“Aquel que combate con el futuro tiene un peligroso enemigo. El futuro no es, extrae su fuerza del hombre mismo, y cuando ha logrado engañarlo con esto, entonces aparece fuera de él como el enemigo a quien tiene que enfrentar.
Sören Kierkegaard
Cuando la ciencia ficción se hace realidad, se acabó la diversión.
David Hartwell, en Age of Wonders
Los sueños de la modernidad
Alexis de Tocqueville (1805-1859), fue uno de los pensadores políticos más originales del siglo XIX, uno de los pocos que supieron entrever las tendencias de fondo que dominarían los debates de los próximos cien años.
Cuando visitó los Estados Unidos, un país que todavía estaba muy lejos de ser una potencia, supo discernir la originalidad del experimento democrático que allí se estaba llevando a cabo. Atento cronista, no se dejó encandilar por sus luces ni dejó de anticipar algunas sombras, pero tuvo la certeza de que allí se prefiguraba el futuro del mundo.
Tocqueville estuvo en USA. entre 1831 y 1932 y no dejó nada sin observar, registrar o criticar. No sólo se interesó por la política; también se ocupó de las costumbres, la religión y las letras.
La última parte de su obra La Democracia en América se publicó en 1840, el mismo año que los Cuentos del Grotesco y el Arabesco de Edgar Allan Poe.
Poe y Tocqueville eran casi coetáneos. Poe (1809-1849) murió más joven, y suponemos que Tocqueville pudo haberlo leído cuando estuvo en América.
A Poe se lo recuerda por haber popularizado los temas del romanticismo europeo creando, de paso, varios de los géneros literarios que triunfarían en el siglo XX. El cuento policial, la historia de terror y el relato de ciencia ficción, que ostentaban una respetable tradición en Europa, adquirieron en manos de Poe la fisonomía definida y original de otros tantos géneros populares.
A pesar de sus desventuras económicas, Poe fue un escritor muy leído en su tiempo, y puede ser considerado el antecesor más remoto de esos paperback writers a quienes les cantarían los Beatles más de un siglo después.
Quizás Tocqueville estaría pensando en Poe cuando, observando las tendencias de la joven cultura norteamericana, escribió algunas líneas proféticas, que encerraban una clara anticipación de lo que serían la cultura de masas y la industria cultural:
“La democracia —escribió Tocqueville en 1835— no sólo introduce la afición por las letras en las clases industriales, sino asimismo el espíritu industrial en el seno de la literatura […] En las naciones democráticas, un escritor puede ufanarse de obtener sin gran trabajo una fama mediana y una gran fortuna. Para ello no es preciso que se lo admire, basta con que guste […] Las literaturas democráticas están repletas de esa clase de autores que no ven en las letras más que un trabajo productivo, y por unos pocos escritores de valía que se den en ellas, se encuentran por millares los comerciantes de ideas1”
En estas líneas se plantea toda la dialéctica de la cultura de masas del siglo XX, que iba a oscilar entre los extremos del best seller y del éxito de crítica, del cine de autor y de la industria cinematográfica, de la obra “de culto” y del entretenimiento trivial, de la música pop y del Conservatorio.
No conforme con describir aquella novedosa circunstancia, Tocqueville se atrevía a predecir que la literatura de masas no sería estrictamente realista; por el contrario, se caracterizaría por cierta tendencia a la desmesura. Puede que todavía estuviera pensando en Poe, cuando escribió estas líneas que parecían prefigurar toda la ciencia ficción y las fantasías venideras:
“No temo que la poesía de los pueblos democráticos se muestre tímida, ni que se mantenga demasiado apegada a las cosas terrenales. Más bien recelo que se pierda en las nubes y acabe por representar regiones enteramente imaginarias. Temo que las obras de los poetas democráticos ofrezcan a menudo imágenes inmensas e incoherentes, descripciones recargadas, composiciones extrañas, hasta que los fantásticos seres salidos de su espíritu nos hagan añorar al mundo real.”2
Tocqueville anticipó las tendencias del siglo XX, pero ni siquiera él pudo imaginar que sería tan corto: de 1914 a 1989. No imaginó que a medida que se fuera acercando el año 2000, la brecha entre “escritores de valía” y “comerciantes de ideas” se habría profundizado mucho más de lo que pensaba al hacer sus modestas previsiones.
Tocqueville se hubiera sorprendido de ver que no sólo la difusión de “ideas” sería desplazada por la oferta de entretenimiento, sino que para fines del siglo XX se habría llegado a considerar “escritores de valía” tan sólo a aquellos que se imponían en el mercado.
Conforme a las tendencias demagógicas que el francés ya había observado en su tiempo, los propios escritores llegaron a denigrarse entre sí, acusándose de “vender poco”. El marketing reemplazó a la estética y a las ideas, y no sólo en el arte sino también en la política, lo cual es grave para esa democracia que fascinaba a Tocqueville.
Con las generaciones que siguieron, la cultura francesa comenzó a volverse hacia América, con la misma admiración con que antes había mirado a Inglaterra. Fue entonces cuando Baudelaire y Mallarmé reivindicaron a Poe.
En esos años, la educación masiva y las ediciones de bajo costo también estaban popularizando en Europa una nueva literatura folletinesca, destinada al entretenimiento. Aludiendo una vez más a Edgar Allan Poe, los Goncourt saludaban en su Diario de 1856 la aparición del género que hoy llamamos “ciencia ficción” como
un nuevo mundo literario [donde] las cosas asumen un papel más importante que las personas, el amor cede el paso a la deducción, y el eje de la novela se traslada del corazón a la cabeza, de la pasión a la idea, del drama al desenlace… 3
La ciencia ficción parecía perfilarse como una literatura donde las ideas tendrían más peso que los personajes y sus peripecias.
Nacía la cultura de masas. En los Estados Unidos, durante los años de la primera posguerra mundial y un poco antes de que la radio y la televisión se hicieran cargo del tiempo libre, surgió una nutrida literatura popular, de bajo costo y escasas pretensiones estéticas. Fue entonces cuando se crearon las convenciones que regirían durante décadas la producción de material literario hecho en serie, como los autos que estaban saliendo de Detroit.
En esta etapa todavía no existía una industria cultural digna de tal nombre, pero se daba una suerte de transición entre artesanía y manufactura. Los escritores aún no estaban profesionalizados, y seguían siendo un poco bohemios. Vendían sus manuscritos a las revistas del mismo modo que los tejedores e hilanderos ingleses del siglo XIX habían comenzado por vender su producción casera a la fábrica, antes de renunciar definitivamente a su independencia.
Procurando satisfacer las demandas del público lector, los editores de literatura comercial creaban géneros desconocidos para los eruditos, pero ponían especial cuidado en rotularlas de manera que el lector supiera exactamente de qué se trataba. Había revistas y novelas de misterio, de horror, de aviadores, detectives, aviadores-detectives, espías, vaqueros, piratas, corsarios, exploradores, buzos y hasta agentes de la Policía Montada Canadiense…
En las páginas de esas revistas baratas, entonces llamadas pulps, también aparecían historias encuadradas en ese género fantástico-científico que había popularizado Poe, o se difundía lo que escribían en Europa las plumas consagradas de Verne y Wells.
En 1926, un editor de publicaciones técnicas llamado Hugo Gernsback fundó la primera revista dedicada exclusivamente a ese género. Lo llamó “scientifiction” (luego science fiction) y convocó a un considerable público.
Pronto hubo otras revistas, y el público adolescente que las consumía y nutría con ellas sus fantasías del futuro fue creciendo a ritmo sostenido.
La segunda revolución industrial estaba en curso, y Gernsback era un apologista de Edison. Varios colaboradores del inventor de Menlo Park publicaban artículos y escribían cuentos para las revistas de Gernsback. El propio Edison, en cuanto mito nacional viviente, llegó a ser el protagonista de varias historias del género, donde solía intervenir a tiempo para salvar al planeta.
Eran los tiempos de la revolución rusa de 1917 y soplaban fuertes vientos de cambio en el mundo. En Estados Unidos, apenas dos años después de Lenin, el sociólogo Thorstein Veblen propuso la creación de un “soviet de ingenieros” que debía prepararse para tomar el poder y desplazar a los políticos.
De hecho, el comité ya existía. Junto a Veblen, estaban algunos genios de la General Electric, como Charles P. Steinmetz y Nikola Tesla. Su ideólogo era Howard Scott (1890-1970), que solía presentarse como líder de un equipo de ingenieros y se codeaba con intelectuales como Margaret Mead.
La organización revolucionaria tomó el nombre de Tecnocracia en 1930 y llegó a tener cierto peso durante el New Deal. Roosevelt nombró a dieciocho funcionarios salidos de sus filas, y algunos importantes sindicatos se acercaron a ella. Años más tarde, los tecnócratas se desprestigiaron al publicar una declaración de apoyo a Alemania y abandonaron la escena política, pero nunca desaparecieron del todo.
Scott proponía soluciones técnicas para todo, y el futuro que auspiciaba se parecía tanto al de la ciencia ficción de entonces como ésta a sus ideas. Como Lenin, Scott auspiciaba las represas hidroeléctricas y la tecnificación del agro. Proponía ferrocarriles de tres metros de trocha, “trenes marinos” y gigantescos aviones de ala delta. Quería construir falansterios de cuarenta pisos con servicios integrados y gigantescos hipermercados para concentrar el comercio. Soñaba con fábricas automatizadas, capaces de trabajar día y noche, con el reciclaje integral de los desechos y un sistema energético integrado. Los tecnócratas querían fundar el Tecnato de América, con capital en Pennsylvania, y proponían adoptar una economía planificada, donde el dinero sería reemplazado por tarjetas de crédito y se expresaría en “unidades de energía”.
Muchos lectores y escritores de ciencia ficción adhirieron a la utopía de Scott, y hasta el joven Ray Bradbury estuvo entre sus militantes. El movimiento recibió un decisivo espaldarazo de H.G.Wells, quien declaró que la Tecnocracia era “un serio esfuerzo científico para reformular la economía sobre una base física”. En su libro Una utopía moderna, Wells había sido el primero en proponer el reemplazo del dinero por unidades energéticas.
Hugo Gernsback, el editor que en 1926 había acuñado el nombre “ciencia ficción”, fue uno de los primeros tecnócratas. En 1933 dirigió el órgano de prensa de la Tecnocracia y difundió sus ideas en las revistas de ficción científica. La Tecnocracia “realiza todos los sueños y esperanzas de la ciencia ficción, que en poco tiempo se harán realidad”, escribía Gernsback 4 en esos días.
Diez años más tarde, cuando en Estados Unidos ya estaban circulando cinco o seis revistas de ciencia ficción, algunos críticos se dignaron a reconocer su existencia, sin abandonar la actitud desdeñosa. El periodista e historiador Bernard De Voto (1897-1955) fue uno de los primeros que dio cuenta de esas revistas desde su columna Easy Chair del Harper’s Magazine. Tras glosar algunos de los peores cuentos aparecidos en el año 1936, caracterizó al género de “idiota y sinsentido”, equiparándolo a los westerns y las revistas de chismes escandalosos. Para De Voto, en esas historias la “ciencia” no era más que una excusa para contar inverosímiles aventuras de capa y espada. Lo que abundaba eran las “fantasías paranoides, para uso de mentes débiles, cansadas y tontas.”
Tan elogiosos juicios coincidían (salvando la distancia ideológica) con las opiniones de la prensa soviética de esos años. Los rusos acusaban a la ciencia ficción norteamericana de ser (además de cuanto le endilgaba De Voto) un instrumento embrutecedor al servicio del imperialismo y una expresión desembozada del racismo y el odio de clase. Eran los años en que Stalin estaba deportando a los escritores de ciencia ficción al Gulag y arrasaba con las tempranas muestras soviéticas del género.
Sobrevino otra espantosa guerra mundial, que concluyó con la irrupción la Bomba y de la energía nuclear. Para entonces, ya hacía mucho tiempo que las armas nucleares proliferaban en las revistas de ciencia ficción, donde escribían muchos científicos. Treinta años antes de Hiroshima, la energía nuclear aparecía en relatos del inglés H.G. Wells (The World Set Free, 1914), del ruso A. Bogdanov o del checo Karel Čapek. La expresión “bomba atómica” la había creado Wells.
Quince años antes de Hiroshima, en Estados Unidos aparecieron una docena de libros con anticipaciones apocalípticas de lo que sería una guerra nuclear. En 1942 una novela de Lester del Rey(Nervios) escenificaba el colapso de una central nuclear, casi medio siglo antes de Chernobyl.
Los pulps de ciencia ficción fueron, según el crítico H. Bruce Franklin 5, quienes convencieron a la opinión pública de que había una “solución tecnológica” para la guerra, y alentaron la fantasía del “arma final” que había echado a correr Edison.
Leo Szilard, el promotor de aquella famosa carta de los físicos que decidió a Roosevelt a poner en marcha el desarrollo de la Bomba, leía y escribía ciencia ficción. En 1934 se había negado a patentar la reacción en cadena, por los temores que le inspiraban las ficciones de Wells, pero cambió de idea cuando pensó que Hitler no tendría escrúpulos en usarla.
Edward Teller, el físico que estuvo detrás del proyecto de las bombas A y H, fue caricaturizado por Stanley Kubrick en el filme Doctor Strangelove (1962) y llegó a ser asesor de Ronald Reagan, también escribía ciencia ficción. Teller solía decir que “en el largo plazo, autores como Heinlein, Clarke y Asimov son más importantes que cualquier Secretario de Defensa”.
En mayo de 1941 Robert Heinlein escribió un cuento titulado “Solución insatisfactoria” que describía con bastante verosimilitud el estallido de una bomba nuclear, incluyendo detalles como las precipitaciones radioactivas, y recomendaba usarla contra el Eje. La revista que lo publicó era Astounding, que dirigía un ingeniero: John W. Campbell.
En 1943, Campbell le mandó dos cartas a Clive Cartmill, uno de sus redactores, donde aseguraba que unas cien libras de Uranio 235 serían suficientes para hacer una bomba atómica, aunque omitió decirle que la censura militar no permitiría divulgarlo. Con esos datos, Cartmill escribió un mediocre cuento titulado “Último plazo”, que apareció en Astounding de marzo de 1944, cuando el proyecto Manhattan todavía era un secreto de Estado celosamente guardado.
“Último plazo” era la historia de una guerra imaginaria entre Sixa y Seilla, dos potencias en cuyos nombres era fácil reconocer Axis y Allies, el Eje y los Aliados. En la ficción, un físico americano inventaba una bomba atómica, y ofrecía inquietantes detalles de cómo construirla. Hoy sabemos que el artefacto no hubiera funcionado, pero en esos días el cuento fue tema de discusión entre los físicos del laboratorio de Los Alamos, precisamente aquellos que estaban produciendo la Bomba.
Alarmado, un capitán de la inteligencia militar pidió que se investigara a Cartmill, quien se justificó dando como prueba las cartas de Campbell. La redacción de Astounding fue allanada, pero Campbell logró demostrar que toda la información necesaria estaba en las bibliotecas públicas. Murray Leinster, un escritor de ciencia ficción que había sido reclutado, convenció a los agentes de que esa historia se basaba en datos accesibles a cualquier profesor de física. Los militares pensaron en secuestrar la edición, pero optaron por silenciar el asunto para no llamar la atención del espionaje enemigo. Un mes más tarde, y por los mismos motivos, la oficina de censura militar impidió la publicación de la novela The Paradise Crater y puso a su autor, Philip Wylie, bajo arresto domiciliario.
Por si faltaba algo, Harry S. Truman, el presidente que dio la orden de arrojar las bombas sobre Japón, era un gran lector de revistas de ciencia ficción. Esa circunstancia lo hacía sensible a las recomendaciones de los físicos, y propenso a soñar con el arma final.
Apenas unos días después de la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, Campbell parecía estar mucho más preocupado que antes. Al ser entrevistado el 25 de agosto de 1945 por los periodistas del New Yorker los espantó con una detallada descripción de los efectos que causaría una explosión atómica en la capital de los Estados Unidos.
A partir de entonces se desató la escalada armamentista. Cuando los científicos comenzaron a temer las consecuencias de lo que habían puesto en marcha, convocaron a las Conferencias Pugwash de 1957, convencidos de que la “destrucción mutua asegurada” podía significar el fin de la humanidad.
Los escritores de ciencia ficción se encargaron de imaginar sus consecuencias. El propio Campbell inició una campaña que llenó las revistas de hecatombes nucleares, sembrando el miedo en la opinión pública y contribuyendo indirectamente a evitar una tercera guerra mundial. Así pareció entenderlo el filósofo alemán Karl Jaspers, en el libro que le dedicó al problema de la Bomba.
En esos años se impuso en la ciencia ficción una corriente humanista que soñaba con un futuro de distensión y tolerancia. Alcanzó su mayor popularidad con el espíritu “kennedyano” de la serie Star Trek (1966-1969), que con el tiempo acabaría por ser un verdadero mito posmoderno.
Desde principios del siglo XX y aun antes, los escritores de ciencia ficción habían ido construyendo la imagen mítica de una nave espacial extraterrestre con forma de disco. Se la encuentra profusamente documentada en textos e ilustraciones de fechas tan tempranas como 1908.
Por fin, cuando el mito estuvo maduro, el viajante de comercio Kenneth Arnold vio los primeros ovni en 1947. Pocos días después, Raymond Palmer, el editor de una revista de ciencia ficción, echó a correr la historia de un aterrizaje forzoso de ovnis en Roswell (Nueva México), que incluía todos los tópicos del género. Se acusó a las autoridades de montar una conspiración de silencio y movilizar a un ejército de espías, los Hombres de Negro. El pueblo de Roswell se convirtió en lugar de peregrinación.
Cuarenta años más tarde un escritor de ciencia ficción llamado Robert Spencer Carr fraguó una película que mostraba la autopsia de un alienígena, supuestamente filmada entonces en la base Wright-Patterson.
A tres años del primer avistamiento, se hizo un filme (El día que paralizaron la tierra, 1951) donde el extraterrestre Klaatu, llegado a la Tierra en un disco volador, nos advertía sobre los peligros de la guerra atómica. Klaatu hablaba como si hubiese sido un vocero de Campbell, intimaba a los terrestres a abandonar la carrera nuclear y los dejaba bajo la vigilancia de un ángel exterminador con cuerpo de robot.
En ese mismo año los militares pusieron en marcha el proyecto Silver Bug, destinado a desarrollar un plato volador, según se reveló medio siglo después, y el vidente George Adamski tuvo el primer “encuentro cercano” con extraterrestres. Adamski dijo haber recibido de ellos un mensaje muy parecido al que se escuchaba en la película.
Se comenzó a hablar seriamente de la vida en otros mundos. En la sobremesa de un almuerzo en el laboratorio de Los Alamos, Enrico Fermi —uno de los protagonistas de la historia de la Bomba— se preguntó “¿Por qué no están aquí?”
Cebándose del pánico nuclear y de difusas necesidades espirituales, el mito ovni había iniciado su triunfal carrera. No pararía hasta llegar a engendrar no una sino varias religiones. A fines de siglo, hubo sectas que aceptaron gozosamente el suicidio colectivo confiando en los mesías extraterrestres que iban a rescatar a los justos de este mundo condenado.
El ovni era otro de los mitos que se habían incubado en el seno de la ciencia ficción durante medio siglo, antes de invadir la cultura y los medios. Por cierto, no fue la única religión inspirada por el género. De todas, la Scientology de L.R. Hubbard sigue siendo la que más da que hablar.
Mientras tanto, la ciencia ficción seguía creciendo y evolucionando. En esa época, la industria editorial había ingresado a una etapa de producción seriada y masiva, que se había hecho necesaria para abastecer un mercado más amplio. Pero también había comenzado a elevar su calidad, y le daba espacio a otros temas. En los años Cincuenta hubo una proliferación de revistas nunca vista, y se multiplicaron los escritores profesionales, orientados y acotados por managers editoriales como John W. Campbell (1910-1971), H.L. Gold (1914-1996) y Anthony Boucher (1911-1968).
Durante la segunda guerra mundial se había compilado la primera antología de cuentos, rescatados de esa enorme reserva que estaba en las colecciones de revistas. Durante bastante tiempo se explotó ese material, hasta agotarlo.
En los años Cincuenta la novela acabó por desplazar al cuento, gracias a que dejaba un margen mayor de ganancias para los autores. También se dieron las primeras y precarias incursiones de la ciencia ficción en el cine de clase B, con algo de imaginación y escenografías muy modestas.
En 1957, cuando el primer Sputnik hacía oír su voz desde el espacio, Hannah Arendt se encontraba revisando las pruebas de su tratado La condición humana. Como muchos otros, creyó estar presenciando el comienzo de una nueva era. En el prólogo del libro no dejó de observar que ese hecho que ahora invadía la primera plana de los diarios se había gestado en el seno de una literatura muy poco respetable, “a la cual, desafortunadamente, nadie ha prestado toda la atención que merece como vehículo de sentimientos y deseos de las masas6.”
El Sputnik también era una idea nacida en el campo de la ficción científica, donde para entonces las naves espaciales eran una venerable tradición. La primera luna artificial ya había sido imaginada en el siglo XIX, y la idea del satélite de comunicaciones pertenecía a Arthur Clarke y John Peirce, dos escritores del género.
Todo había comenzado con el ruso Konstantin Ziolkovski (1857-1935), quien confesaba haberse inspirado en Verne. Otros hitos de la astronáutica eran el norteamericano Robert H. Goddard (1882-1945), quien se reconocía deudor de Wells, y el alemán Wernher von Braun ((1912-1977), admirador de Kurt Lasswitz y escritor aficionado.
A mediados de siglo los editores de revistas consideraban que los viajes a la Luna ya eran un tema agotado. El filme Destination: Moon (1950), de George Pal con guión de Heinlein, mostraba imágenes muy parecidas a esos pasos en la Luna que daría Armstrong veinte años después. La novela Preludio al espacio (1951) de Clarke también describía el alunizaje de manera bastante precisa.
Ante la profundización de la Guerra Fría, la conquista del espacio se presentó como una alternativa política a la mutua destrucción. Una vez más, la propuesta salió del imaginario social que durante años había configurado la ciencia ficción.
El satélite ruso no era un arma, pero su irrupción alteró el equilibrio de poder. Después de superar la crisis cubana, Kennedy pensó en capitalizar ese desafío para evitar una carrera nuclear suicida. Creó la NASA, el sueño de todos los escritores de ciencia ficción, y trazó la política de la “nueva frontera”, para desplazar el conflicto del campo bélico a los objetivos de prestigio. Los soviéticos también debieron sentirse aliviados, porque en esos años alentaron un revival del género, cuando Yuri Gagarin, el primer “cosmonauta” ruso, confesó ser un gran lector de ficción científica.
La carrera espacial culminó cuando todos los televisores mostraron a Armstrong caminando en la Luna. Se dice que ese día John W.Campbell reunió a sus colaboradores y les dijo con orgullo: “nosotros lo hicimos…” Y recordando a una multitud de olvidados escribas, añadió: “…¡a tres centavos por palabra!”
La irrupción del Sputnik, que coincidió con la decadencia de las revistas, fue una crisis para la ciencia ficción. Los ingenieros parecían haberles arrebatado el espacio a los escritores. La ciencia ya no era una aventura romántica sino una empresa bélico-burocrática del orden de la Big Science. Los debates sobre el futuro del género, que muchos ya creían agotado, se multiplicaron a lo largo de toda una década.
Desde el campo de los científicos, Carl Sagan impulsó en esos años una segunda alternativa a la destrucción mutua. No sólo se trataba de “conquistar” al espacio, sino de intentar comunicarse con los eventuales habitantes de otros mundos. Hacía décadas que la ciencia ficción venía imaginándolos , y los adictos a los ovnis creían conocerlos. En 1968, cuando se descubrió el primer púlsar, lo llamaron “LPG” (little green men), en alusión a los famosos “hombrecitos verdes”.
La propuesta de Sagan era el SETI, un programa de búsqueda de vida extraterrestre destinado a cumplir una tarea casi mesiánica. Una vez más, se inspiraba en la ciencia ficción. Se trataba de levantar antenas —las pirámides y ziggurats del siglo XX— para escuchar las señales inteligentes que pudieran estar enviándonos nuestros mayores desde el espacio. Ellos sabrían enseñarnos a superar la inmadurez que nos había puesto al borde de la extinción de la especie, y revelarnos qué podíamos hacer para controlar nuestra tecnología desbocada.
Para los más entusiastas, no tenía objeto ponernos a resolver los problemas de aquí abajo, si el Contacto podría darnos todas las respuestas.
Si algo estaba claro es que el SETI era más que un sueño de la tecnología: ésta era apenas aquello que la hacía posible. Estábamos ante una curiosa hibridación de la ciencia ficción y de su hijo ilegítimo, el mito ovni. Su mesianismo coincidía con el de los “ufólogos”, que buscaban comunicarse por la vía mística.
Entonces llegó Hollywood. A fines de los Setenta, estalló el éxito de la saga Star Wars, que combinaba el esoterismo de Joseph Campbell con la imaginería de la space opera y la magia de los efectos especiales.
Grandes películas como 2001 de Kubrick y Solaris de Tarkovski habían quedado en manos de los cinéfilos, pero a partir de Star Wars las formas más espectaculares de la ciencia ficción invadieron el cine. A partir de ese momento, los efectos especiales fueron las estrellas y la literatura quedó eclipsada. La ciencia ficción ya no sería una industria sino dos: la editorial y la cinematográfica.
En los años Ochenta entró en acción un lobby de la ciencia ficción que tuvo gran influencia sobre la política espacial y de defensa de los Estados Unidos. Era una comisión civil, el Citizen’s Advisory Council on National Space Policy que crearon en 1982 Jerry Pournelle y Larry Niven, dos escritores de ciencia ficción “dura”. El comité diseñó la Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), esa especie de Muralla China electrónica que iba a envolver al planeta entero para proteger a los Estados Unidos de toda amenaza.
Formaban parte del grupo Edward Teller, Robert Heinlein y Gregory Benford. El británico Arthur C. Clarke no había querido sumarse.
Pournelle y Dean Ing escribieron un libro (Mutual Assured Survival, 1984) con propuestas concretas que iban desde construir la red de satélites hasta desarrollar el láser de partículas. Se lo dedicaron a Ronald Reagan, quien adoptó sus sugerencias. Heinlein había imaginado una red de satélites cargados de misiles, y la había llamado War Stars. Pero la prensa optó por bautizar al sistema Star Wars (la “Guerra de las Galaxias”) aludiendo al exitoso filme de George Lucas.
Reagan, el hombre de Hollywood, desafiaba al “imperio del Mal”, con armas que evocaban el mayor éxito comercial de la ciencia ficción7
En 1986, cuando el desastre del trasbordador Challenger puso en tela de juicio a toda la política espacial norteamericana, fueron Asimov, Heinlein y un centenar de nombres prestigiosos de la ciencia ficción quienes salieron a respaldar al proyecto de defensa estratégica en una solicitada publicada por el New York Times.
En los años siguientes, el lobby siguió influyendo en la política norteamericana. Newt Gingrich, el líder republicano de la era de Clinton, tenía a Pournelle por asesor. Él también escribió ciencia ficción de corte político.
El chantaje de la Guerra de las Galaxias tuvo éxito, y puso fin a la Guerra Fría. Gorbachov no contaba con recursos para hacer frente a la apuesta de Reagan y se vio obligado a jugar la carta política de la perestroika. Cayó el Muro, la URSS hizo implosión y Fukuyama se apresuró a proclamar el fin de la historia. Nacían el posmodernismo, la New Age y el pensamiento único.
Pero la ciencia ficción todavía guardaba algunas sorpresas.
En fecha tan temprana como 1946 un autor veterano como Murray Leinster (1896-1975) había escrito el cuento “Un Lógico llamado Joe”, que publicó apenas quince días después de que se diera a conocer a la existencia de ENIAC, la primera gran computadora electrónica. Faltaban todavía veinte años para que se creara ARPAnet, la primera red informática.
En el cuento de Leinster todos tenían en su casa un electrodoméstico llamado “lógico.” Los lógicos contaban con un dispositivo capaz de seleccionar millones de canales de televisión y la empresa que los fabricaba los había “conectado en cadena, como un servicio público.”
El lógico era parecido a un televisor, pero en lugar de botones tenía un teclado, con el cual se podía acceder a un “tanque de datos.” Éste a su vez estaba interconectado con todos los demás tanques de datos del país formando una red. También se lo podía usar como teléfono, y dialogar con alguien viendo su imagen, como si fuera una Webcam.
El lógico permitía conocer cosas como el pronóstico del tiempo, los resultados de las carreras o cualquier dato que estuviese en las bibliotecas del mundo. Incluso, para restringir el acceso de los niños, disponía de un “bloque censor”. Todo se complicaba cuando un lógico llamado Joe neutralizaba la censura. De pronto todos podían acceder a secretos que iban desde la fabricación de bombas hasta la vida privada de los vecinos.
Lo que Leinster acababa de imaginar era nada menos que la Internet. Pero el gran público seguía confiando en autores como Asimov, que sólo eran capaces de pensar computadoras cada vez más grandes.
A comienzos de los Ochenta William Gibson, que no era experto en informática sino licenciado en Letras, avanzó en esa dirección e imaginó una “alucinación de consenso” a la que llamó “ciberespacio.” En los sectores militares y académicos ya existía ARPAnet, pero casi nadie lo sabía, ni podía imaginar las proyecciones que llegaría a tener Internet. Pero el “ciberespacio” quedó asociado al nombre de Gibson, y los propios hackers se reconocieron en sus “cowboys”. La novela también inspiró a quienes desarrollaron las tecnologías de realidad virtual.8
A comienzos de los años Treinta, cuando apenas había calculadoras electromecánicas, algunos escritores simpatizantes de la Tecnocracia como Nathan Schachner, Miles Breuer o A. E. Van Vogt imaginaron “máquinas de gobernar” que fueran capaces de poner orden en los asuntos humanos. Pero en cuanto los “cerebros electrónicos” comenzaron a hacerse realidad, despertaron más miedo que esperanza. En cambio, el autómata humanoide tuvo una larga evolución y llegó a hacerse culturalmente aceptable gracias a Asimov.
Cuando Joseph E. Engelberger patentó el primer robot industrial en 1961 y Kawasaki comenzó a producirlo, ya hacía años que Philip K. Dick había imaginado la “autofac” una fábrica íntegramente automatizada.
La “robótica”, una ciencia imaginada por Asimov, se estudia hoy en las universidades.
A esta altura de las cosas la ciencia ficción ya estaba entretejida en la trama de las tecnologías y del imaginario del poder norteamericano, y desde allí se proyectaba al planeta entero. H. Bruce Franklin escribió que
“la ciencia ficción ha ido inexorablemente ocupando el centro de la cultura norteamericana. Le ha dado forma a nuestra imaginación (más de lo que estaríamos dispuestos a admitir) a través de las películas, las novelas, la televisión, las historietas, los juegos de simulación, el lenguaje, los planes económicos, los programas de inversión, la investigación, los cultos seudocientíficos, y las naves espaciales, reales o imaginarias9.”
Hoy los niños se entretienen con robots de juguete, animaciones “futuristas” o videogames de ciencia ficción. Nuestra vida depende de los ordenadores, viajamos en autos fabricados por robots, y los efectos especiales son nuestros milagros. La ciencia ficción ha acabado por conformar nuestra vida.
El mundo en que vivimos no sería lo que es de no haber existido la ciencia ficción. En buena medida, podemos decir que es la realización de sus fantasías. William Gibson recuerda haber crecido en los años Sesenta, cuando los autos tenían alerones y luces traseras que imitaban los cohetes espaciales de Flash Gordon. “Vivimos en un ambiente de ciencia ficción” observó Brian Aldiss. “El mundo se está convirtiendo en ciencia ficción. La realidad del siglo XX ha brotado de los márgenes de una literatura casi invisible”, escribió J.G. Ballard.
Al llegar a esta etapa, la industria de la ciencia ficción parece haber ingresado en la economía de acceso. Puesto que ahora no se venden bienes sino servicios, el que escribe una saga aspira a tener su propio mercado cautivo, crear una suerte de adicción en los lectores y eventualmente generar lucrativos negocios de merchandising.
Las sagas en varios tomos resultaron más rendidoras que el cuento y la novela. Todos sueñan con escribir una trilogía, una tetralogía o cuantos volúmenes soporte el público. La producción de libros alcanzó cifras increíbles. En 1985 aparecieron en U.S.A. 1332 títulos de ciencia ficción, con tiradas que a veces sobrepasaban los dos millones de ejemplares, aunque luego las cifras comenzaron a decrecer.
Para entonces, el antiguo guetode los lectores ya se había convertido en una vasta red mundial, con sus nutridos calendarios de actividades, premios y convenciones, su política y su burocracia. Pero los prósperos autores de ahora ya no tienen la espontaneidad de aquellos que trabajaban a centavos por palabra.
La ciencia ficción sobrevivió a la declinación de la modernidad, pero tuvo que renunciar a la conciencia crítica que alguna vez tuvo. Se convirtió en ersatz del progreso, expresión del desencanto y vehículo de deseos ocultos. En cuanto comenzaron a hacerse realidad sus fantasías tecnológicas, salieron a flote sus sueños mesiánicos y sus más caprichosas especulaciones. Muchos de los mitos que seducen a los posmodernos provienen de un imaginario de ciencia ficción que ha invadido la realidad, tras emanciparse de la modesta narrativa que le dio origen y pasar del mundo de la letra al de la imagen.
Es sabido que la literatura que más atrae a la imaginación de los lectores no es generalmente la que rescata el canon de los críticos. No debe sorprendernos, pues, que el terror, las fantasías compensatorias y los delirios racionalizados hayan influido más en el público que las auténticas creaciones que supo dar el género.
La consumación de la ciencia ficción como industria ha venido a adjudicarle un papel ideológico. La ciencia ficción es un factor ineludible a la hora de explicar la constitución de nuestro imaginario. Quizás haya que verla como el último destello de la ideología del progreso.
Paradójicamente, la época de máxima difusión de una literatura que creía ingenuamente en el avance científico-tecnológico como panacea coincide con la quiebra de la idea del progreso.
La ciencia ficción, como cualquier otro género, no es una entidad homogénea sino una categoría que abarca cosas muy disímiles. Cada época apeló a sus recursos para expandir al límite sus deseos y temores y hasta para responder a los cambios que había engendrado la propia ciencia ficción. Si el horizonte imaginativo de la posmodernidad es de corto alcance, no habrá que sorprenderse que la ciencia ficción de hoy refleje sus limitaciones. La era del minimalismo no es la mejor época para un género que fue esencialmente maximalista.
El siglo XX vivió las dos peores guerras de la historia y dos de las más profundas revoluciones tecnológicas. Si el debate ideológico enfrentaba democracia y totalitarismo, capitalismo y socialismo, nacionalismo y globalización, pronto el triunfo comenzó a definirse en favor de quien tenía el poder tecnológico. La creencia de que la tecnología es capaz de resolverlo todo es el único dogma que quedó al margen de los debates ideológicos y hoy sigue estando en el eje del “discurso único”. La ciencia ficción supo encarnar las fantasías de la modernidad, y la posmodernidad se constituyó sobre la base de esas mismas ficciones en cuanto comenzaron a realizarse.
Cuando el “socialismo real” mataba la utopía, el poder de los medios comenzó a llenar el vacío ideológico con ideas procedentes de la ciencia ficción: los poderes mentales, las civilizaciones perdidas, los extraterrestres, el “espacio interior”, la realidad virtual. Todas esas ideas habían sido sembradas años atrás por los escritores del género y estaban dentro del imaginario de las generaciones que ahora se hacían adultas.
De todo esto podemos extraer algunas conclusiones. Si este mundo le parece un poco loco, no se olvide que la ciencia ficción tuvo mucho que ver con su diseño. Pero no debemos ser severos con los escritores del género, muchos de los cuales ya pertenecen al pasado. Por más que intentaron hacerlo, no llegaron a imaginar nuestro tiempo, aunque acabaron por moldearlo, más allá de sus intenciones.
Quisieron “anticipar” el futuro y terminaron proponiéndolo. Muchas de las ideas lanzadas en ese colosal brain storming que realizaron a lo largo de un siglo, inspiraron a la tecnología y propusieron ideas reguladoras a la política del siglo XX.
Responsabilizarlos de cuanto se ha
hecho con sus ideas sería como culpar a Faraday por la silla eléctrica. Digamos,
de paso, que la silla fue patentada por Edison, quien engendró a Gernsback,
quien engendró a Campbell, quien engendró a Heinlein, quien engendró…
Aquí nos detenemos, pero no sin antes recordar
que hasta ahora apenas hemos visto la historia económica y política de la
ciencia ficción, la historia de la industria y del negocio. De los méritos y
prestigios que alcanzó en el camino, todavía no comenzamos a hablar.
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- Alexis de Tocqueville, La democracia en América, Madrid, Sarpe, 1984. Volumen II , cap. XIV ↩
- íbid., cap. XVIII. ↩
- Citado por Darko Suvin. Metamorfosis de la ciencia ficción. Sobre la poética y la historia de un género literario. (1979). Traducción: F. Patán López, México, F.C.E., 1984 ↩
- Cfr. Pablo Capanna. “Tecnocracia: la utopía inoxidable”, en Maquinaciones. El otro lado de la tecnología. Buenos Aires, Paidós 2011 ↩
- H.Bruce Franklin, War Stars, the Superweapon in the American Imagination. New York-Oxford, Oxford University Press, 1988. ↩
- Hannah Arendt The Human Condition, Doubleday-Anchor Books, Garden City (N.Y.) l958, Prólogo. ↩
- Cfr. Thomas M. Disch, The Dreams Our Stuff Is Made Of. How Science Fiction Conquered the World, New York, The Free Press, 1998.
Gregory Benford, “Mezclando la realidad con la imaginación: un recuerdo de la ciencia y la ficción”, en Carlos Gardini y otros, Premio UPC 1996, Barcelona, Nova 1997 ↩ - Cfr. N. Katherine Hayles, How We Became Posthuman. Virtual Bodies in Cybernetics, Literature and Informatics, Londres-Chicago, The University of Chicago Press, 1999. ↩
- H. Bruce Franklin. Robert Heinlein. American as Science Fiction. New York, Oxford University Press, 1980. ↩