
En la época en que los alumnos aún no eran cazadores y recolectores de datos, todos los que íbamos a la escuela teníamos que padecer los célebres Manuales escolares, que traían Todo lo que uno Tenía que Saber. Eran eternos bestsellers, a pesar de que se acostumbraba que los hermanos menores los heredaran.
El Manual tenía su complemento en la Revista escolar. El Billiken y el Anteojito decían más o menos lo mismo, pero ahí las figuritas se podían recortar y pegar en la carpeta.
Cada tanto, el gobierno emprendía alguna reforma educativa y cambiaba los planes. Eso obligaba a los editores a reciclar sus manuales, añadiéndoles ilustraciones, resúmenes, cuestionarios y hasta páginas en blanco para hacer garabatos. Lo que por lo general dejaban sin tocar eran ciertos errores consagrados, quizás por no herir susceptibilidades.
En las páginas de esos manuales varias generaciones se habrán topado alguna vez con las figuras de una tortuga y de un baúl, que estaban ahí para mostrar cómo imaginaban al mundo los antiguos. Los mejores libros se limitaban a ponerlas junto al esquema de Tolomeo y al de Copérnico.
La primera de esas bizarras figuras mostraba que los indios (sin especificar cuándo) creían que el mundo era una enorme isla sostenida por cuatro robustos elefantes, los cuales a su vez estaban parados en el lomo de una descomunal tortuga. La figura estaba en los manuales, en las revistas y hasta en las láminas que venían con el cuaderno.

La figura servía para poner en evidencia cuán profunda era la ignorancia de los antiguos, que nunca se habían preguntado sobre qué base reposaba el quelonio. Podíamos sentirnos orgullosos de vivir en tiempos más ilustrados, porque ahora cualquier escolar, como ya había dicho Voltaire, sabía mucho más que aquellos sabios.
Era casi inevitable que la tortuga y los elefantes indios estuvieran junto al mapamundi de Cosmas Indicopleuste, un cronista de la Edad Media que le había dado al mundo la forma de un baúl. Otra muestra de ignorancia, no menos conspicua.
Muchos maestros enseñaban que en la Edad Media todos creían que la tierra era plana, que estaba inmóvil y ocupaba el centro del mundo. ¡Si lo sabría Colón que, provisto de un huevo duro, se había empeñado en persuadir a los monjes de la Rábida! De hecho, el huevo duro pertenecía a Brunelleschi, y los monjes conocían la esfericidad de la Tierra, pero eso no era tan divertido.
Con los años, volví a cruzarme varias veces con la tortuga y el baúl, que aún deben estar en la cabeza de muchos jubilados. Para evitar sorpresas desagradables, mejor no hagamos una encuesta.
Cuando ya los manuales estaban pasando de moda mi hijo, que estaba en el secundario, apareció con su libro de texto, no recuerdo si de historia o geografía, y me hizo una pregunta. Según el manual, Platón había dicho que la Tierra tenía forma cúbica. ¿Tan tontos eran los filósofos antiguos, papá? ¿En la Facultad de filosofía, todavía les enseñan esas cosas?
Anduve un rato tratando de imaginar a qué se refería el escriba pedagógico, pero de pronto recordé en qué consistía la peculiar física de Platón.
Un tanto flojo en biología, en física Platón no andaba demasiado lejos de la hipótesis atómica. Estaba convencido de que la geometría podía servir para entender la estructura de la materia. Sus maestros pitagóricos le habían enseñado que las partículas de los cuatro “elementos” (tierra, agua, aire y fuego) eran cuerpos sólidos, cuyas caras eran figuras equiláteras. La molécula del fuego era una pirámide (cuatro triángulos), la del aire un octaedro (ocho caras) y la del agua un icosaedro (veinte caras). La molécula de tierra tenía que ser un cubo: seis cuadrados, formados por dos triángulos cada uno. La idea no dejaba de ser interesante, y muchos siglos más tarde, seguiría atrayendo a un platónico como Kepler.
Lo dramático era que el redactor del manual había confundido al elemento tierra con el planeta Tierra. Su error debe haberse reproducido un sinnúmero de veces, porque permitía reforzar la creencia en la estupidez de los antiguos.
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Contando con alguna perspectiva histórica, hoy estamos mejor parados para medir las limitaciones de los antiguos y entender por qué no llegaron más lejos. Aquellos hombres no eran estúpidos; apenas contaban con menos información y todavía no tenían los instrumentos necesarios para ampliarla. Contrastar el mito hindú de los elefantes y la tortuga con la visión moderna del sistema solar era un imperdonable anacronismo.
La famosa tortuga india se llamaba Akupara; era una figura mítica de la cual hablan textos tan antiguos como el Mahabhârata y los Vedas. Allí coexistía con el Huevo Cósmico, una imagen del mundo que quizás tuviera otro origen, donde el universo tenía la forma de un huevo. En su centro había una Tierra plana, suspendida entre siete cielos planetarios y siete infiernos.
El cuento de la tortuga era tan pintoresco que se impuso como un disparate para uso de los conferencistas. El primero en mencionarlo fue un misionero jesuita llamado Emanuel de Veiga: en una carta de 1599 ironizaba diciendo que en la India nadie había podido explicarle sobre qué se apoyaba la tortuga. Luego, los predicadores la usaron para ridiculizar a los paganos, y la Ilustración para burlarse de los predicadores. De la tortuga hablaron Locke, Hume, William James y, más recientemente, Bertrand Russell y Stephen Hawking. Nunca sirvió para otra cosa que para sacudir la modorra del público de las conferencias o provocar la sonrisa del lector.
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El huevo y la tortuga tenían una antigüedad de más de cuatro mil años. Pero en los tiempos de Homero y Hesíodo los griegos también creían que la tierra era plana. Los primeros filósofos, Tales, Anaxímenes, Leucipo y Demócrito, no fueron mucho más lejos. Los órficos eran los únicos que creían que las estrellas eran mundos donde habitaban las almas de los difuntos 1y se inclinaban por el huevo cósmico. Sus continuadores los pitagóricos, le darían forma esférica a la Tierra y la pondrían en movimiento.
Paradójicamente, la hipótesis “copernicana” fue la primera que apareció, de la mano del pitagórico Filolao. Los pitagóricos creían que el fuego era divino; por eso tenía que estar en el centro del mundo. La Tierra giraba en torno del fuego central, cuya luz reflejaba el Sol. Si no podíamos verlo era porque siempre le estábamos dando la espalda, y había otro planeta (la Anti-tierra) que servía de escudo para que el fuego no nos abrasara. Hasta la segunda mitad del siglo XX, cuando hubo sondas espaciales que pasaron por detrás del Sol, fue imposible probar que no existía.
Nada de esto convencía a Platón, a Aristóteles, y a sus respectivas universidades, la Academia y el Liceo, que encontraban al geocentrismo más compatible con el sentido común. Sin embargo, quien hizo girar a la Tierra sobre sí misma fue Heráclides del Ponto, un astrónomo de la Academia Platónica. Como ya se sabía que Venus y Mercurio no podían ser satélites de la Tierra, porque cruzaban por encima del disco solar, Heráclides reconoció que eran satélites del Sol, pero no se animó a sacar del centro a la Tierra.
Parecería obvio que los partidarios de la esfericidad de la Tierra fueran los mismos que defendían al heliocentrismo, pero no fue así. Eudoxo y Calipo, dos platónicos, construyeron el complicado modelo geocéntrico que por mil años dominaría la astronomía. Aquí cada astro estaba engarzado en una esfera invisible que rotaba en torno a la Tierra. Para explicar los movimientos que observaban tuvieron que seguir añadiendo esferas, con distinta velocidad y sentido. Les pusieron dos centros (los ecuantes), las montaron sobre otras esferas (los epiciclos), y hasta les dieron forma de hélice o de espiral. Copérnico acabaría con todo eso, simplificando las cosas.
Habrá quien se sorprenda al saber que Leucipo, Demócrito, Anaxágoras, Epicuro y Lucrecio, los pensadores antiguos que siempre nos presentaron como los paladines la ciencia, estaban convencidos de que la Tierra era plana.
Anaxágoras no creía que la Tierra pudiese tener forma esférica. Estimaba que el Sol y la Luna no eran más grandes de lo que parecen, y el Sol era una bola de hierro fundido de unas pocas leguas de diámetro. Demócrito, quien fue llamado “padre de la ciencia”, enseñaba que la Tierra era aplanada y oblonga, y Epicuro lo seguía.
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Hacia el siglo III a.C., cuando la cultura helénica estaba en Alejandría, ya nadie dudaba de la esfericidad de la Tierra; los sabios del Museo ya estaban midiendo el meridiano terrestre, la distancia y el diámetro de la Luna. El modelo geocéntrico griego se había impuesto hasta en la India, llevado por los ejércitos de Alejandro.
Fue entonces, dieciocho siglos antes de Copérnico, cuando Aristarco de Samos propuso la hipótesis heliocéntrica. Tan escaso fue el eco que despertó que sólo nos enteramos por una frase de su amigo Arquímedes: “Aristarco sostiene que las estrellas fijas y el Sol están inmóviles, y que la Tierra gira en círculos en torno a un centro que se encuentra en el Sol.”

¿Por qué el mundo antiguo ignoró a Aristarco y siguió a Tolomeo? Según el relato positivista, por motivos religiosos. Sin embargo, para los paganos el Sol siempre había sido una divinidad y el emperador Aureliano había llegado a instaurar el culto del Sol Invicto. Nada hubiese sido más natural para ellos que poner al Sol en lugar de la Tierra ocupando el centro del mundo.
Lo que ocurrió es que con la decadencia de la cultura helenística y el escaso interés de los romanos por la ciencia pura se había impuesto una extraña duplicidad, por la cual mientras la religión le daba primacía al Sol, la ciencia seguía atada a la Tierra. Sólo así el filósofo estoico Cleanto podía argumentar que del mismo modo que el corazón era el centro vital del cuerpo y el ombligo su centro geométrico, el cosmos podía tener por centro espiritual al Sol, sin dejar de tener su centro físico en la Tierra…
El cristianismo nació y se expandió en una época más propicia para las doctrinas salvíficas que para la ciencia. Endilgarles a los cristianos una aversión especial hacia el saber científico, es desconocer el ambiente espiritual en que se movían tanto ellos como sus adversarios. En el siglo IV, cuando el cristianismo aún estaba decantando su dogmática, las escuelas filosóficas griegas se presentaban como otras tantas religiones, y el conocimiento científico era considerado una creencia entre otras.
La “post-antigüedad” era bastante posmoderna: el Sol y los astros habían vuelto a ser divinidades y la magia invadía la filosofía, con el neoplatonismo, el misticismo neopitagórico y el gnosticismo.
Ese fue el tiempo de Tolomeo, quien tuvo importantes logros matemáticos —las tablas de navegación con las que viajaría Colón— pero también fue el padre de la astrología. Su célebre fórmula “hay que salvar las apariencias” nació de un modo tan inocente como las esferas planetarias, pero con el tiempo llegó a ser un obstáculo.
Los antípodas y el arcón
La apologética positivista también suele repetir que San Agustín, apelando a la autoridad de la Biblia, negó que la Tierra fuese esférica y que del otro lado de ella hubiese habitantes. Pero si lo hizo fue en un pasaje bastante marginal, que no suele citarse textualmente: “Aunque se crea o se demuestre con alguna razón que el mundo es de figura circular o redonda” —admitía— no es necesario que su otra cara esté poblada de hombres. De ser así, la Escritura nos lo diría 2” Agustín conocía a los filósofos griegos y no recurría a la Biblia para poner en duda la esfericidad de la Tierra. Sólo se estaba haciendo eco de la opinión de su compatriota Lactancio, quien unos años antes había citado los Salmos3para negar la existencia de los “antípodas.” Si había habitantes en el hemisferio sur tendrían que vivir cabeza abajo: antípodos significa “pies arriba.” En su afán por diferenciarse de los filósofos paganos, Lactancio había caído en la trampa del fundamentalismo y era incapaz de distinguir un texto literario de un enunciado fáctico.
En cuanto a Agustín, si citaba la Escritura era como fuente de información, del mismo modo que un autor de hoy nos remitiría a una enciclopedia; si existían los antípodas, la Biblia tenía que mencionarlos.
Ese texto les sirvió a muchos para denostar a Agustín como negador de los logros de la ciencia griega. El riguroso Whewell, en su Historia de las Ciencias Inductivas (1837), mencionaba la cuestión de los antípodas, pero responsabilizaba del error a Lactancio. En cambio, White añadió la historia de dos víctimas de la Inquisición, Cecco d’Ascoli y Pedro de Abano, que habrían sido ejecutados por creer en los antípodas. No era imposible, pero en todo caso se debía a la ignorancia de los jueces.
¿Acaso los filósofos griegos, no contaminados por el cristianismo, serían quienes asumieran la defensa de los antípodas?
En pleno siglo de Augusto, cuando el saber científico griego era todavía plenamente accesible, Lucrecio citaba a Demócrito y Epicuro para negar que del otro lado del mundo hubiese gente que vivía cabeza abajo. Lucrecio, a quien desde la Ilustración era considerado el paladín del ateísmo, era mucho más radical que Agustín. En un pasaje del De rerum natura increpaba a los estoicos por creer en la existencia de los antípodas: “en ficciones groseras han caído /y en errores estúpidos, los necios.4”
El mapa de Cosmas Indicopleuste es otro tópico que ocupa un lugar de privilegio en el museo de la ignorancia positivista. Draper apenas lo menciona, pero White lo acusa de haber diseñado su mapamundi con la forma del Arca de la Alianza por orden de las autoridades eclesiásticas.
Cosmas fue un viajero bizantino del siglo VI a quien llamaron “Indicopleuste” porque había llegado hasta la India. Fue autor de una Cosmografía Cristiana (547) donde la Tierra era representada como un paralelepípedo de techo abovedado. Fuera de Egipto, no fue muy conocido, y su obra recién se tradujo al latín en 1706, cuando ya nadie dudaba de la redondez de la Tierra.
De más está decir que Cosmas fue contemporáneo de Hipatía y de Juan Filoponos, el precursor alejandrino de Galileo. En cuanto a la Iglesia, lo más probable es que haya ignorado a ambos, porque Cosmas era nestoriano y Filoponos monofisita, lo cual los hacía herejes.
De Colón al obispo Ussher
Si hubo un tiempo en que la Tierra volvió a ser plana, fue durante las invasiones bárbaras, cuando la cultura ilustrada apenas sobrevivía en manos de unos cuantos monjes. Sin embargo, mucha gente sigue convencida de que antes de Colón la Tierra era plana para todos, tal como enseñaban Draper y White. El hecho es que aun hoy, con satélites y naves espaciales, hay quien sigue empeñado en demostrar que es plana, y hay comunidades fundamentalistas que lo tienen por dogma.
Para el año 999, cuando Gerberto fue proclamado Papa, la clase culta ya no dudaba que la Tierra fuera esférica. Ninguna de las grandes figuras de la cultura medieval, como Santo Tomás. Roger Bacon, Buridan, Oresme, Dante o Chaucer. dudaba de la esfericidad del globo. El Sacro Imperio tenía como emblema una cruz plantada sobre la esfera del mundo.
El origen de esta leyenda de la Tierra plana hay que buscarlo en la Historia de la vida y viajes de Cristóbal Colón (1828) de Washington Irving. Para solaz de maestros y educandos, la novela mostraba al genovés tratando de convencer a los obtusos profesores de Salamanca e imponiéndose a los marineros ignorantes, quienes temían que las carabelas cayeran al abismo si llegaban al borde del mundo.
De lo que creían los marineros sabemos menos que Irving, pero se sabe que Colón se topó con América porque, siguiendo a Aristóteles, pensaba que la Tierra tenía un diámetro mucho menor: eso le hubiera permitido llegar a la India navegando hacia el Oeste.
Pero si es cierto que una imagen vale por mil palabras, más que Irving, Draper y White hizo un grabado que Camille Flammarion mandó hacer para su Meteorología popular de 1888.
El grabado, desde entonces reproducido hasta el hartazgo, es obra de un artista desconocido que, imitaba el estilo de Durero. Muestra a un peregrino que acaba de llegar al extremo del mundo, donde la bóveda del cielo se une a la superficie terrestre. El viajero ya ha metido medio cuerpo del otro lado, y por fin puede observar la maquinaria que mueve los astros. Pero El despertar del peregrino no es una obra medieval: apenas data de fines del siglo XIX e ilustra la imagen que Irving y otros se hacían del Medioevo.

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El relato de los conflictos entre ciencia y religión no acaba en Colón, sino se extiende hasta el Siglo de la Ciencia, cuando ya no se discutía la forma de la Tierra sino su antigüedad. En su libro Los anales del mundo (1650) el obispo irlandés James Ussher intentó calcular la edad de nuestro planeta teniendo por única fuente las genealogías del Antiguo Testamento. Sumando las edades de los patriarcas más longevos, y estimando la vida promedio de las generaciones que precedieron a Jesucristo. Ussher creyó poder determinar la fecha de la Creación, el día del pecado original y la fecha del diluvio universal. Seguro de sí mismo, dictaminó que la Tierra había sido creada a las 19.00 horas del sábado 22 de octubre del año 4004 a.C.
Esta ridícula cronología fue incluida en algunas Biblias inglesas de ese tiempo y llegó a ser común burlarse de su pedantería. Para calcular la edad real de nuestro planeta, Ussher hubiese tenido que recurrir a la geología, que recién iba a nacer con Hutton y Lyell. doscientos años más tarde. El hecho de que Ussher fuera obispo parecía darles más seriedad a sus cálculos, pero era un disparate debido a la falta de información y la pedantería.
Lo que no se suele mencionar es que, partiendo también de las genealogías bíblicas, sus contemporáneos cometían errores similares. Lutero le había asignado a la Tierra una edad de entre 3496 y 4032 años. Sir Walter Raleigh le daba 4032, Giambattista Vico 3995 y Johannes Kepler 557l. La carencia de conocimientos geológicos permitía la especulación.
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Para sostener el relato positivista, cuyo dogma era el Progreso, nada mejor que burlarse de los errores del pasado. Era más fácil caricaturizar a los antiguos y caer en el anacronismo que valorar el esfuerzo relativo que habían hecho.
Paradójicamente,
las simplificaciones de la pedagogía positivista hacían sospechar que la verdad
tendría que estar en otra parte. Fue así como desde los tiempos de la Teosofía
aparecieron los paradigmas alternativos que minimizaban los logros de la
ciencia moderna y exaltaban la sabiduría de los antiguos. Pero estos antiguos
no eran los griegos, tan patéticamente parecidos a nosotros. Venían del Egipto
legendario, de la Atlántida y hasta de otros planetas.
Estas fugas culturales recuerdan la conducta de ese
adolescente que se burla de sus padres por su escasa destreza en el manejo del
último gadget, pero cae rendido de
admiración ante las obviedades de alguien que tiene la edad de sus abuelos. Si
algo enseña la historia es que la proporción de tontos y de sabios se mantuvo
bastante estable a lo largo de las generaciones.
Nestor dice
Un texto excelente y esclarecedor, con la lucidez característica de Capanna.
Jorge Prinzo dice
Muy buena nota; muchas gracias por compartirla.
Paolo Alonso dice
Encantado de leerte siempre. Saludos.
Josefina dice
Absolutamente fascinante