Era todo tan obvio que no dejábamos de preguntarnos cómo podía ser que nadie se hubiera dado cuenta.
Wilfred Le Gros Clark, 1954
A comienzos del siglo Veinte, las ideas de Darwin estaban comenzando a imponerse, y muchos se afanaban buscando los fósiles que serían su mejor prueba.
Darwin se había limitado a sostener que hombres y simios tenían antepasados comunes, pero en su versión popular el darwinismo se resumía en la fórmula “el hombre viene del mono.” Para demostrarlo, sólo faltaba encontrar el fósil de un hombre-mono. Haeckel, el vocero alemán de Darwin, ya le había puesto por nombre Pithecanthropus alalus.
De hallarse alguna parte de su esqueleto, contaríamos al fin con el “eslabón perdido”, el famoso missing link que completaría la cadena genealógica del hombre. El hombre-mono tendría que tener un cráneo voluminoso y una dentadura apta para una dieta omnívora, porque se creía que esas habían sido las primeras características humanas en aparecer. En cuanto al resto del cuerpo, probablemente seguiría pareciéndose a un chimpancé o un orangután.
En esos años Inglaterra era la cabeza de un imperio que, al decir de Kipling, cargaba con el destino de la raza blanca. Pero no había fósiles humanos ingleses. Se los había encontrado en lugares como Neanderthal, Heidelberg o Cro-magnon, y hasta en sitios tan remotos como Java, pero el orgullo británico clamaba por tener su propio fósil.
Acababa de aparecer El origen de las especies (1859) y los descubrimientos de fósiles humanos se multiplicaban. La rivalidad entre Inglaterra y Francia por tener el más antiguo ya antes de Darwin había llevado a cometer fraude.
Víctima de uno de los primeros fraudes fue el gran Boucher de Perthes, el padre de la prehistoria. El aduanero francés, que había reunido pacientemente una gran colección de herramientas paleolíticas, recién estaba siendo reconocido. En 1863 realizaba excavaciones en una cantera de Moulin-Quignon (Somme) y ya había encontrado numerosos fósiles cuando se le ocurrió ofrecer una recompensa de doscientos francos para quien hallara restos humanos. Bien pronto uno de sus obreros dijo haber encontrado un maxilar de la Edad de Piedra.
El hallazgo fue muy publicitado, y hasta Julio Verne lo menciona en su Viaje al centro de la Tierra, que apareció el año siguiente. Pero una comisión de expertos ingleses vino a enfriarlo todo, cuando denunció que la pieza era reciente, y el obrero la había robado de un cementerio cercano para cobrar la recompensa.
Inesperadamente, la polémica se tiñó de nacionalismo, porque los franceses, que hasta el momento habían ignorado a Boucher, cerraron filas en su defensa. Hasta llegaron a convocar a algunos médiums espiritistas. Interrogada al alma del difunto a quien había pertenecido el maxilar, éste juró haberse ahogado en el Diluvio, lo cual fue corroborado por el espíritu de Cuvier, quien dio fe de la autenticidad de la pieza. La polémica nunca se cerró, y aún sigue habiendo quien la evoca.
Pocos años más tarde, en 1869, un granjero estadounidense que estaba abriendo un pozo en Cardiff (New York) desenterró un cuerpo humano de unos tres metros de largo. No era un fósil, pero parecía estar petrificado, y atrajo la atención de todo el país.
Las creencias imperantes en la región eran propicias para creer que habían hallado el cuerpo de un gigante. La inmensa mayoría de la población creía que todo lo que menciona la Biblia es literalmente cierto, incluyendo a los gigantes, que también estaban en el folklore indígena: el Museo de Barnum exhibía toda una colección de freaks, incluyendo una sirena embalsamada. Según consignó Mark Twain, en esos años se hablaba tanto de petrificaciones como un siglo más tarde se hablaría de ovnis.
El gigante era una estatua que George Hull, un fabricante de cigarros con prontuario de fullero, había mandado a esculpir de un bloque de yeso, teñida y desgastada para simular antigüedad.
Viviendo en un Estado donde proliferaban los profetas y predicadores (en New York habían nacido los Mormones, los Adventistas, los Testigos de Jehová y hasta el espiritismo) Hull se había vuelto decididamente ateo. Tras sostener una polémica con un pastor metodista que defendía la verdad literal de la Biblia, imaginó que con esa impostura lograría poner en ridículo a los fundamentalistas. Pensaba hacerles creer que había encontrado el cuerpo de Goliat o alguno de los gigantes bíblicos, pero sólo unos pocos clérigos le creyeron. En cambio, muchos pensaron que habían encontrado la raza de superhombres que habían poblado la América original.
El proyecto le llevó a Hull dos años y una considerable suma de dinero, porque hubo que transportar la estatua por ferrocarril y enterrarla subrepticiamente en la granja, para simular el descubrimiento.
Cuando ya había sido exhibido en varias ciudades con un enorme éxito de público, se reconoció que el gigante era una escultura, pero se tardó en dudar de su antigüedad. Hubo un debate en el cual aparecieron nombres como el del naturalista Agassiz, el escéptico Andrew White, Emerson, Mark Twain y Frank Baum, con alcance nacional.
El empresario P.T. Barnum quiso comprar al Gigante para su circo, pero al no ponerse de acuerdo por el precio mandó hacer una copia del mismo tamaño. Los dos gigantes siguieron exhibiéndose en distintas ciudades. Aun después de que los escultores y el propio Hull confesaran la impostura la gente seguía pagando por verlos 1.
Mientras tanto, los ingleses seguían confiando que sus eolitos, unas piedras supuestamente talladas, serían la pista que llevarían hasta el Adán británico. El Hombre de Piltdown, que algunos llegaron a ver como el antepasado de toda la raza blanca, colmaría sus expectativas.
La búsqueda de fósiles no era todavía una tarea profesional, y en las zonas rurales era tan popular como lo había sido la herboristería en tiempos de Linneo.
Siendo estas las circunstancias, en febrero de 1912 Charles Dawson —un abogado aficionado a la arqueología— le presentó a Arthur Smith Woodward, del Museo de Ciencias Naturales, algunos fósiles proto-humanos. Eran parte de un cráneo y un maxilar que Dawson decía haber desenterrado cuatro años antes en un campo de Piltdown (Sussex). Encantado, el geólogo Woodward se unió a las excavaciones, en las cuales también intervendría Pierre Teilhard de Chardin, el futuro filósofo jesuita. Teilhard había estudiado en el cercano colegio de Hastings y se había hecho amigo de Dawson. Más adelante se les sumó un vecino escritor. Era nada menos que Arthur Conan Doyle, el padre de Sherlock Holmes, que acababa de publicar una novela de ciencia ficción con hombres-monos vivos en las selvas de Brasil.
En diciembre Dawson y Woodward hicieron la presentación oficial de las piezas ante la Geological Society de Londres, despertando un enorme interés. Los diarios no dudaron en anunciar el hallazgo del eslabón perdido. Curiosamente, tres días antes de ocurrir el hecho, la noticia ya se había publicado en una revista médica, en una nota escrita por el antropólogo Arthur Keith, quien desde ese momento sería el principal abogado del fósil.
Woodward y Dawson lo habían llamado Eoanthropus dawsoni, pero Keith lo rebautizó Homo Piltdownensis. Keith también mandó levantar un monolito recordatorio en el lugar del descubrimiento y en su último libro llegó a definirlo como El inglés más antiguo (1948).
En 1915 el pintor Cooke, imitando el famoso cuadro de Eustaphieff que representa a Darwin leyendo la carta de Wallace, inmortalizó a los descubridores en el acto de presentar al cráneo a la Academia, bajo la paternal mirada de Darwin.

Después de que el descubridor del Hombre de Heidelberg lo diera por legítimo, y que alguien creyera haber encontrado otro en Australia, el Hombre de Piltdown apareció en centenares de libros, incluyendo la popular Historia del Mundo de H.G. Wells. En 1925 fue usado como un argumento decisivo en el célebre Juicio del Mono de Tennessee.
Alentado por el éxito, tres años más tarde Dawson “encontró” otro fósil, esta vez con la ayuda de un amigo (anónimo) en un lugar no especificado “a varios kilómetros de ahí”. Pero al año siguiente murió, y el anuncio tuvo que hacerlo Woodward.
Desde el primer momento, en la comunidad científica hubo quienes dudaran de la autenticidad del Piltdown, especialmente después de que aparecieran los homínidos africanos y del hombre de Pekín, que lo volvían bastante incongruente. En 1949, una prueba de la asimilación de fluorina probó que los cráneos eran mucho más recientes de lo que se decía, y los paleontólogos dejaron de ocuparse de ellos.
Por fin, una investigación que realizaron en 1953 Weiner, Le Gros Clark y Oakley demostró que el fósil era un fraude, bastante burdo por cierto. Lo más curioso era que se hubiese sostenido durante cuarenta años. Después que la revista Time lo anunciara en su tapa, los editores comenzaron a borrarlo de los manuales. Pero nadie sabía quién lo había fraguado, por qué lo había hecho y cómo podía ser que nadie lo hubiera descubierto.
Si pensaba pasar a la historia, el falsario no previó que algún día habría técnicas como el Carbono 14 o el potasio-argón. Con los nuevos métodos de datación pudo establecerse con certeza aquello que en 1912 sólo dependía de la autoridad de los expertos. Ambos “fósiles,” el de 1912 y el de 1915, eran una mezcla de huesos humanos y animales, tratados químicamente. Las dos bóvedas craneanas, probablemente robadas de un cementerio, eran de la Edad Media, y no de hace 500.000 años como se decía. El diente canino encontrado por Teilhard era efectivamente un fósil del Pleistoceno, pero de chimpancé. La mandíbula era de un orangután: los dientes habían sido limados para gastarlos como si fueran humanos, y se había roto la articulación para que no se notara que no encajaba en el cráneo humano.
Para avejentar los huesos los habían tratado con ácido clórico y hervido en una solución de sulfato de hierro. También había dientes fósiles de otros animales y algo tan increíble como una piezas tallada de un colmillo de elefante (actual) que parecía un palo de cricket. Era casi un chiste: ¡los pitecantropoides ingleses ya practicaban el deporte nacional!
De todas esas cosas hubieran podido darse cuenta los expertos, con sólo usar una lupa, pero pocos se atrevieron.
El mundo científico tardó cuarenta años en desenmascarar el fraude de Piltdown, pero la búsqueda del culpable le llevó otros veinte. El Hombre de Piltdown había sido presentado como la prueba definitiva del darwinismo y ahora eran los creacionistas quienes se regodearan denunciando el fraude. Así fue como se abrió la cacería de culpables, un verdadero concurso de detectives aficionados en el cual participaron periodistas, historiadores, biólogos, paleontólogos y antropólogos.
Los sospechosos fueron tantos que sólo se salvaron Newton, la Reina Victoria y James Bond, los dos primeros por estar muertos y el otro por ser imaginario. La lista llegó a abarcar unos trece nombres. Los arqueólogos como Woodward, Keith, Elliot Smith y el propio Dawson, estaban en primera fila, pero también había un geólogo, un anatomista, un joyero y hasta un peón. En ella se incluía a Arthur Conan Doyle (1859-1930) y a Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) de quienes nadie hubiera dudado.
¿Cui bono?
Desde los tiempos de Cicerón, los detectives, los inquisidores y los analistas políticos suelen partir de esta clásica pregunta. ¿Cui bono? significa “¿a quién beneficia? Si es una decisión política, habrá que ver a quién le conviene para saber si presionó para que se la tomara. Si es un crimen, saber a quién favorece puede sugerir culpabilidad.
Tratándose de un fraude científico parecería obvio que se haga para ganar fama o hacer carrera. Pero ahí no se agotan las posibilidades, porque en el competitivo mundo de la ciencia la intención puede ser otra. Por ejemplo, engañar a un rival para inducirlo a error, o ponerlo en ridículo para quitarlo del medio. Una prueba falsa también puede servir para apuntalar una teoría endeble, como podría ser en este caso.
Se dijo que Hinton fraguó el fósil para poner en ridículo a Woodward, que Teilhard lo hizo para engañar a Dawson, que Hinton y Teilhard le tendieron una trampa a Dawson y Woodward, y que Conan Doyle lo hizo para burlarse de los científicos.
Los más sorprendentes eran los famosos, como Conan Doyle y Teilhard: el primero por haber creado al mayor detective de ficción, y el segundo porque su compleja obra de síntesis estaba en el escabroso terreno de las relaciones entre ciencia y religión.
En realidad, si había alguien que reuniera todas las condiciones del perfecto sospechoso era el zoólogo Martin A. C. Hinton, un colega de Woodward en el Natural History Museum. Hinton era lamarckiano y no simpatizaba con los darwinianos. También mantenía un fuerte enfrentamiento con Woodward, con quien más tarde llegó a pleitear por cuestiones de dinero. Broad 2 sostuvo que Hinton se propuso mofarse de Woodward, no de Dawson. Habría sido él quien habría fraguado los fósiles de Piltdown II, esmerándose especialmente con el ridículo “palo de cricket.” Hinton murió en 1953, poco después de descubrirse el fraude, pero años más tarde se encontró en el Museo una caja con su nombre que contenía huesos tratados con el mismo procedimiento que los del Piltdown I.
Quizás Hinton no fuera el autor del primer fraude, pero Broad le atribuye el segundo. Gould, en cambio, lo hace cómplice de Teilhard: ambos se habrían conjurado para burlarse de Dawson y Woodward. Pero para 1915, cuando se “descubrió” el Piltdown II, Teilhard ya servía como camillero en las trincheras de la primera guerra mundial. Atribuirle tanta premeditación sería inverosímil. En todo caso Hinton parecía ser mucho más experto.
A la hora de pasar revista a esta galería de presuntos falsarios cabe preguntarse qué motivos llevan a algunos investigadores a insistir en los más famosos. En estos casos cualquier denuncia despierta cierto interés morboso. ¿Qué mejor historia que la de un cura y un espiritista conspirando para burlarse del legado darwiniano que algunos ven como una suerte de dogma? ¿Hay algo más escandaloso que descubrir al detective cometiendo un delito o al cura mintiendo?
Disparen sobre los famosos
El antropólogo Winslow fue quien acusó a Sir Arthur Conan Doyle de haber perpetrado el fraude del siglo. Su presencia en la escena del crimen desde el comienzo parecía complicarlo bastante. 3
El día que empuñó la pala para ayudar a Dawson, Conan Doyle ya había publicado The Lost World. En esa novela, una expedición británica descubría una suerte de Parque Jurásico natural en la selva amazónica. En una meseta inaccesible convivían pterodáctilos y estegosaurios con hombres-monos; a éstos de los llamaba pitecántropos y se los definía como el eslabón perdido. Nada demasiado extraño, porque ese era el lenguaje de entonces. Lo más inquietante eran ciertos comentarios irónicos sobre la facilidad con que se podía armar un espécimen falso. Pero por lo visto, esto también era cosa sabida.
Conan Doyle era médico y tenía afición por la arqueología. Tenía experiencia de laboratorio y solía tratar con sulfato de hierro los huesos de su colección Ese era el tratamiento que habían recibido los falsos fósiles de Piltdown, pero el sulfato es un producto de uso común en jardinería Los lectores de Conan Doyle saben que le gustaban los acertijos, y también que era un gran jugador de cricket, lo cual podía explicar la broma de Piltdown II.
En estos débiles indicios se basaba Winslow para acusar al escritor. Cuando se preguntaba por qué lo habría hecho, nos remitía a sus creencias espiritistas. Presumía que eso lo haría repudiar a los científicos positivistas y en especial a los darwinianos. También sugería que el Profesor Challenger (un personaje de la novela) era una caricatura de Edwin Ray Lanketer, un pariente de Huxley que era el nuevo “mastín de Darwin” y hasta aparecía en el cuadro conmemorativo junto a Dawson y Woodward.
La hipótesis pierde fuerza si recordamos que Conan Doyle no parecería haber sido tan lógico y astuto como su hijo Sherlock Holmes. Ocho años más tarde pagó una elevada suma por cinco fotos de hadas y elfos que un estafador había copiado de un libro infantil.
Según Winslow, Doyle habría fraguado los especímenes inspirándose en su propia novela. La novela apareció en el Strand Magazine de abril 1912 y los fósiles en diciembre del mismo año. En la novela habría algunas claves; en especial, el croquis de la imaginaria meseta brasileña, que Winslow encontraba parecido al mapa de Sussex.
No por ser ingenioso, el trabajo de Winslow explica por qué el escritor abusaría de su vecino y amigo para hacerlo caer en una trampa que habría armado para otros. Al parecer, Winslow sucumbió a la tentación de escribir su propia aventura de Sherlock Holmes.
Desde que los científicos aprendieron a convivir con los medios, hubo muchos que sacaron la luz su veta literaria y llegaron a ser sus propios divulgadores. Uno de los más exitosos fue Stephen Jay Gould, un fiel darwiniano que no dudó en zarandear la ortodoxia evolucionista con su teoría del equilibrio puntuado. No conforme con haberse ocupado de historia, de astronáutica y hasta de béisbol, Gould quiso probar suerte con el género policial, y nos dio la hipótesis más escandalosa de todo el caso Piltdown. En El pulgar del Panda, uno de sus libros más conocidos y amenos 4, acusó a Teilhard de Chardin, hasta entonces eximido de sospecha por su juventud en la época del hecho, de haber fraguado los fósiles de Piltdown, Esta hipótesis no implicaba atribuirle al jesuita un ánimo delictivo y ni siquiera la intención de perjudicar a Dawson, sino apenas una actitud de bromista.
Cuesta creer que el padre Teilhard, recién ordenado sacerdote y amigo personal de Dawson se empeñara en fraguar una prueba en defensa del darwinismo, que era mal visto por casi todas las Iglesias. Según Gould, el fraude sería una broma de estudiantes hecha por Teilhard y Hinton, contra los que andaban en busca del hombre-mono. La broma se les habría escapado de las manos y no habrían confesado por temor a la condena moral de la comunidad científica y de la sociedad civil.
En realidad, Teilhard no era tan joven como para andar haciendo bromas de estudiantes. Tenía 32 años, y pese a ser pariente de Voltaire nadie diría que tuviese gran sentido del humor. Tampoco era un antropólogo consumado. En Egipto se había interesado por los fósiles y recién se disponía a estudiar paleontología en el Museo de París. Su escasa experiencia como arqueólogo pudo hacer de él la primera víctima del fraude. Su silencio no se debería a la culpa, como sugiere Gould, sino a la vergüenza por haberse dejado engañar.
Teilhard era un personaje fuera de serie. Hacía siglos que había sacerdotes jesuitas dedicados a las ciencias naturales, pero Teilhard fue uno de los pocos que alcanzó una estatura comparable a la de Athanasius Kircher o Rutger Boscovich. Años más tarde comenzaría a elaborar un ambicioso sistema filosófico teísta y evolucionista que despertó suspicacias tanto en Roma como entre los ateos.
Gould, que no parecía estimarlo, no disimulaba su sarcasmo: “sí, créalo o no, es el mismo Teilhard que en su madurez, siendo científico y teólogo a la vez, llegó (…) a ser una figura de culto, e intentó conciliar evolución, naturaleza y Dios en El Fenómeno Humano.”
Nada extraño, diríamos, porque el propio Gould llegó a plantear la hipótesis NOMA, que pretendía resolver el conflicto entre ciencia y religión mediante una suerte de apartheid intelectual. Él también quiso ser una figura de culto y cualquiera diría que lo consiguió.
Empeñado en desmitificar a Teilhard, Gould nos invitaba a pensar que “aquél que llegaría a ser para muchos una figura austera y cuasi-divina (…) fue alguna vez un joven estudiante, amante de las bromas…”
Gould opinaba que el fósil hubiera sido un argumento sublime para las teorías de Teilhard y que si se negó a hablar de él fue por no atraer la atención sobre el fraude. Teilhard ni siquiera mencionó al Piltdown hasta 1920, pero intervino en el descubrimiento del Hombre de Pekín, el homo erectus que ayudaría a descalificarlo. Quizás no quiso perjudicar a Dawson, en memoria de su antigua amistad, pero un año antes de que se denunciara el fraude escribió que sólo había servido para confundir las cosas.
Pero si Teilhard había aportado algunos fósiles traídos de Egipto, ¿qué había puesto Hinton? Cuando Gould escribía, ya se conocían las falsificaciones de Hinton y en todo caso había que explicarlas.
La gran pregunta seguía siendo: ¿por qué lo habrían hecho? Gould pensaba que el francés Teilhard lo había hecho para burlarse de los ingleses y el lamarckiano Hinton para burlarse de la credulidad de los darwinianos.
La otra cuestión es: ¿por qué el establishment científico no detectó el fraude y prácticamente lo encubrió? Podríamos contestar, con el ilusionista James Randi, que los científicos son los más fáciles de engañar, precisamente porque ni se les ocurre que alguien se atreva a hacerlo.
La ciencia de la época andaba en busca del eslabón perdido y pensaba que tarde o temprano tendría que encontrarlo en Inglaterra. El Hombre de Piltdown llenaba las expectativas teóricas y era avalado por las autoridades científicas. El fraude no fue un caso aislado sino toda una secuencia de ocultamientos, voluntarios o no. Durante años el Museo sustrajo las piezas al examen de los expertos, y sólo les permitió que accedieran a un calco en yeso.
Pero aun admitiendo que los científicos pueden ser engañados o engañarse a sí mismos como cualquiera, diríamos que los métodos e instrumentos de la ciencia son más objetivos; o al menos más difíciles de engañar.
Dawson murió en plena gloria, aunque no llegó a ser agraciado con el título de Sir, del cual gozaron Woodward, Keith y el propio Conan Doyle. Pero a los cien años de haber muerto recibió su golpe de gracia. Por algún motivo, Dawson nunca había sido un sospechoso demasiado atractivo, quizás por ser obvio. Se tendió a eximirlo de culpa o a lo sumo a hacerlo cómplice. Pero era cosa sabida que sus colegas tenían a Dawson por muy poco confiable. Un examen reciente de su colección reveló que había presentado más de 30 fraudes, incluyendo un absurdo híbrido de mamífero con reptil, que parecía un prematuro dibujo manga.
Esta vez la tecnología resultó más confiable que los propios investigadores. Si las técnicas de datación de 1953 habían permitido denunciar el fraude, ahora había mejores medios de reconstruirlo.
En 2016 Dawson quedó como único imputado, gracias al trabajo del equipo de Isabelle de Groote, quien desde 2009 venía trabajando en Liverpool con ADN y tomografía computada. El equipo demostró que ambos maxilares pertenecían al mismo orangután y encontró huellas de un tratamiento químico antes no detectado. Su conclusión fue que el conjunto ofrece evidencias de una sola mano y tiene una sola firma, y sabemos que el único que participó de todo el proceso fue Dawson. El motivo es el más obvio; la búsqueda de la fama y el deseo de ser aceptado en la Royal Society, que varias veces lo había rechazado.
Por supuesto, los pesquisantes no se rendirán. Podrán decir que Teilhard o Conan Doyle habían enterrado los fósiles en dos lugares distintos, aun sabiendo que no estarían allí cuando se descubriera el segundo, pero es difícil creerles.
Ya que estamos, pongo a disposición de los lectores la hipótesis que a nadie se le ocurrió. Si aspira a tener sus quince minutos de fama, aproveche esta promo:
Los huesos craneales de Piltdown I y II tenían una característica en común: su espesor era mayor que otros restos de sapiens conocidos. Esta peculiaridad sólo se encontraba en los aborígenes fueguinos.
Pregunta: ¿Quién era el inglés que había visitado Tierra del Fuego?
No creo que nadie vaya a sospechar del austero capitán Fitz Roy. De hecho, todas las pistas conducen a ese muchachito callado que cenaba con él en el Beagle:
¡Charles robert Darwin!
- Scott Tribble. A Colossal Hoax. The Giant from Cardiff who fooled America. Lanham (Maryland) Rowman & Littlefield Publishers, 2009 ↩
- William Broad & Nicholas Wade, Betrayers of the Truth, New York, Simon and Schuster, 1982 ↩
- John Hathaway Winslow & Alfred Meyer, “The Perpetrator al Piltdown”, Science, sept.1983 ↩
- Stephen Jay Gould, The Panda’s Thumb. More reflections in Natural History. New York, W.W. Norton & Co., 1980. ↩
Eduardo Català dice
Me gustó mucho, es muy interesante aunque no soy un experto en el tema