Cuestión de método (capítulo)

En una de sus tantas visitas a la Argentina, el filósofo Mario Bunge observó que aquí todavía seguía encontrando más epistemólogos que científicos. Del mismo modo, cuando regresó al país el cantante Piero también dijo que aquí había más artistas que público. No menos cierto, como cualquiera está en condiciones de apreciar, es que también hay más escritores que lectores.

Se diría que Bunge y Piero se limitaban apenas a enunciar un corolario de un principio más amplio. No es la primera vez que en Argentina se señala la desproporción de caciques y capitanejos en relación a la exigua tropa de indios de lanza. Otros han hablado de la abundancia de expertos en ciencias de la educación y de la escasez de buenos docentes, de la gran oferta de candidatos a los cargos públicos que no satisface las demandas de idoneidad, para no mencionar la proliferación de politólogos y la penuria de estadistas.

Como modesta contribución a este desequilibrio cognitivo — ¿y por qué no a la epistemología, que ya es pasión de multitudes?— ilustraré algunas metodologías alternativas que prometen ser por lo menos originales. Para inspiración de las nuevas generaciones, hablaremos de la criminología cuántica, del uso de las fuentes seguras y de la exploración de la clase vacía.

La contracción de Oswald

Es sabido que en la historia de la gran democracia del Norte no han faltado los crímenes políticos, algunos tan alevosos como los de cualquier país bananero. Asesinatos como el de Lincoln en el siglo XIX o el de Kennedy en el XX causaron conmoción en su momento y llegaron a convertirse en tópicos escolares sin dejar por eso de estar impunes.

A varias décadas de ocurrido, el crimen de Kennedy parece estar menos esclarecido que cualquiera de los casos de la crónica criolla.

Hace muchos años tuve una colega llamada Adelina, que era profesora de filosofía y un tanto excéntrica. Se le había puesto entre ceja y ceja que era posible esclarecer el caso Kennedy usando el método fenomenológico de Husserl, que todavía no había sucumbido a manos del estructuralismo. La colega estaba lejos de haber alcanzado conclusiones definitivas cuando repentinamente decidió desistir, el día que hizo un balance del trágico fin que habían tenido testigos e investigadores voluntariosos. Si muchos de ellos ni siquiera habían usado otros métodos que no fueran los convencionales, ¿qué destino le aguardaba a quien intentara innovar?

Me parece que ha llegado la hora de proponer una nueva metodología, que ni siquiera se le había ocurrido a Adelina. O como ya es costumbre, proclamar que se nos viene un cambio de paradigma.

Como es sabido, Kennedy fue baleado por un zurdito sospechoso llamado Lee Harvey Oswald, quien a su vez murió a manos de un patriota indignado, cuando estaba siendo trasladado en condiciones de máxima seguridad por los agentes del FBI.

La investigación oficial del crimen culminó en aquel famoso informe de la comisión presidida por el juez Earl Warren, que apenas dejó conforme a quienes lo encargaron. Años más tarde, les llegó la hora a los revisionistas como Jim Garrison, un entrometido fiscal de New Orleans, que nos dejó un libro1, sobre el cual Oliver Stone hizo la famosa película JFK.

Entre las distintas hipótesis que se barajaron desde entonces acerca de los autores intelectuales y materiales del crimen abundan en sospechosos: la KGB, la CIA, los cubanos, los anticubanos, la Cosa Nostra y algunos que se me olvidan. Pero hasta ahora nadie parece haber reparado en ciertos hechos inquietantes que sugieren hipótesis decididamente “alternativas”. Al parecer algo muy extraño ocurrió en Dallas, y quizás por eso los hechos fueron silenciados. Me refiero a los efectos relativistas y el comportamiento cuántico que los expedientes judiciales atribuyen al asesino.

Repasemos los hechos, tal como los resume Garrison. Uno de los mayores enigmas que plantea el informe Warren es la estatura variable de Lee Harvey Oswald, quien al parecer era capaz de crecer o encogerse a voluntad, oscilando en un rango de aproximadamente quince centímetros.

A la hora de enrolarse en la Marina, Oswald medía 1,75. Como todavía era muy joven, le quedaba la posibilidad de seguir creciendo, porque tres años más tarde alcanzó el metro ochenta, tal como constaba en su cédula militar.

Sin embargo, también su elasticidad iba en aumento. Meses antes del asesinato de Kennedy, Oswald había llenado varias solicitudes de trabajo en New Orleans, y en ellas su estatura parecía haber vuelto a contraerse a 1,75. Más aún: en noviembre de 1963 un vendedor de autos la había estimado entre 1,70 y 1,74. Todo eso, sin contar que en 1961 un testigo llamado Thornley estimó que medía apenas 1,65.

Es sabido que Garrison se inclina por una hipótesis brutalmente realista (al verdadero Oswald lo habrían reemplazado por otra persona), pero un análisis más sutil sugiere ciertos efectos relativistas, que probablemente deban atribuirse a las enormes velocidades que el asesino parecía desarrollar.

En efecto, según consta en el expediente, Oswald hizo ocho disparos en seis segundos, desde una ventana del depósito de libros que daba sobre la Plaza Dealey. Dos minutos después lo vieron en la planta baja tomando una Coca Cola para refrescarse mejor. A las 13 ya estaba en su casa. De paso, y quizás para no desaprovechar las balas que todavía le quedaban, se dice que abatió al oficial de policía Tippit entre las 13.06 y las 13.10. Pero hubo otros que lo vieron a las 13.04, cuando estaba esperando al ómnibus que iba en dirección contraria al lugar donde mataron a Tippit. Gracias al excelente transporte público tejano, a Oswald le bastaron dos o tres minutos para ir a pagar sus facturas al banco, degustar otra gaseosa, regresar y hacerle —porque sí— varios disparos al agente. Recién entonces iba a ser detenido.

Hay otro detalle importante: un testigo describió al asesino de Tippit como un sujeto bajo y rechoncho, no como un hombre de 1,80. Es evidente que, a esas velocidades casi lumínicas, la masa de Oswald se había flexibilizado casi tanto como su estatura. Todo esto, se diría, a pesar de que según la relatividad general más bien tendría que haberse estirado.

Otra cuestión que sigue intrigando es la trayectoria de la bala que mató a Kennedy. El proyectil exhibió un comportamiento que no vacilaríamos en describir como cuántico.

Según la versión oficial, la bala entró por la espalda del presidente, dobló en un ángulo de 17º, giró hacia arriba y salió por el cuello. Luego se introdujo por la axila del Gobernador Connally, salió por su pecho, volvió a entrar (e inmediatamente salir) por la muñeca, y terminó incrustándose en el muslo del funcionario tejano.

Los escépticos de siempre han ironizado con aquello de la “bala mágica”, pero aquí hay algo mucho más extraño. La relatividad de Einstein ya tiene un siglo, y estos hechos deberían reclamar la atención de los físicos de alta energía. Lamentablemente, los diagramas de Feynman no suelen figurar en el curriculum de la Policía Científica, pero deberían estar.

De todos modos, y pensándolo bien, no hay que adelantarse a los hechos. Es probable que alguien ya haya escrito algún paper donde todo esto se explique al detalle. O más de uno.

Elogio del machete

Si cualquiera de nosotros, preocupado por el tenor de los debates políticos o el nivel de la cultura mediática, comienza a sentirse acosado por una irrefrenable sensación de decadencia, sin duda encontrará algún consuelo en la historia del médico Oribaso2.

Oribaso vivió en el s.IV, cuando el Imperio se descomponía, y es difícil decidir si fue uno de los últimos romanos o uno de los primeros bizantinos. Escribió unos setenta libros (es decir, rollos) sobre medicina, y fue médico de cabecera del emperador Juliano. Seguramente, estaría entre las personas que lo rodeaban cuando una flecha persa lo arrebató de este mundo, dándole apenas tiempo de proferir su célebre frase.

Se cree que Oribaso se había educado como cristiano. Cuando Juliano (hombre culto y bien intencionado aunque bastante utópico) pretendió restaurar al paganismo como religión oficial del Imperio, Oribaso optó por hacerse pagano y gracias a su pericia se abrió paso en la corte. Muerto Juliano, le sucedieron los emperadores cristianos Valente y Valentiniano. Si bien su política no fue demasiado intolerante, Oribaso no pudo evitar que lo desterraran y confiscaran sus bienes. A pesar de que había vuelto a convertirse al cristianismo, no le perdonaban los servicios prestados al régimen anterior.

Vapuleado por los vaivenes político-religiosos de un tiempo difícil, Oribaso aprendió a adecuarse a los deseos de sus protectores, aun al precio de sacrificar la verdad. No solo fue acomodaticio en política sino también en ciencia, y nos dejó un documento que puede llegar a irritar hasta al más posmoderno de los lectores.

Cuando terminaba de compilar su monumentalColección médica, Oribaso tuvo que escribir la habitual dedicatoria a Juliano, el sponsor imperial que había alentado al proyecto.

“¡Autócrata Juliano! —escribió, tal como se estilaba entonces— Durante mi estancia en la Galia Occidental he completado el resumen médico que Tu Divinidad me ha encargado preparar. Como verás, lo he sacado casi exclusivamente de los escritos de Galeno.”

¿Por qué Galeno? Oribaso explicaba que el propio Juliano había elogiado a Galeno a la hora de ordenarle la redacción del tratado. No encontraba nada mejor que concluir con estas palabras: “como sería superfluo, e incluso absurdo, citar a autores que han escrito en el mejor estilo junto a otros menos esmerados, sacaré mi material exclusivamente de los mejores, sin omitir nada de lo que tomé (en primer lugar de Galeno) y adaptaré mi propia compilación a las excelencias de su obra.”

Por si faltaba algo, Oribaso acotaba que Galeno se ajustaba perfectamente a lo que había escrito Hipócrates, de manera que la ciencia médica estaba completa y ya no hacía falta seguir investigando nada. Digamos que el viejo Hipócrates (quien por su condición de Padre de la Medicina apenas hubiera podido llegar a machetearse de Esculapio) insistía en cosas tan modernas como la observación (“autopsia”), la historia clínica y el diagnóstico objetivo. Hipócrates hasta había recomendado no dejarse influir por los prejuicios. Pero en una cultura francamente decadente como la de ese siglo, la gente como Oribaso no vacilaba en convertir a Galeno e Hipócrates en oráculos inmutables. Siglos más tarde, lo mismo le pasaría a Aristóteles, cuando lo redescubrieron los europeos medievales y lo llamaron “el Filósofo”.

Si esta actitud todavía nos provoca escozor, es que no estamos tan mal. Por lo menos en medicina. Sin embargo, “escozor” es precisamente una de las palabras que los aspirantes a estudiar Medicina ignoraban, según leímos en una crónica de los exámenes de ingreso a la universidad de La Plata.

Cuando la mayor autoridad intelectual ha llegado a ser el diccionario, y el cut & paste se ha convertido en clave de la cultura, nuevos Oribasos asoman en el horizonte. No hace mucho me sorprendí al escuchar a un exitoso historiador proclamando que la objetividad había pasado de moda. ¿Sería un egresado del Instituto Orwell, promoción 1984? Por supuesto que no, aclaraba el moderno Oribaso; todavía hay que ser honesto con las fuentes, no hacer trampa y tratar de atenerse a los hechos. Eso me dejó todavía más confundido, porque hasta entonces yo creía que en eso precisamente consistía la objetividad.

El cronista exhaustivo

Allá por el siglo XVIII, el naturalista danés Niels Horrebow fue uno de los primeros estudiosos que compilaron un relevamiento completo de los recursos de Islandia, cuando la isla estaba bajo el dominio de los daneses. En 1788 dio a conocer suHistoria Natural de Islandia, [Tiforladelige efterre tninger om Island] donde ofrecía un exhaustivo inventario de esa antigua Thule que dos siglos más tarde encendería la fantasía de Borges. Allí estaban la topografía completa de la isla, las especies que componían su flora y su fauna, sus recursos y hasta las costumbres de los paisanos de Snorri Storluson.

Imitado y casi seguramente superado, Horrebow no pasó a la historia por su Historia Natural, sino por uno de los capítulos que la componen.

Se trata del titulado “Acerca de las serpientes”, que sólo contiene una frase: “No hay ningún tipo de serpientes en toda la isla”.

De habérsele ocurrido referirse a los paquidermos y los simios islandeses, o quizás a los dinosauriosvivos de la Patagonia, habría enriquecido su obra con más capítulos, todos tan sintéticos como el que dedicó a los ofidios.

Lo más notable es que la Enciclopedia Británica parece sentirse obligada a rendirle algún homenaje, cuando deja constancia de que trescientos años más tarde, sigue sin haber serpientes en Islandia. Ni siquiera anfibios, añade, por si todavía alguien tuviera dudas.

Con ese clima de vapor e hielo, parecería bastante obvio que no los hubiera, pero después de que Horrebow sentara el precedente, parece haberse vuelto necesario hacerle un “guiño”, como dirían los críticos de cine.

Obsesionado por su vocación completista, el danés Horrebow no podía dejar de referirse a algo que seguramente había buscado sin encontrar, o acerca de lo cual se habría cansado de tener que darle explicaciones a sus eruditos colegas.

Fue de este modo como produjo algo que los estudiantes familiarizados con los diagramas de Venn conocen con el nombre de “clase vacía”. La clase de las víboras islandesas no contiene ningún miembro. Lo cual no es precisamente una información irrelevante, ya que cierra (o abre) toda una gama de proyectos de investigación.

Pensemos cuánto nos aportarían algunos proyectos argentinos sobre “Lucha contra el nepotismo” “Honestidad en los municipios del conurbano”, “Ingenio y creatividad en la televisión”, “Avances en la lucha contra la exclusión” o “Nuevas ideas y propuestas en la política”.

Hasta habría intersecciones de conjuntos donde podría encontrarse por lo menos algún miembro, como para no declararlos vacíos: los best sellers inteligentes, los noticieros que informan, los conductores de TV idóneos y cultos, los buenos administradores.

Como es posible apreciar, no todo está perdido.

 

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  1. Jim Garrison, JFK. Trad.: Pepa Badell. Barcelona, Ediciones B, 1996 ↩
  2. George Sarton, Ciencia antigua y civilización moderna. México-Buenos Aires, F.C.E, 1960 ↩