Ciencia y/o religión
Cuanto más ambiguas son las palabras, mayores son las resonancias de sentido que despiertan. Esta circunstancia puede ser una dificultad para el discurso científico o una bendición para los poetas, pero en todo caso es irremediable. Reemplazar descripciones por ecuaciones es muy útil, y expresar sentimientos con emoticones puede ser expeditivo, pero con eso no honramos al lenguaje, que es una de las cosas que nos hacen humanos.
Inexorablemente, el lenguaje se vuelve tanto más ambiguo cuanto más cerca llega a estar de lo inefable y lo incognoscible. Esta es una de las primeras dificultades que aparecen cuando tratamos de armonizar los hechos y los valores, el saber útil y las aspiraciones espirituales. Los textos religiosos están cargados de simbolismo, lo cual les permite narrar el mismo hecho de diferente manera sin entrar en contradicción. Pero eso es precisamente lo que evita el discurso científico, que nunca deja de remitirnos, directa o indirectamente, a los hechos. La ciencia y la fe hablan distintos lenguajes y se refieren a cosas distintas, lo cual dificulta el diálogo y la “traducción” para quienes no tenemos el privilegio de ser bilingües.
Es sabido que la religión mueve toda clase de sentimientos, aunque no siempre sean los mejores. Por su parte, la ciencia se propone ser ajena a cualquier emotividad, aunque los científicos no dejen de tenerla y aun de mostrarla. También es cierto que quienes asumen la defensa de la religión no siempre están libres de intereses políticos o personales.
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Desde que creció en el seno de Occidente y comenzó a proyectarse al resto del mundo, la ciencia moderna no sólo cambió nuestra cosmovisión. Transformó nuestra forma de vivir y amplió considerablemente la duración de nuestras vidas. Estos triunfos le valieron un prestigio moral que alcanzó su culminación en la era positivista y se mantuvo a pesar de los cuestionamientos que se le hicieron en el siglo XX. El mundo de hoy sigue confiando en la ciencia hasta cuando se trata de remediar los efectos indeseables de su hija, la tecnología.
El prestigio así ganado le permitió a la ciencia apropiarse de esa vocación totalizadora de la que hasta entonces sólo disfrutaba la religión. La disputa por la autoridad moral desembocó más de una vez en el conflicto, pero al ir progresivamente delimitando las incumbencias de cada cual, no dejó de tener consecuencias positivas.
La ciencia moderna no brotó de la nada. Creció y se desarrolló en una cultura que tenía supuestos metafísicos: la existencia de un mundo real fuera de nuestra mente, la estructura racional de lo real, la posibilidad de predecir los fenómenos y aun la necesidad de un sentido último. Estos supuestos partían de creer que el orden natural es producto de una mente divina que lo ha creado y lo sostiene en el ser. De eso no dudaban los católicos Galileo y Descartes, los luteranos Kepler y Brahé ni el unitario Newton. Ni siquiera el panteísta Spinoza, que algunos presentan como el padre del ateísmo, dudaba de su orden y de su racionalidad.
Sin embargo, desde el momento en que Darwin creyó poder prescindir de cualquier intencionalidad en la naturaleza comenzó a construirse la dogmática de un ateísmo con respaldo científico. Para entonces, el conflicto ya había dejado de ser una lucha por el poder, el saber o la autoridad. Lo que ahora está en disputa es el sentido de la existencia.
En toda esta historia ha habido sonados conflictos y silenciosas armonías. Los focos de conflicto están hoy en las ciencias de la vida, desde la eugenesia hasta la manipulación genética. Paradójicamente, las instituciones religiosas occidentales son cada vez menos intransigentes y la gran masa de los científicos sólo se interesa por su campo específico. Lo que hoy existe es una disputa entre una ideología que dice representar a la ciencia y una religión que sólo se muestra a la defensiva. El diálogo se torna más difícil en una cultura como la actual, cada vez más cargada de intolerancia.
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Cuando hablamos de Ciencia y de Religión tenemos que preguntarnos si en lugar de pensar en entidades históricas no estaremos imaginando unas ficciones tan monolíticas como estáticas. La historia nos muestra que la religión institucional siempre estuvo sujeta a reformas y disidencias. La comunidad científica también sufrió profundas revoluciones y tuvo que revisar más de una vez sus propios supuestos. En perspectiva histórica, se diría que los conceptos de “ciencia” y “religión” son abstracciones que no se remontan más allá de la Ilustración.
En el mundo pre-moderno, se entendía que había una sola religión verdadera; las demás eran vistas como erróneas, cuando no malignas. Pero el término “religión” no aludía al dogma y la teología, sino a la práctica moral, el cumplimiento del ritual y la fidelidad a la tradición. La “religión” era una virtud personal, no un sistema de creencias.
Darwin anotó en su Diario que los habitantes de Buenos Aires eran muy irreligiosos. Puesto que a poco de embarcarse en el Beagle ya había perdido la fe, cabe pensar que no estaría hablando de religión: Darwin simplemente quería decir que los porteños eran inmorales, porque aquí todo se obtenía por la vía del soborno.
En el mundo pre-moderno se entendía que la fe, más que ser la adhesión estricta a un credo, era la conducta que permitía ser aceptado por la comunidad de los creyentes; fides viene de fidelitas, fidelidad o lealtad. El Hereje era el que elegía (airéo) apartarse de la comunidad. No era perseguido por disentir con el dogma, sino por traicionar a su pueblo o renegar de la tradición.
Es posible que la causa de esa intelectualización haya sido la práctica inquisitorial, al convertir al error doctrinario en prueba de herejía; de ese modo el acatamiento pasó a valer más que la moralidad, y la ortodoxia más que la ortopraxis.
El concepto de religión entendido como cuerpo de doctrina y código moral se impuso entre el siglo XVII y el , después que la Ilustración comenzó a hablar de “las religiones” y la etnografía se puso a estudiarlas, cada vez con menos referencias a la teología.
El concepto de ciencia pasó por un proceso similar, en el curso del cual se definieron las metodologías, se delimitaron los campos de estudio y se institucionalizó la investigación.
En el mundo pre-moderno se llamaba “ciencia” a lo que hoy llamaríamos sabiduría, en cuanto virtud o estilo de vida más que conocimiento. Se oraba para que Dios nos diera “ciencia”; es decir, capacidad para discernir y tomar las decisiones correctas.
Hasta el siglo XIX1 el saber acerca de la naturaleza era parte de una amplia y difusa categoría: la “filosofía natural”. Los Principia de Newton trataban de eso, y a nadie le sorprendía que Boyle pudiera afirmar que “la filosofía natural es un acto de religión.”
La categoría profesional del “científico” recién nació en 1833, cuando Whewell propuso llamar scientists (por analogía con artists) a quienes se dedicaban a la filosofía natural,
Con el positivismo, que era una epistemología pero también una ideología política, ciencia y religión dejaron de designar cualidades éticas y pasaron a identificar sistemas de creencias. Esa reducción permitía contrastar las tesis de “la ciencia” con las de “la teología”, con lo cual se sentaban las bases para el conflicto.
De hecho, el conflicto no suele surgir de una incompatibilidad entre la vivencia religiosa y el saber científico; es común que se dé en el plano institucional. La ciencia le apunta más al “dios de los filósofos” que al Dios de la fe. Los científicos suelen reaccionar cuando ve asociar una teoría superada con el dogma. Galileo no discrepaba con la Inquisición por temas como la predestinación o la gracia, sino por el heliocentrismo. La Iglesia, que tanto había tardado en aceptar la física aristotélica, ahora se aferraba a ella como un dogma de fe.
DISONANCIA Y CONSONANCIA
La necesidad de saber que encarna la ciencia, y la necesidad de sentido que satisface la religión, nunca estuvieron ausentes en las culturas. Hasta un Estado oficialmente ateo como la URSS tuvo que crear sucedáneos ideológicos y rituales emotivos para atender a las necesidades religiosas del pueblo ruso. Bajo distintas formas, esas vivencias han convivido, y por momentos hasta se pudieron complementar. La idea de una guerra inevitable entre ellas recién nació con el ala radical de la Ilustración.
¿Cuáles son los términos en que se plantea el conflicto entre ciencia y fe? La cuestión surge de poner al creyente y al científico en el mismo plano, el del conocimiento. Si el conocimiento está del lado de la ciencia, a la fe sólo le tocará encarnar la ignorancia. Esa es la definición de fe que da Richard Dawkins en El gen egoísta: la fe es “confiar ciegamente, en ausencia de pruebas y aun frente a la evidencia.”
De ser esto cierto, la historia de la ciencia está llena de científicos tozudos que han defendido teorías erróneas, negándose a reconocer las pruebas aportadas por otros. En este caso no eran creyentes sino obcecados. Por algo escribió Max Planck: “la verdad jamás triunfa: sólo se van muriendo quienes se le oponen.”
La definición de Dawkins podría caberle a cualquier clase de fanatismo, incluyendo el fanatismo ateo. El verdadero creyente no se jacta de su ignorancia; admite no entender el sentido de lo que ocurre y confía en que habrá un sentido. No cree poseer una respuesta mejor a la que ofrece la ciencia, sino algo que la ilumine.
Por otra parte, es perfectamente legítimo decir que la enorme mayoría de nosotros tiene fe en la ciencia. Respetamos lo que nos enseñan los hombres de ciencia, porque creemos que está debidamente probado. Los que no somos científicos (y también los científicos de otros campos) confiamos en lo que nos enseñan profesores, divulgadores y manuales. Sólo los especialistas están en condiciones de corroborar lo que cae dentro de su campo, y para el resto confían en la coherencia del modelo científico vigente. Los legos confiamos, con una suerte de fe, en que se trata de algo más que una hipótesis. Usamos la tecnología como si fuese magia, porque confiamos en que lo que nos dicen está respaldado por la ciencia. Usamos los productos que avala la ciencia y evitamos las conductas que ella desautoriza. Pero así como la creencia religiosa depende de la mediación de exégetas y sacerdotes, la ciencia es para nosotros una revelación avalada por el prestigio de quien nos la transmite.
Históricamente, a medida que la ciencia se expandía iba disipando algunos misterios de la naturaleza y no dejaba de confrontar con la religión. Pero el conflicto estallaba cuando se tocaba lo político, el prestigio espiritual o ambos.; no giraba en torno al saber sino al poder.
El conflicto siempre es posible, pero no es la única posibilidad. Ian Barbour resumió las interacciones posibles entre ciencia y religión en cuatro figuras: conflicto, independencia, diálogo o integración. 2
Si suponemos que la ciencia y la religión disputan por un mismo espacio, el conflicto parecerá inevitable.
Si pensamos, en cambio, que la religión y la ciencia son entidades independientes, podríamos confiar en ambas, porque la ciencia sólo puede confrontar con la ciencia y la fe con la fe, como escribió Paul Tillich. Esta actitud puede prosperar en el seno de las conciencias, pero difícilmente llegue a instalarse en el plano institucional.
El diálogo es otra posibilidad: ciencia y religión serían complementarias, y la interacción no haría más que enriquecerlas. Aun minoritaria, esta actitud nunca dejó de tener defensores.
En cuanto a la integración de ciencia y religión, es más una meta metafísica que un proyecto ejecutable. Fue el ideal de esa Teología natural de los naturalistas ingleses que pretendían descifrar las hullas de Dios en la naturaleza. Desautorizados por el darwinismo, los proyectos integradores no desaparecieron: uno de los más ambiciosos lo formuló Teilhard de Chardin, biólogo y teólogo. Recientemente han vuelto a despertar interés entre algunos físicos.
DE LA TOLERANCIA AL CONFLICTO
Una alternativa conciliadora es la que ofrece el agnosticismo, que pretende evitar el conflicto negándose a reconocerlo como válido. En las encuestas de opinión se puede votar por Sí o por No, pero hay un margen para quien no sabe o no contesta. En cierto modo, el agnosticismo no afirma ni niega nada que pueda implicar un conflicto de valores. Esa no fue la actitud de T.H. Huxley, quien acuñó el término, más tarde adoptado por Darwin y su círculo. Inicialmente cercano al ateísmo, el concepto adquirió luego cierta neutralidad si bien, como decía Bertrand Russell, proclamarse “agnóstico” era una excusa para no reconocerse ateo.
Hay un agnosticismo que es propio de la objetividad científica. “La ciencia es metodológicamente naturalista” escribió Francisco J. Ayala. El científico tiene que agotar las causas naturales cuando se trata de explicar fenómenos naturales. Esa fue la actitud de Galileo, quien deseaba que la Iglesia reconociese la autonomía de la ciencia. Citando al Cardenal Baronio, Galileo escribió que la Biblia enseña cómo ir al Cielo y no como se mueven los cielos.
Algo más radical fue ese agnosticismo que nació para apaciguar las conciencias tras el desastre de las guerras de religión. Cuando el ala radical de la Ilustración parecía estar a punto de desatar una guerra entre religión y filosofía, Kant quiso evitarla fijando los límites del conocimiento: cuando la razón se metía en los temas metafísicos terminaba por caer en contradicciones. Pero los postulados de la religión (Dios, el alma y la libertad) eran necesarios para respaldar la moralidad, aunque en definitiva fueran indemostrables. Lo único que para Kant seguía siendo inexplicable era el origen del “mal radical” y de la irracionalidad.
Para 1918, cuando Max Weber dio su conferencia “La ciencia como vocación” esa irracionalidad se estaba haciendo sentir. Weber ya no pensaba en la intolerancia religiosa sino en el fanatismo ideológico. Imaginaba una religión reformada al estilo de Kant y creía que “la verdadera ciencia y la verdadera religión son gemelas.” Pero frente a las ideologías (que más tarde serían conocidas como “religiones seculares”) se sentía obligado a defender una ciencia ajena a los valores, que sería “irreligiosa” en cuanto a no admitir supuestos.
Lo que no imaginó Weber es que la ciencia, tras reconocer su incapacidad para darle sentido a ese mundo que ella misma había desencantado, llegaría a ponerse al servicio de la irracionalidad y la guerra. En el curso del siglo, las armas nucleares primero y los desastres ecológicos más tarde, hirieron profundamente la neutralidad de la ciencia, y los divulgadores tuvieron que movilizarse para defenderla. Luego, el descrédito de las ideologías también hirió a la visión lineal del progreso y contribuyó a desactivar el conflicto ciencia-religión. La posmodernidad se limitó a anunciar el fin de todos los relatos y puso el tema a hibernar en el limbo del relativismo. Con el 11S regresaría intempestivamente.
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Heredero de posturas como la kantiana y la weberiana, el agnosticismo entiende que el fundamento último de las cosas no está a nuestro alcance y que cuanto afirmemos de él sólo tendrá un valor subjetivo.
En la actualidad, es habitual que los científicos activos dejen el debate en manos de los Oráculos de la Ciencia, esas figuras consagradas que frecuentan los medios, Hoy ocurre que si antes había clérigos que hablaban de ciencia con deplorable ignorancia, ahora hay científicos que hacen filosofía sin más recursos que las definiciones del diccionario. 3
Los Oráculos suelen dar por ganada la guerra contra la religión, e intiman a rendirse a los millones de seres humanos que todavía no han pensado hacerlo. Suelen proclamar la radical falta de sentido del cosmos, tema que presentan como un corolario de la selección darwiniana.
Uno de esos Oráculos, el paleontólogo Stephen Jay Gould, fue quien, sin renunciar al materialismo, lanzó un llamado a la paz. Gould decía sentirse fascinado por los temas religiosos judeocristianos, que conocía mejor que muchos creyentes, y propuso un armisticio. Reconocía que la religión tiene tanto derecho a existir como la ciencia, y pensaba que para que ambas pudieran convivir había que instituir una suerte de apartheid.
Para Gould, la ciencia satisfacía el deseo de saber, pero las normas morales requerían la autoridad espiritual de la religión. Ambos “magisterios” eran respetables, siempre y cuando se mantuvieran cada una en su mundo, el físico y el espiritual. 4 Resumía este principio en la sigla NOMA: esto es, Non Overlapping Magisteries, “magisterios no superpuestos.”
Lo que Gould no logró explicar es de qué manera el NOMA (una suerte de “doble verdad” averroísta) resolvería los conflictos. De hecho, sólo podía hacerlo si le dábamos poder para sancionar a quienes violaran la segregación.
Cualquier intento de llevar a la práctica al NOMA naufragaba en un mar de dificultades, porque la religión no se limita a dictar normas morales. Pronunciarse sobre el sentido del todo y el destino del hombre está en su esencia, y muchos científicos aspiran a lo mismo. Gould repudiaba a la eugenesia, pero de ser coherente hubiese tenido que censurar a los creyentes que la combatían en nombre de Dios. A Gould le parecía grotesco que T.H.Huxley hubiese dicho que la ética consistía en hacer lo contrario de lo que manda la naturaleza, pero le hubiera costado justificar la dignidad humana a partir de la selección natural.
Gould celebraba la enseñanza moral de las grandes religiones, pero no dejaba de alabar a Omar Khayyam, quien enseñaba que el mundo natural es absurdo, la vida del hombre insignificante y sus metas espirituales, insensatas. ¿Cómo podían ejercer las religiones un magisterio que enseñaba todo lo contrario? ¿Para qué defender la ética y la dignidad humana, irrelevantes para la biología, y no seguir más bien la ley de la selva, que rige a la naturaleza?
Sobre el final de su libro el paleontólogo se indignaba con la moda irénica y sincrética de los diarios estadounidenses que en esos días anunciaban la reconciliación entre ciencia y religión. También repudiaba a los científicos que buscaban indicios de Dios en la sintonía fina y el principio antrópico. De haber sido fiel a sus premisas hubiese tenido que reconocer su derecho a tener alguna filosofía compatible con sus conocimientos.
Gould murió sin llegar a ver cómo años después los mismos medios le darían aún más espacio a la feroz ofensiva ateísta que siguió al 11S. De atenerse a su distanciamiento profesional, hubiese tenido que reconocer que las derivas históricas no siguen el ritmo de las modas.
En todo caso, la nobleza de su actitud no lo eximía de caer en contradicciones. Algo parecido le había ocurrido a otro gran biólogo, Jacques Monod, quien explicaba todo por las fuerzas ciegas del azar y la necesidad, sin dejar de proclamar su fe en el socialismo. Monod nunca dijo qué razones científicas tenía para preferir el socialismo a otras ideologías.
En la primera parte del siglo XX el marxismo,
en sus múltiples variantes, combatió a la religión en nombre de una ciencia que
no respetaba en la persona de los científicos. Su vigencia se vio
considerablemente reducida con la implosión de la Unión Soviética. En tiempos
más recientes, una nueva ofensiva antirreligiosa reavivó el conflicto en nombre
del evolucionismo darwiniano. Pero si la idea del conflicto sigue teniendo
alguna popularidad no es por iniciativa de los científicos ni de los teólogos
sino por la de un tercer actor social de gran vocación protagónica: la ideología. A lo largo del siglo XX hemos aprendido que el dogma
ideológico es capaz de combinar la fe ciega con el discurso seudocientífico.
Suele reducirlo todo a un
solo factor (la economía, la raza, la herencia) y tiene explicaciones
monocausales para todo: se diría que vale tanto para las ideologías que se
recuestan en la ciencia, como las que se amparan en la religión.
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- Peter Harrison, The territories of science and religion. Chicago, The University of Chicago Press, 2015. ↩
- Ian Barbour, Religion and Science.New York, Harper, San Francisco, 1997. ↩
- Karl Giberson-Mariano Artigas. Oracles of Science.Celebrity Scientists vs.God and Religion. New York, Oxford University Press, 2007. ↩
- Stephen Jay Gould, Rocks of Ages (1999) Trad.esp. de Joandomenec Ros: Ciencia versus religión. Barcelona, Crítica 2007 ↩