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La trivialización DEL plagio

13 febrero, 2019 By Pablo Capanna

Es sabido que el mundo no sería el mismo si no hubieran existido Charles Babbage y Ada Lovelace. Charles fue el primero en diseñar una computadora y Ada se encargó de programarla. Por eso los recordamos como los abuelos del hardware y del software.

En la época de Charles y Ada, el Imperio Británico estaba en su mejor momento, explotando a sus colonias y gozando de los beneficios de la revolución industrial. Sin embargo, a Babbage no lo impresionaban esas máquinas que estaban revolucionando la producción; para él, eran el fruto de la ciencia. Paradójicamente, andaba preocupado por el retraso científico de Inglaterra. Eso lo llevó a escribir unas sorprendentes Reflexiones sobre la decadencia de la ciencia en Inglaterra (1830)1

Babbage le aconsejaba al Estado fomentar la ciencia básica, si quería que la técnica siguiera innovando. También reclamaba una profunda reforma de las instituciones académicas, y le pedía a la propia comunidad científica que revisara sus procedimientos.

Comparado con lo que hoy produce el sistema mundial de Investigación y Desarrollo, el volumen de las publicaciones científicas de entonces era ínfimo. Pero aun así Babbage se alarmaba porque creía descubrir ciertos signos de corrupción: denunciaba que había publicaciones científicas espurias y otras que no aportaban conocimiento genuino.

El patriarca de la informática clasificaba las mentiras científicas en cuatro categorías.

La primera era el engaño (hoaxing), que consistía en fabricar evidencias falsas. No pasó un siglo sin que se denunciara a la monera de Haeckel (un limo marino que pretendía ser la forma más arcaica de vida) y al Hombre de Piltdown, un falso fósil que era presentado como el eslabón perdido de la evolución humana.

Había quienes fraguaban (forging) informes de observaciones o experimentos que jamás habían realizado. Cien años después, de eso acusaron a Cyril Burtt, el gran promotor de los tests de inteligencia.

Los falsarios también podían “cocinar” un texto (cooking) embelleciendo unas observaciones dudosas, cuando no imaginarias, para que fueran más interesantes. De eso   acusaron a Margaret Mead.

De todas estas técnicas, la que más carrera hizo fue el recorte (trimming) que consistía en adobar una presentación con trozos copiados de otros textos. El recorte, hoy llamado cut & paste, logró imponerse precisamente cuando el mundo se llenó de esas computadoras que Babbage soñaba construir y comenzó a tejerse la Gran Red Global.

En tiempos de Babbage, la profesión del científico recién estaba naciendo y no había tanta especialización. Luego, el volumen de las publicaciones creció exponencialmente, a medida que se iban multiplicando y dividiendo los campos de estudio.

El cambio decisivo se dio cuando Vannevar Bush, a fines de la IIª Guerra Mundial, echó las bases del sistema moderno de Investigación y Desarrollo. La publicación de textos científicos se volvió una industria y adoptó los criterios industriales de medición. Desde entonces, si el personal académico quiere permanecer en el sistema está obligado a escribir y publicar textos, porque será evaluados por su producción: Publish or perish!

Un nuevo salto lo dio la publicación virtual: con ella, la edición académica dejó de estar limitada por el costo del papel y el espacio que ocupa. En el ámbito casi infinito de la Internet no sólo es posible publicar todo lo que se produce, sino aun rescatar obras del pasado.

Así como el reloj mecánico y la brújula abrieron las puertas a la industria y a la navegación, el browser fue la herramienta que revolucionó la cosecha de datos.  Cualquiera sabe que por cada docena de textos de un determinado tema en la Red quizás haya uno relevante; el resto serán glosas o copias más o menos explícitas. Esta proporción no sólo se da en los sitios que frecuenta el lector común, sino también en las publicaciones científicas, donde el plagio despierta creciente preocupación. Se dice que pronto afectará a las propias investigaciones sobre el plagio, que más de una  vez se plagian entre sí.

Un estudio reciente2 distingue, dentro de un continuo plagiario de límites imprecisos, nueve formas distintas de plagio. Algunas son tan tradicionales como el auto-plagio que cometemos al reciclar nuestras propias frases. Otras son tan explícitas como el ghost-writing de quien contrata a un escriba, que a su vez parafrasea o copia a terceros.

De todas ellas, vale la pena detenerse en las variedades del copy&paste. Ya no se trata simplemente de copiar y pegar párrafos enteros para abultar el volumen de un trabajo. Se pueden cortar pequeños pasajes, re-ensamblarlos en otro orden (shake&paste) o usarlos para engrosar las notas bibliográficas (slide&paste), donde no será fácil que las descubran. La forma más sutil y más difícil de detectar es el patchwriting, que consiste en mechar algunas frases propias en un texto de otro. En su versión ingenua se limita a glosar el pensamiento ajeno; en la deshonesta, trata de hacerlo pasar por original.

Por ejemplo, un artículo titulado “Supresión de la mitogénesis del linfocito en el bazo de ratones inyectados con compuestos de platino” fue plagiado íntegramente como “Efectos de los compuestos del platino en la mitogénesis del linfocito en el ratón.”3

***

En estas circunstancias, lo que se ve afectado no es sólo el derecho de propiedad intelectual, cuyo reconocimiento es históricamente reciente, sino la propia credibilidad del saber.

La propiedad intelectual no era muy respetada por griegos y romanos. Entonces no había nada parecido a la industria editorial y cualquier poeta se sentía honrado si sus versos eran atribuidos a un clásico.

La propiedad privada de los productos culturales nació en el siglo XVII, cuando el capitalismo le puso valor económico a todo. No es casual que el reconocimiento de la autoría literaria naciera cuando comenzaba a imponerse la eponimia: esto es, la costumbre de ponerle nombre al saber científico, desde las leyes de Kepler hasta el mechero de Bunsen.

La Ley de Eponimia establece que la atribución de los descubrimientos es siempre  arbitraria. Se la conoce como Ley de Stigler por un profesor de Chicago que la enunció en 1980. Pero el propio Stigler reconocía que Robert K. Merton la había descubierto en 1965, y hasta se había tomado el trabajo de escribir una sátira para ilustrarla. Los más sutiles dicen que la ley que tampoco le pertenece a Merton sino a Meyer R.Schkolnick (el verdadero nombre de Merton) etc.

En la ciencia, la eponimia suele imponerse por consenso, y se prueba por la fecha de publicación. A pesar de eso, más de un descubridor ha quedado rotulado simplemente como el “precursor” de otro.

Para la tecnología, se entiende que la innovación le pertenece a quien la patentó, aunque no haya sido el primero ni el único. No olvidemos la historia del teléfono, cuyo creador no fue Alexander Graham Bell sino Antonio Meucci, pero la justicia tardó un siglo en reconocerlo.

En el mundo literario, la figura del “autor” le debe su prestigio al romanticismo, que lo hizo una suerte de héroe cultural. Sin embargo, su “creación” sólo llegó a ser reconocida como propiedad intelectual desde que quedó en mano de los editores. A la hora del plagio todo acaba en manos de abogados y jueces.

***

Las nuevas formas del plagio afectan a la educación, donde el plagio siempre fue endémico. Contra lo que se podría suponer, su complejidad no depende del nivel educativo. Hay alumnos que despliegan un enorme ingenio para engañar a un profesor, y académicos que mienten de modo tan burdo que pone en duda su inteligencia. Pero su trivialización plantea un dilema: cualquier intolerancia ante el plagio será rechazada como represiva, pero ser permisivos nos deja sin criterios para evaluar.4

La amplitud del fenómeno ha hecho surgir la profesión del fraud buster, que se dedica a combatirlo. Políticos, ministros, rectores, científicos, profesionales, eruditos y clérigos han sido llevados ante los tribunales o despojados de sus títulos por haber plagiado. Abundan los manuales que enseñan a descubrir fraudes y hay todo un arsenal de software especializado, con programas como Turnitin, PlagScan, Copyscape, iThentikate, Urkund, Dogpile, etc.

La mayoría de estos programas sirve para examinar el material digitalizado que circula por la Red, pero no permite descubrir al falsario artesanal que se copia de ese viejo libro que nadie digitalizó jamás.

En los estudios hechos en los países centrales se tiende a atribuir el fraude a los estudiantes extranjeros. Este argumento, que pareciera hecho a la medida de los xenófobos, no deja de echar alguna luz sobre el aspecto social de la cuestión. El falsario no es necesariamente un ladrón ni un mitómano que usurpa los méritos de otro. Quizás no haga otra cosa que responder  a las exigencias del sistema.

Pensemos en el estudiante de un país periférico que ha ganado una beca para doctorarse en una gran universidad. Es una suerte de inmigrante documentado que necesita imperiosamente volver con un diploma, porque tiene que rendir cuentas en su país. Sabe que será evaluado por algo que tendrá que redactar en un idioma que no domina. Hasta puede ocurrir que la educación que recibió premie la memoria y la imitación de los clásicos, lo cual puede eximirlo de reparos morales.5 El nativo no tendrá esas dificultades, pero deberá soportar la misma presión competitiva.

Una de las exigencias del sistema es la de respaldar los trabajos con abundante bibliografía. Deberá ser tan reciente como confiable, para evitar opiniones antojadizas, mostrar dominio del tema y dar cuenta del esfuerzo que ha demandado reunirla.

En teoría, alguien debería verificar si los libros que se mencionan son pertinentes y si las citas son fidedignas. Habría que comprobar si tal pasaje está efectivamente en el capítulo 5 de la Primera Parte de la 4ª edición. Es evidente que esto no pasa de ser un ritual. No es raro toparse con libros donde la bibliografía ocupa más de la mitad del volumen, lo cual hace imposible que cualquier jurado humano la verifique.

El sociólogo James Evans recurrió a un algoritmo de búsqueda para cuantificar las referencias bibliográficas de 34 millones de papers científicos publicados entre 1945 y 2005. Desde que comenzaron a digitalizarse las colecciones de revistas la base de datos disponible ha crecido enormemente. Evans suponía que al ampliarse el campo, se podría rescatar mucha información valiosa que había sido ignorada en su momento. Sin embargo, descubrió que siempre se citaban publicaciones recientes, no sólo para cumplir con las normas, sino porque la búsqueda la había hecho Google. De hecho, el diseño de los buscadores se inspiró en las normas del trabajo académico y el hipertexto deriva de la nota al pie de página. Un estudioso del tema resumió irónicamente la cuestión en una fórmula: “si uno copia a un autor es plagio, pero si copia a dos es investigación”. Como cabía prever, fue fervorosamente plagiado.

Considerar el aspecto social no nos autoriza a eludir el aspecto ético. El plagio es mucho más que un delito contra la propiedad. En latín, el plagiarus no es un ladrón sino un secuestrador: es el que extorsiona a otro tomando a su hijo como rehén, o reduce a la esclavitud a un hombre libre. No es lo mismo robarle a otro que arrebatarle a un hijo o privarlo de la libertad.

Si la ciencia goza de prestigio social no es sólo por sus productos y su rigor metodológico, sino también por su código ético. Al científico se le cree por la honestidad intelectual con que reconoce el trabajo de otros. Su objetividad se resume en la fórmula, atribuida a Aristóteles: “soy amigo de Platón, pero mucho más de la verdad.”

No faltan quienes buscan naturalizar el plagio, amparándose en la autoridad de los teóricos. Citan a Roland Barthes, quien negaba la autoría y definía al texto como “un tejido de citas más o menos explícitas” o a Michel Foucault, que impugnaba el concepto romántico del Autor. Paradójicamente, a éstos siempre se los honra como “autores”, y no cabe duda de que  se hubiesen indignado al descubrir que los plagiaban.

Resignarse a tolerar el plagio, es socavar la propia credibilidad de la ciencia. El plagio académico no es un delito contra la propiedad privada sino contra la verdad, que es pública. Si por un momento imagináramos que es una ley, como proponía Kant, la ciencia dejaría de ser creíble. Nos veríamos ante la imposible tarea de verificar personalmente todos esos enunciados que damos por ciertos.

Dicen que no hay nada mejor para esconder un elefante que soltar una manada de paquidermos. Lo mismo ocurre con el fraude, que prospera porque su rastro se pierde en la desmesura de la oferta. Los océanos de papers y las galaxias bibliográficas equivalen al despliegue de productos del mercado, los infinitos canales del entretenimiento y las multitudes de amigos en las redes sociales.

La naturalización del fraude es el triunfo del mercado en el mundo del saber. El investigador solitario, que trabajaba con recursos artesanales, murió con el romanticismo. La ciencia de hoy es una próspera empresa y la investigación es una carrera codiciada, en un mundo donde no abundan los empleos. Es el escenario que delineó hace más de medio siglo Derek de Solla Price, cuando constató que el crecimiento exponencial de la comunidad científica tendía a la saturación.

Los epistemólogos, en su rol de clero de la Ciencia, insisten en la lógica y la metodología, que garantizan el progreso del saber. El juicio de pares, el referato y la libre replicación de las experiencias son los principios que han hecho de la ciencia un sistema fecundo, democrático y auto-correctivo.

Pero las cosas no son tan claras en la práctica. Con la profesionalización de la investigación la competitividad fue ganando espacio, y aparecieron las conductas propias del mundo laboral. Si uno mantiene una producción constante, se asegura el bienestar y goza del privilegio de trabajar en lo que alguna vez lo atrajo. En teoría, el sistema premia la originalidad, pero lo que cuenta en la práctica es publicar cierta cantidad de trabajos, sean o no originales. Deberán ser preferentemente breves, para comodidad de los evaluadores y para abultar el curriculum. La unidad monetaria académica es el LPU (Least Publishable Unit) el texto publicable más breve.

Al libro, en cambio, se aconseja estirarlo al máximo, porque aquí cuenta más el volumen. Tras agradecer a los mecenas, habrá que hacer una revisión histórica del tratamiento que recibió el tema con las sucesivas modas. Luego vendrá la historia del problema, que conviene remontar hasta los griegos. Por último, una generosa bibliografía e infinidad de notas. En medio de todo eso estará la módica contribución del autor, a quien se aconseja rematarla con un título jocoso o bien intrigante.

Para cumplir con las metas de producción todo puede ser útil, desde “cocinar” datos e inventar experimentos hasta plagiar. El fraude prospera y la impunidad intelectual se institucionaliza porque nadie se atreve a quebrar la omertà mafiosa denunciando algo que quizás practique.

La cosa comienza a tornarse alarmante cuando consideramos que, a nivel mundial, el área donde se registran más plagios e informes fraguados para favorecer a los intereses económicos, es la de la salud. Pero esto ya no sólo tiene que ver con el prestigio intelectual de las instituciones, de la comunidad científica y de los profesionales. Es algo que pone en peligro nuestra propia vida.

  1. Charles Babbage. Reflections on the Decline of Science in England and on some of his Causes London, B. Fellows, 1830. Cap.V, 3 “On the Frauds of Observers.” ↩
  2. Debora Weber-Wulff, False Feathers. A perspective in Academic Plagiarism. Berlin, Springer, 2014 ↩
  3. Cfr. William Broad & Nicholas Wade, Betrayers of the Truth. New York, Simon and Schuster,1982 ↩
  4. Wendy Sutherland-Smith. Plagiarism. the Internet and Student Learning New York, Routledge 2005 ↩
  5. Diane Pecorari, Academic Writing and Plagiarism. A linguistic Analysis. Londres, Continuum, 2008. ↩
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Comments

  1. Hernán dice

    24 febrero, 2019 at 3:16 pm

    Y si proponemos una pedagogía del plagio? porque plagiar es como hacerse un «machete»… implicaba estudiar, resumir, escribirlo en letra minúscula y , por si fuera poco, desarrollar un fino arte de simulación para poder copiarse sin que te pescara el docente. Yo mismo he descubierto ocasionalmente a algún estudiante copión y lo he dejado correr, admirado por su baquía y esfuerzo (que duplicaba claramente a los memoriosos y centuplicaba a los vagos)… siempre me quedó claro una cosa: el tipo había leído todo el material y aplicado técnicas de resumen (con errática competencia pero innegable laburo) para meter todo eso en pequeños papelitos. Plagio del bueno, artesanal, sin móvil ni wi fi… bue.. casi parece un Elogio del plagio (y quizás lo sea)

  2. Maria Ines Nuñez dice

    25 abril, 2019 at 5:19 pm

    Es interesante. Sobre todo si se va para el tema de las artes. ¿Cuántas demandas por plagio se han presentado a nivel mundial en los últimos cien años? Y sin embargo, Romeo and Juliet de Shakespeare es una copia descarada de otra obra anterior ya olvidada. Todo escritor de ficción es, básicamente, un plagiario.

  3. Quique dice

    27 abril, 2019 at 2:02 am

    Falta enumerar otro motor del plagio: el shanzai. Los chinos no tienen ningún prurito a la hora de copiar o reproducir, y eso tiene una raíz filosofica

  4. Daniel E. Arias dice

    27 abril, 2019 at 2:33 am

    Daniel Arias dixit:

    Desoladoramente brillante, y creo que también original. El «creo» lo puse solo para que Pablo Capanna no piense que leí su texto a la ligera.

    Añado que lo que comenta Hernán sobre el machete como camino hacia el conocimiento de un tema es absolutamente cierto. Mostrame un buen machetero de los de antes, que yo te muestro un buen profesor o escriba de los de ahora.

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Pablo Capanna nació en Florencia (Italia) en 1939, y desembarcó en Buenos Aires como inmigrante cuando tenía diez años. Pasó su adolescencia en Ramos Mejía, estudiando Comercial y dibujo de … Leer

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