
No es raro que la llama de la locura pueda
alimentarse hasta de hechos reales.
G.K.Chesterton
Nacida como una lectura comprometida de la historia y la sociedad, la ideología siempre corre el riesgo de atrincherarse en su dogma y negar todo lo que no sirva para sus fines. La historia de los últimos dos siglos está para probarlo.
Pero sería difícil encontrar un caso más flagrante de violación de la realidad a manos de la ideología que lo que hicieron los nazis para someter a su relato no sólo el presente y el futuro sino hasta el pasado.
“Es necesario que yo libere al mundo de su pasado histórico”, le había confiado Hitler a Rauschning apenas a unos meses de tomar el poder. Con ese marco delirante, los nazis se propusieron reemplazar la historia por un relato racista que fueron construyendo sobre la marcha. No conformes con eso, soñaron con armar un metarrelato cosmológico que les permitiera poner a la raza aria en el centro de la evolución.
El nazismo carecía de una ideología orgánica como la que tenían los marxistas, pero tenía un desmesurado voluntarismo, que a veces accedía a ser pragmático.
En la época en que se fue incubando la ideología nacional-socialista, no se sabía mucho de los alemanes prehistóricos. Casi todo estaba en La Germania, el libro que escribió el romano Tácito en el año 98 de nuestra era para alertar al Imperio sobre sus belicosos vecinos, los hermiones o germanos. Tácito los pintaba como temibles y orgullosos guerreros, celosos defensores de su libertad. Eran esos bárbaros que apenas unas décadas antes habían sabido derrotar a las legiones romanas en el bosque de Teutoburgo.
El nacionalismo alemán, abusando de Tácito y contando con muy poca información más, emprendió la construcción de todo un pasado heroico, para lo cual no dudó en recurrir a las fuentes más dudosas.
Una de las ediciones más antiguas de la Germania era un códice del s. XVII que estaba en poder de un aristócrata italiano, el conde Balleani de Iesi. Cuando visitó Italia, Hitler le exigió a Mussolini que le entregara el texto para ponerlo en manos alemanas. Los italianos, que ya le habían hecho demasiadas concesiones a Alemania, se negaron. En 1943, cuando el Duce ya había muerto y los aliados venían avanzando desde el Sur, un comando de la SS en retirada ocupó por unas horas la villa de Ancona para apropiarse del libro. Pero a pesar de los grandes destrozos que dejaron, los alemanes no lograron encontrarlo, porque el conde lo tenía escondido en otra casa.
Los nazis tenían al libro de Tácito por un texto casi sagrado. Ocurría que sobre esa base el esoterista vienés Guido von List (1848-1919) había inventado, a comienzos del siglo XX, toda una civilización para los hermiones o Armanen. Para enriquecer su ficción List recurrió a la Teosofía y se apropió, entre otras cosas, del símbolo de la esvástica y de la historia de la Atlántida.
List se había convertido al paganismo al enterarse de que en los cimientos de la catedral cristiana de Viena había un altar del dios germano Wotan. Anduvo un tiempo explorando las ruinas de la ciudad romana de Carnutum en busca de más vestigios germánicos y desde entonces se puso a construir toda una ideología pangermanista.
Luego, los nazis se apropiaron del pangermanismo en todas sus variantes, desde la geopolítica hasta la esotérica, y lo instalaron en el eje de su política expansionista. Hicieron saber a todos que cualquier lugar donde se encontrara algún rastro de presencia germánica era un territorio usurpado por las razas inferiores, y debía volver a sus amos legítimos. Sus pretensiones territoriales no sólo valían para Polonia o Checoslovaquia; alcanzaban a Escandinavia y Rusia y podían llegar a proyectarse hasta el Lejano Oriente, donde supuestamente había nacido la raza aria.
El responsable de crear toda esa seudo-antropología y de respaldarla con toda una gama de seudociencias, fue el Reichsführer SS Heinrich Himmler (1900-1945), quien por un tiempo fue el segundo de Hitler en la jerarquía del poder.
A pesar de que en su juventud se había nutrido del esoterismo de los “ariosofistas” List y Lanz von Liebenfels, Hitler desconfiaba de los grupos esotéricos porque pensaba que podían disputarle el poder espiritual. En un momento llegó a lanzar una campaña contra los astrólogos, teósofos y antropósofos, pero nunca se decidió a prescindir de ellos.

Himmler, en cambio, sentía debilidad por el ocultismo y era muy crédulo en cuanto a las seudociencias. Eso lo llevó a poner todo su rigor obsesivo y todos los recursos del Estado al servicio de las fantasías más delirantes.
Himmler soñaba con crear una religión y una moral diametralmente opuestas a la moral de las masas. Con ellas educaría a la futura élite SS, la nueva “raza de amos” que estaba siendo criada y educada en unos verdaderos “haras humanos” donde la paternidad se planificaba según las normas del eugenismo. La nueva religión tendría sus rituales, su templo, su seminario y hasta su propio Vaticano en el castillo de Wewelsburg (Paderborn)1.
Para Himmler, no sólo se trataba de reescribir la historia y de engendrar al “hombre nuevo” ario. La revolución nazi tenía que cambiar las bases de nuestra concepción del mundo, y confiar tan sólo en sus propias “ciencias”. De ese modo las seudociencias, explícitamente auspiciadas por Himmler, florecieron en el Reich y se incorporaron a las políticas de Estado.
Las primeras noticias del auge que habían tenido las teorías seudocientíficas en la era nazi se conocieron gracias a un artículo del físico emigrado Willy Ley, un gran divulgador científico que más tarde colaboraría con von Braun en la NASA. En su artículo de 1947, Ley daba información de primera mano, pero el hecho de que lo escribiera para una revista de ciencia ficción2 le quitó trascendencia. No obstante, todos los historiadores profesionales que desde entonces se ocuparon del tema no dejan de corroborarlo y lo citan como su fuente más antigua.
El Mundo de Hielo y la Tierra Interior
Dos de las seudociencias más populares durante la era nazi fueron la Cosmología Glacial (Welteislehre) y la Teoría de la Tierra Hueca (Hohlweltlehre), dos mitologías con las cuales el régimen soñaba reemplazar a la ciencia moderna. Ellas serían el marco cosmológico dentro del cual se construiría una seudo-historia y una seudo-arqueología de la raza aria. La Cosmología Glacial y la Teoría de la Tierra Hueca oscilaban entre la ciencia y la magia. De hecho, se excluían la una a la otra, pero ambas formaban parte de esa “ciencia nórdica” que reemplazaría tanto a la “física judía” de Einstein como a esa “ciencia ortodoxa” que nos había venido engañando hacía siglos. Bajo el Reich de los Mil Años ellas o alguna otra doctrina del mismo estilo con la cual pensaba reemplazar tanto a la ciencia como a la religión.
Según la teoría de la Tierra Hueca, no vivíamos en la superficie sino en el interior de la Tierra. Como ficción, la idea tenía una larga historia literaria, y a comienzos del siglo XX había renacido gracias al alquimista norteamericano Cyrus Reed Teed (1839-1908). Teed era el líder de la comunidad utópica Koresh y sostenía que la Tierra era una esfera hueca. En su centro estábamos nosotros, el Sol, la Luna, los planetas y esa nube de gas que los astrónomos llamaban Vía Láctea. Al profeta se lo solía ver en las playas de la Florida tratando de probar su teoría con las mediciones de un estrambótico aparato de su invención. Teed publicaba un boletín de escasa circulación llamado La Espada Flamígera. Cabe notar que esta parte de la historia quizás les resulte familiar a los lectores de Lotería solar (1950), la primera novela de Philip K.Dick, que bien pudo haberse inspirado en la secta de Teed.
Durante la primera guerra mundial, un ejemplar de La Espada Flamígera llegó a manos de Peter Bender, un piloto alemán que había caído prisionero de los franceses. Bender volvió a su tierra convencido de que el mundo era cóncavo y se dedicó a predicar la doctrina de Teed en Alemania. Durante la era nazi sus discípulos Lang, Neupert y Braun le dieron amplia difusión y hasta lograron que se enseñara en algunas escuelas públicas.
La saga de la Tierra Hueca culminó con una increíble experiencia que se llevó a cabo en 1942 en la isla de Rügen, en el mar Báltico. Bender había convencido al Reichsführer Himmler de que, al ser la Tierra cóncava, apuntando los instrumentos al cielo se podía espiar a la flota británica, que estaba apostada del otro lado del mundo.
Para obtener una imagen de los barcos no cabía recurrir al telescopio, porque los rayos de luz “se curvaban”. Sólo era posible captar la radiación infrarroja inclinando el instrumental en un ángulo de 40º. Con ese fin, la Marina formó un equipo científico al frente del cual puso a Heinz Fischer, un experto en radiación infrarroja, pero no obtuvo ningún resultado. La consecuencia inmediata fue que Bender, a pesar de haber sido camarada de armas de Goering, fue a parar a un campo de concentración con toda su familia. La Marina también invitó a Wernher von Braun a que disparara algún cohete V2 para acertarle a un barco aliado, pero no logró convencerlo.
Lejos de amilanarse con estos fracasos Himmler recurrió a otra de sus armas secretas, la radioestesia. Esta técnica, que se sigue practicando como “medicina alternativa”, pretende diagnosticar enfermedades y/o adivinar el destino interpretando las oscilaciones de un péndulo metálico. Supuestamente, el péndulo capta las “vibraciones” que emiten las imágenes. En Alemania la Pendelforschung contaba con unos cuantos cultores, muchos de los cuales fueron contratados por la Marina cuando Himmler fundó el Instituto Naval del Péndulo, nuevamente con sede en la isla de Rügen.
El objetivo era el mismo que le habían encomendado a los secuaces de Bender: descubrir los movimientos de la flota aliada haciendo oscilar el péndulo sobre los mapas oceánicos. Como con los radioestesistas no alcanzaba, mandaron a reclutar un batallón de rabdomantes, videntes y médiums. Por una vez, decidieron no reparar en su origen, de modo que a muchos de ellos tuvieron que sacarlos de los campos de concentración.
El único éxito que se adjudicaron los cultores del péndulo fue el de haber localizado el paradero de Mussolini, a quien el Rey de Italia había metido preso. El Duce fue rescatado del hotel del Gran Sasso mediante un espectacular operativo de la SS que dirigió Otto Skorzeny, un amigo de Perón. Sin embargo, hoy sabemos que nada de eso se debió a los radioestesistas sino al espionaje alemán en Italia.
Pero si hubo alguien que se benefició con la experiencia fueron los videntes, muchos de los cuales se salvaron de la cámara de gas y vivieron unos meses como privilegiados. En sus informes, el administrador del proyecto se quejaba de sus demandas de habanos, champán, whisky y cocina francesa. Antes de que prescindieran de ellos y les dieran el fin que imaginamos, los pobres pudieron darse todos los gustos…
El otro gran delirio seudocientífico que sedujo a los nazis fue la Cosmología Glacial (WEL) creada por un ingeniero de minas austríaco llamado Hörbiger,. Del mismo modo que Teed había descubierto el secreto de la Tierra Hueca en un sueño, Hanns Hörbiger (1860-1931) había recibido la iluminación esa noche en que soñó con una colada de acero que se derramaba sobre la tierra helada. Como esa había sido su visión personal, se reservaba el derecho a fijar la ortodoxia del movimiento y modificarla a su antojo, para disciplinar a disidentes y adversarios.
La Cosmología glacial que Hörbiger escribió en 1912 con la ayuda de Philip Fauth, un astrónomo aficionado, tenía muy poco de ciencia y mucho de mitología. El universo tal como lo conocemos había nacido del choque entre una estrella “millones de veces más grande” que el Sol con un planeta helado “muchas veces mayor” que Júpiter. Hörbiger no dudaba en precisar que su Sol gigante estaba en la constelación Columba. Eso parecía sugerir que para entonces ya había un universo, pero eso no era más que un detalle…
Las estrellas y la Vía Láctea estaban hechas de hielo. Del choque original habían brotado unos treinta planetas-témpanos, alguno de los cuales caía cada tanto en el Sol. La Cosmología Glacial lo explicaba todo: la naturaleza de la Galaxia y el origen del sistema solar, el Diluvio y hasta esas otras lunas que, según la Teosofía, había tenido nuestro planeta. También revelaba el origen de la raza humana (léase aria) cuya simiente había llegado a la Tierra en un cometa cargado de “esperma divino”. Por lo tanto los arios eran de origen sobrenatural o al menos extraterrestre, a diferencia de las razas inferiores, que eran animales evolucionados3. Argumentos como este servirían para que los criminales de guerra se sintieran justificados: tratándose de animales, era tan lícito atormentarlas o masacrarlas como hubiese sido exterminar insectos o carnear el ganado.
Una cosmogonía “nórdica” basada en la lucha eterna entre el hielo y el fuego parecía estar hecha a la medida de la antropología “heroica” de los nazis. Bajo su régimen el WEL tuvo amplia difusión gracias al cine y las novelas populares, y contó con el apoyo de Hitler, Goering y von Schirach. Himmler también le hizo un lugar en sus planes, y en 1943 su instituto Ahnenerbe organizó un seminario para que los meteorólogos aplicaran los principios del hielo eterno a sus pronósticos del tiempo para la fuerza aérea.
En algún momento, el Führer fantaseó con que la cosmogonía glacial reemplazara a la ciencia y a la religión. Proyectó levantar un enorme observatorio en Linz, su ciudad natal, que estaría consagrado a los tres mayores genios: Tolomeo, Copérnico y Hörbiger. Los horbigerianos llegaron a armar un movimiento de alcance nacional; editaron una revista mensual, decenas de libros de divulgación y toda clase de folletos. Su popularidad llegó a ser tal que el Ministerio de la Propaganda se sintió obligado a aclarar que uno podía ser un buen nazi sin necesidad de creer en el Hielo Eterno. Pero ni aun así, los científicos “ortodoxos” no dejaron de recibir amenazas.
En busca de los hiperbóreos
Sin duda, la mayor hazaña de Himmler en materia de antropología fantástica fue armar la expedición que en 1938 envió al Tíbet para encontrar el origen de la raza aria. La Doctrina Secreta de Madame Blavatsky enseñaba que descendíamos de los hiperbóreos, y de acuerdo a la Cosmología Glacial, el asteroide portador de la simiente divina había caído en el Himalaya. Todo indicaba que allí habían nacido los arios, cuyos nobles rasgos aún conservarían les élites tibetanas, chinas y japonesas.
La expedición al Tibet estuvo a cargo de un explorador de prestigio, Ernst Schäfer (1910-1992), quien tenía fama de ser una suerte de Indiana Jones alemán. Schäfer no creía en el hielo eterno y prefería dedicarse a trabar alianzas políticas con los caudillos locales para minar el poder británico en la India. Para eso contaba incluso con el apoyo de los soviéticos, que en ese momento eran aliados de Alemania.4
Los expedicionarios se pasaron meses midiendo los cráneos de los nobles tibetanos y haciendo mascarillas de sus rostros con el fin de reconstruir el patrón de la pureza aria. Uno de los más aplicados fue el Dr. Bruno Boger, quien al volver a Alemania completó su tarea antropométrica midiendo y clasificando las víctimas de Auschwitz antes de mandarlas a la cámara de gas.
Uno de los asesores de Himmler era el escritor Otto Rahn, esoterista y oficial de la SS, quien sostenía que la brujería y el culto de Lucifer eran las religiones más antiguas del mundo. Durante la guerra, viajó a Francia para visitar las ruinas de la fortaleza de Montségur. El castillo había sido el último baluarte de los cátaros, que por cierto no tenían nada de luciferianos, pero Rohm creía que el Grial podía estar enterrado en algún sitio cercano a Montségur. El propio Himmler también andaba detrás de eso porque cuando Franco lo invitó a visitar España, se interesó por el Grial en el monasterio de Montserrat, al cual aparentemente confundía con el Montsalvat de la leyenda.
La seudo-arqueología se institucionalizó en 1935, cuando Himmler y Richard Walther Darré (el jerarca nazi nacido en Buenos Aires) fundaron el instituto Ahnenerbe (Herencia ancestral). Bien pronto este centro de estudios fue asimilado a la SS, con grados militares y uniforme incluidos, lo cual da cuenta de su importancia ideológica.
La Ahnenerbe contaba con unos pocos arqueólogos profesionales, pero no le faltaban ocultistas. Comenzó por dedicarse a recopilar textos, imágenes y tradiciones folklóricas del acervo germánico, pero más tarde creó una sección especial dedicada al estudio de la brujería y envió una misión a Islandia para buscar las huellas del culto prehistórico a Lucifer
La construcción de un pasado ficticio se completaba con un importante aparato de divulgación. La Ahnenerbe editaba revistas y abría museos y parques temáticos para adoctrinar a las masas. Allí los niños podían contemplar unos vistosos dioramas donde los ancestros germanos luchaban contra mamuts y esmilodontes. Muy populares fueron las películas de Lothar Zotz, con títulos como Llamas de la prehistoria o La Edad de Bronce alemana.
Uno de los gurúes/ideólogos que más influyó en Himmler fue un personaje bizarro llamado Karl Maria Wiligut (1866-1946), quien en la SS se hizo llamar Westhor. Él fue quien diseñó el emblema de la SS “calavera” y estableció los rituales de ese grupo de elite.
Wiligut era un militar austriaco con afición por la heráldica, la toponimia, las runas y el ocultismo. Decía recordar sus vidas anteriores, lo cual le había permitido descubrir que descendía de una estirpe de sabios prehistóricos, los “Uiligotis.”
Con no poco esfuerzo, Wiligut inventó toda una cronología que hacía remontar los orígenes de la civilización germánica nada menos que a los años 228.000 antes de Cristo. Diferenciándose de todos, rechazaba el Walhalla y toda esa mitología que había popularizado Wagner. Imaginó que los ancestros habían tenido una religión llamada “Irminismo”. A lo largo de los siglos los irministas siempre habían estado luchando contra esos herejes que adoraban a Wotan, Baldur y las walkirias.
A comienzos de los años Veinte Wiligut se había sentido víctima de una conspiración urdida por católicos, judíos y masones, entre los cuales por supuesto no faltaban los adoradores de Wotan. Esta circunstancia hizo que se viera obligado no sólo a fundar su propio grupo antisemita, sino a pasar tres años internado en el manicomio de Salzburgo, con diagnóstico de esquizo-paranoia.
En 1933 fue dado de alta y su fortuna dio un vuelco cuando un amigo le presentó a Himmler y lo invitó a enrolarse en la SS. En pocos meses fue ascendido a coronel y puesto al frente del Departamento de Prehistoria de la Ahnenerbe. Siguiendo las huellas del ariosofista List, uno de sus primeros proyectos de investigación lo llevó a la Selva Negra, donde estuvo rastreando las huellas del genio germánico en yacimientos del Paleolítico.
Con la conquista de nuevas territorios para el Reich, el radio de acción de Wiligut se amplió enormemente. Bajo su dirección, el Departamento de Excavaciones de la Ahnenerbe emprendió la búsqueda de vestigios germánicos en Prusia, Suecia, Polonia y Checoslovaquia. Despachó una misión a Dinamarca, para probar que por allí habían pasado los atlantes. El explorador Edmund Kiss, autor de populares novelas que mezclaban el mito de la Atlántida con el de la Tierra Hueca, también trabajó para la Ahnenerbe en Bolivia y Machu Picchu, investigando la influencia de los atlantes sobre las civilizaciones precolombinas.
Wiligut tenía proyectos aún más ambiciosos, que se vieron interrumpidos por la caída del Reich. Murió de un infarto, cuando ya habían sido tomado prisionero por los aliados.
Los delirios de Wiligut habían sido tan agudos como para despertar protestas dentro de la propia Ahnenerbe, que para entonces contaba con algunos profesionales. Los arqueólogos estaban molestos porque Wiligut había llenado el instituto de magos y astrólogos y su biblioteca casi no tenía libros científicos. Como ya no quedaban judíos, Wiligut los acusó a todos de ser católicos.
En su corta vida, la seudo arqueología nazi llegó a fraguar las ruinas de varios templos supuestamente “irministas.” También consagró al culto ciertos lugares sagrados, como el bosque de Teutoburgo, donde el germano Arminio había derrotado a las legiones romanas, o el Bosque Sajón, donde los francos de Carlomagno habían masacrado a los germanos.
Quizás su obra maestra haya sido el desastre que cometió en el yacimiento arqueológico de Biskupin (Polonia). En ese lugar, los hombres de la Ahnenerbe descubrieron los restos de un poblado de la Edad del Hierro. El problema era que no se ajustaban a sus teorías, porque eran muy anteriores a la expansión germánica. En consecuencia, procedieron a destruirlos sistemáticamente.
La ideología suele ser el más intolerante de los cultos, y ejerce un oscuro atractivo sobre todos los que sueñan poseer una verdad que por algún motivo le está vedad al resto de la gente. Es por eso que tiende a negar la realidad, pero no puede evitar que a la larga ésta le gane.
- Eric Kurlander. Hitler’s Monsters. New Haven, Yale University Press, 2017 ↩
- Willy Ley. “Seudosciences in Naziland”, Astounding SF, Mayo 1947, vol.39 nº3 ↩
- John Grant, Corrupted Science. Wisley (Surrey) Facts, Figures & Fun, 2007 ↩
- Christopher Hale. Himmler’s Crusade. The Nazi Expedition to find the Origins of the Aryan Race. London, John Wiley & Sons, 2003 ↩
Alicia Régoli dice
Sólo una mente y una pluma excepcionales como las de Pablo Capanna han podido transmitirnos toda una interesantísima y complicada historia que confirma –como ya lo sospechábamos– que la locura de ciertos grupos no conoció límites. Gracias también por acercarnos datos escasamente conocidos.
Pablo M. Cerone dice
Gran material para la ficción, por cierto. El problema está en los que no entienden que todo esto es ficción. Hace poco los terraplanistas volvieron a obstruir con sus «demostraciones» las redes antisociales, como las llama Horacio Verbitsky.
Algún día ocúpese de Jaime María de Mahieu, o Jacques Marie de Mahieu, el ultraderechista francés veterano de las Waffen-SS que aquí participó en el nacimiento de Tacuara, y cuyo aporte a estas materias fue el supuesto imperio viking de Tiahuanaco.
Gracias y saludos