallas del cine. Pero las reconocemos como ficciones, y la ficción nos requiere suspender momentáneamente el juicio de realidad.
Muy distinto es cuando se especula con el descuido del espectador o del lector para hacerle creer algo que es falso. El arte de mentir con la cámara ha llegado a ser una de las mejores armas para la desinformación. Los soviéticos, que crearon el término dezinformatsia, eran maestros a la hora de reescribir las noticias, enmendar la historia y falsificar las imágenes. Orwell se inspiró en ellos cuando escribió 1984 y ellos se vengaron negando por años la existencia de Orwell.
En 1938 Nikolai Yezhov, a quien Stalin había puesto al frente de la NKVD, cayó en desgracia, fue fusilado y procedieron a borrarlo de todas las fotos en las que aparecía junto a Stalin. León Trotsky abandonó la URSS y aun antes de que fuera asesinado en Méjico su nombre y su imagen ya habían desaparecido de la historia oficial. Lavrenti Beria, el sucesor de Yezhov, fue condenado a muerte en 1953, pero la noticia fue dada a conocer seis meses después de la ejecución. Lo mismo ocurrió en China en 1976 cuando murió Mao Zedong. Los miembros de la “banda de los cuatro”, que todavía se podían ver en las fotos del funeral, a los pocos días habían desaparecido de las fotos.
En 1989, a poco de caer el muro de Berlín, en Rumania fue derrocado Nicolae Ceaucescu. El líder, hasta poco antes bien visto por las potencias occidentales, cayó por haber reprimido duramente la sublevación de la ciudad de Timisoara. Las agencias informativas llegaron a hablar de una masacre con hasta 78.000 muertos.
Sin embargo, años más tarde los historiadores calcularon que las víctimas reales no habían sido más de cien. Lo que había sellado el destino de Ceaucescu era un falso documental puesto en circulación por los insurrectos, que mostraba una enorme fosa común llena de cuerpos. La fosa había sido llenada con cadáveres sacados de las morgues forenses y de los hospitales cercanos.1 La indignación que provocó esa imagen aceleró la caída del régimen. Ceaucescu fue capturado cuando huía y fusilado tras un juicio sumarísimo.
Nunca se supo quién había armado la sesión fotográfica, bien pudo ser un experto en desinformación del gobierno que acababa de pasarse al bando opuesto. Philip K Dick, cuya obsesión con los simulacros es notoria, había imaginado un falso documental sobre el cual se armaba toda una ficción ideológica en su novela La penúltima verdad (1964).
En 1981 Michael Leeden, consejero del Secretario de Estado Wolfowitz, reclamó una actitud más agresiva de Estados Unidos hacia los soviéticos. Acababa de leer The Secret War of International Terrorism, de Claire Sterling, un libro que denunciaba cómo la URSS estaba detrás de todas las insurrecciones. Los jefes de la CIA tuvieron que esforzarse para explicarle que ese libro contenía información falsa que ellos mismos habían puesto en circulación.
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El relato de los hechos inspira aún más desconfianza que la imagen. No en vano los jueces exigen al menos dos testigos coincidentes y las revistas científicas ni siquiera se conforman con eso. La escuela hipocrática recomendaba a los médicos no creerle ni siquiera al paciente y practicar la autopsia, lo cual significa “ver con los propios ojos.”
Con la llegada de las comunicaciones digitales, la adulteración de imágenes no hizo más que crecer. Al comienzo, cuando el correo electrónico era apenas la versión virtual de las cartas manuscritas, fue la edad de oro de las presentaciones del tipo power point, herederas directas de la tarjeta postal.
El nexo que une a aquellas galerías de imágenes bellas y pensamientos sublimes con las fake news de hoy parece estar en lo que entonces se llamaban hoax2, esa suerte de inocentadas de las que todos nos reíamos aunque no dejábamos de caer en ellas.
Algunos exitosos hoaxes explotaban el anhelo turístico de sus sedentarios receptores para sorprenderlos con una falsa noticia, fotos trucadas y opiniones apócrifas. Uno de los más logrados denunciaba que Stonehenge, el monumento megalítico más famoso del mundo, era un fraude urdido para atraer turistas. Otro nos sorprendía con un bajorrelieve de la catedral de Salamanca donde se veía un astronauta en caída libre: una broma urdida durante la última restauración. Quien esto escribe no dejó de caer, porque era la clase de noticias que podían favorecer a Von Däniken y sus epígonos.
La costumbre de reenviar y compartirlo todo permitía que esas bromas siguieran circulando durante meses, “viralizándose” como hoy se dice. Nunca dejaba de caer alguien y no faltaban las mentes conspirativas que invitaban a ver hasta al desmentido como una cortina de humo.
El ciberespacio resultó ser el medio ideal para que se multiplicaran los rumores que antes circulaban en forma oral, de mano en mano o por vía postal. La clásica “cadena del dólar” renació en la Red, que ahora permitía enviar centenares de copias sin costo ni esfuerzo. Por un tiempo proliferaron las cadenas milagreras, los llamados “solidarios” y las temibles alertas de virus.
La Red no dejó de hospedar alguna vez a un clásico del conspiracionismo paranoico: las “misteriosas coincidencias” entre dos hechos históricos, que ya habían estado circulando manuscritas o fotocopiadas. Se comparaban nombres y números de Lincoln y de Kennedy o las coincidencias entre Julio Verne y la Apolo XI. Tampoco faltaba la lista de presidentes que supuestamente habían sido masones o comunistas. Después del 11S aparecieron los que relacionaban la matrícula del avión con la edad de Bin Laden o dividían el cuadrado de los pisos por el teléfono de los bomberos, para obtener ominosas amenazas.
Los hoaxes circulaban por meses, y no dejaban de reaparecer aun años después. Algunos terminaban por instalarse como dudas aceptables, como la falsa autopsia del extraterrestre de Roswell y la denuncia de que la NASA nunca había llegado a la Luna.
Sin duda, el mayor de los hoaxes fue el que perpetró Alan Sokal, no para engañar sino para desenmascarar engañadores. En 1996 Sokal logró sortear todos los filtros de seguridad y publicó una sarta de disparates en la revista Social Text. Su artículo trataba de “la hermenéutica trasgresora de la gravedad cuántica” y daba por probado que la existencia del mundo físico era un dogma impuesto por los poderes hegemónicos.
Como Sokal ya lo había denunciado públicamente antes de que se dieran cuenta, los burlados sólo atinaron a acusarlo de deslealtad. Los encargados de evaluar el texto habían caído en la trampa porque estaban acostumbrados a avalar cosas tan ininteligibles como esa: lo más grave era que Sokal juraba que todo lo había sacado de autores prestigiosos del momento. Toda la historia evocaba al cuento “El traje nuevo del Emperador” de Hans Christian Andersen.
Es casi superfluo recordar el énfasis que se pone en las “buenas” y “malas” noticias, según se trate de distraer, angustiar o enardecer a la audiencia. Los noticieros que destilan sangre suelen incluir algunos conmovedores oasis de ternura. Hay medios que omiten ciertas noticias y otros que las abultan. No es raro que una catástrofe, debidamente explotada, sea usada para relegar noticias indeseables a las últimas páginas neutralizando su impacto. El 11 de setiembre del 2001 el jefe de prensa del gobierno británico escribió, en su correo privado, “hoy es un gran día para enterrar cualquier mala noticia que tengamos para dar”. Tuvo que salir a pedir disculpas, pero no había hecho más que sincerar una práctica habitual.
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Todos conocemos el poder que tienen los medios para influir sobre la opinión pública, generando expectativas inflacionarias, corridas bancarias o burbujas financieras. No menos importante aunque menos visible es la influencia que ejercen los periodistas científicos y divulgadores para ayudar o entorpecer la comprensión de la ciencia. La profesionalización del sector ha ayudado a encauzar las cosas, pero no son raros los brotes de sensacionalismo. Títulos cómo “Encontraron la cura para el cáncer” o “Descubrieron un planeta igual a la Tierra” suelen poner en aprietos a los profesores, que se ven obligados a explicar algo que a menudo no es más que un título llamativo o la imagen lograda con una simulación.
El sensacionalismo es algo que debe haber nacido con la propia prensa. Basta recordar lo que le ocurrió a un serio hombre de ciencia hace más de ochenta años.
George G. Simpson (1902-1984) fue el paleontólogo que junto a Dobzhansky y Mayr construyó la síntesis neodarwiniana. Su libro El sentido de la evolución fue de lectura obligatoria para varias generaciones de estudiantes.
Simpson fue víctima del sensacionalismo cuando la prensa quiso promover uno de sus trabajos más serios con la peor retórica “amarillista.” Tan molesto debe haber quedado, que contó lo ocurrido en la misma revista donde publicaba sus trabajos científicos.3
La historia era tan curiosa que Allport y Postman se hicieron eco de ella en un clásico de la psicología social, su Psicología del rumor (1947). El encabezamiento que le pusieron suena hoy bastante retórico (“el rumor no respeta ni al saber erudito, y hasta la fría ciencia paga su tributo en deformaciones y falsificaciones”) pero se diría que lo ocurrido lo justificaba.
En 1937 el Museo de Historia Natural de New York publicó un trabajo de Simpson de 287 páginas sobre “La fauna mamífera de Fort Union, en el campo Crazy Mountains de Montana”. Se trataba de un detallado informe de las excavaciones efectuadas en estratos del Paleoceno medio y superior de Montana. Casi al pasar, el autor hacía una breve referencia a los primates fósiles más arcaicos, pero no dejaba de aclarar que no tenían un vínculo directo con el hombre ni con los simios actuales. También dejaba constancia de que no los había descubierto, porque eran de especies conocidas.
Como el Museo consideraba muy importante el trabajo de Simpson, para evitar tergiversaciones le encargó a otro paleontólogo que escribiera un breve resumen, que fue enviado a noventa y siete diarios de todos los Estados, aunque solo seis de ellos lo reprodujeron fielmente.
El paleontólogo comenzó a sentirse incómodo cuando descubrió que muchos medios le atribuían a los “simios” una antigüedad de setenta millones de años, una cifra decididamente exagerada. Un diario de Montana, imbuido de chauvinismo, proclamaba que las Crazy Mountains eran la Cuna del Hombre; una afirmación “más insensata que errónea” al decir de Simpson. Pero las cosas no acabaron ahí. Cuando la agencia Associated Press se hizo cargo del tema, un redactor creativo preparó un texto aún más “sabroso”, que reproducirían treinta y cuatro periódicos.
Ahora se decía que Simpson había descubierto que “el hombre no desciende del mono, sino de un animalito de diez centímetros de largo que vivía en las copas de los árboles.” Quizás el anónimo redactor aludiera a las musarañas y los lemúridos, que hoy clasificamos como primates, pero el patriotismo lo llevaba a anunciar que el primer hombre no había vivido en Asia ni en África, sino ¡en los Estados Unidos!
Había títulos más bizarros aún: “¿El mono, padre del hombre? ¡No! ¡La rata!” El hecho es que Simpson no había hablado de ratas, sólo de animales del tamaño de una rata. Bajo una pluma inspirada la rata ancestral se había vuelto patriarcal. Algunos diarios aseguraban que se había encontrado el “eslabón perdido” y que con esto nacía una nueva teoría de la evolución.
Simpson se cansó de protestar ante los diarios hasta que la noticia comenzó a perder fuerza. Los últimos remezones se hicieron sentir al año siguiente. En ocasión de una muestra de perros de raza, un diario de provincia publicó un extenso artículo donde se decía que Simpson había descubierto no una sino setenta especies diferentes de perros fósiles, algunos del tamaño de un oso Kodiak. De hecho el oso (ese que le dio su nombre a las películas Kodak) era un bicho de considerable tamaño. En pocos días, la rata de Montana había mutado, transformándose en un oso, que además ladraría como un perro.
Si Simpson se tomó el trabajo de contar todo esto es porque creía en la necesidad de la divulgación científica seria, pero reconocía que lo ocurrido era bastante común. La historia le sugería “una moraleja o varias”, pero se excusaba de hacerlas explícitas para no ganarse enemigos.
Se dirá que estas cosas ocurrían hace ochenta años, cuando no había Internet, videoconferencias, YouTube ni Wikipedia. Pero había mucha gente convencida, como ahora, de que la misión de los medios es entretener más que informar. Y para entretener, ¿qué mejor que el sensacionalismo?
Reconozcamos que no es fácil transformar un informe científico en algo placentero para un lector que anda preocupado por el costo de la vida. No es fácil ponerle glamour a los dichos de un físico de cuerdas o de un topólogo, pero es bastante tramposo preguntarle de qué equipo es hincha. Tampoco es lícito escribir que desayuna leyendo papers, cuando lo que hace es hojear los diarios ni estar pregonando a cada rato un cambio de paradigma, a pesar de que a menudo son los propios científicos los que se apresuran en hacerlo. Un estudio del año 2015 registra más de ochocientas de estas proclamaciones, tan sólo en las ciencias biológicas. De ser esto algo más que retórica estaríamos viviendo en la revolución científica permanente y las teorías caducarían de un día para otro.
La producción de noticias ha dejado atrás aquel taller artesanal que era la antigua Redacción para convertirse en un sistema de montaje al estilo fordista. Ya no hay maestros y aprendices sino ensambladores de contenidos. El diseño le va ganando a las ideas y la imagen al lenguaje. El redactor cuenta con los recursos necesarios para procesar materiales según demanda. ¿El verborrágico columnista se ha excedido unos miles de caracteres? Pues a entresacar, como buenos peluqueros, y de ser necesario, a resumir las conclusiones.
De estas cosas se suele culpar a los malos periodistas, así como se culpa a los malos docentes cuando los alumnos fracasan en la Universidad. Pero no tiene sentido ensañarse con los últimos eslabones de la cadena cuando los reclamos de calidad son impopulares y la torpeza se disfraza de transgresión. El Estado funciona bien cuando hay equilibrio de poderes, y la seriedad científica reposa en el juicio de los pares. La veracidad de la información también reclama respetar ciertos criterios de calidad.
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