Creo en la inexistencia del pasado, en la muerte del futuro y en las infinitas posibilidades del presente.
J.G. Ballard, “En qué creo” (1984)
Las periodizaciones históricas son una convención que solemos aceptar por necesidad, aun cuando admitamos que son arbitrarias. Una de ellas insiste en llamar Edad “media” al milenio que conformó a Europa, para reducirlo a un simple entremés de los pueblos romanizados, a la espera de un segundo acto. La otra es hablar de “Renacimiento” como si se tratara de una restauración antes que de una instauración.
En tiempos recientes hemos llegado a acostumbrarnos a una suerte de minimalismo histórico, en virtud del cual ya no se habla de eras ni de siglos, y a duras penas se diferencian las décadas. Los Sesenta, los Setenta o los Noventa parecen constituir el horizonte más remoto al cual pueda remontarse nuestra memoria, y el siglo en que vivimos aún sigue siendo el Milenio. Pero en cuanto tratamos de ver los procesos históricos desde una perspectiva un poco más distanciada, las cosas se complican. Hoy no resulta fácil responder a la pregunta infantil: “¿Papá, en qué era estamos viviendo ahora?”
Las efusiones lingüísticas de los posmodernistas han hecho cuanto pudieron para instalarnos en una difusa “posmodernidad” que nadie sabe cuándo empezó ni nadie se atreve a decir hasta donde se extiende. Según parece, esta era no sucede a esa Edad Moderna que nos enseñaron en la escuela, sino apenas marca su distancia respecto de las corrientes “modernistas” del arte de ayer. Por el momento, quienes parecen haberse extinguido son los posmodernistas de fines del siglo XX, no sin antes habernos dejado bastante desorientados en cuanto a historia y cronología. Todo parece indicar que algo nuevo empezó, no en 1989 sino en 2001.
Tratando de salir de la confusión, nos volvemos hacia los manuales escolares. Según ellos todavía vivimos en la era “contemporánea” que empezó hace dos siglos, exactamente el 14 de julio de 1789, el día que estalló la Revolución Francesa. Pero ocurre que “contemporánea” significa lo mismo que “moderna”, con lo cual el concepto de “posmodernidad” se nos vuelve a escapar.
Una de las cosas que hemos aprendido recientemente es que los “siglos” no siempre duran cien años. Empiezan y terminan cuando se cierra o se abre un ciclo, de modo que el siglo Veinte duró apenas de 1914 a 1989. De más está decir que a los ciclos sólo se los puede identificar a posteriori, con lo cual este criterio no termina de servirnos.
En rigor, y más allá de los circunstanciales armónicos que no nos dejan percibir el movimiento de la onda principal, el ciclo cuya consumación hoy estamos viviendo — que incluye el capitalismo, la democracia liberal, las revoluciones, el totalitarismo, la cultura de masas y el propio posmodernismo— se había iniciado unas décadas antes de que la burguesía tomara el poder en la Francia del siglo XVIII.
Podría decirse que se puso en marcha con la revolución industrial inglesa. Para nuestra desgracia, ésta no ofrecía una fecha liminar que permitiera echar el ancla a los cronistas. Sin embargo, si la miramos desde una perspectiva adecuada y nos situamos más cerca del nivel evolutivo que del histórico, diríamos que la revolución industrial configura un salto cualitativo con respecto a toda la historia anterior. Por lo menos, todo lo que va desde el Neolítico hasta el ancien régime.
Con la primera revolución industrial nació un nuevo mundo, gobernado por la tecnología, que venía a coronar la marcha ascendente de la ciencia moderna y le otorgaba una nueva forma de poder. Epítetos añadidos más tarde, cuando se comenzó a hablar de “era industrial” o “posindustrial”, no hicieron otra cosa que subrayar el dominio de la tecnología en todos los aspectos de la vida y de la cultura.
Notemos que el propio posmodernismo, que vino a proclamar la caducidad de todos los “metarrelatos” modernos, en ningún momento propuso renegar de la tecnología para volver al mundo preindustrial. Pareció dar por supuesto que, aunque no existiera un “progreso” en sentido político o social, el progreso técnico era evidente y no se interrumpiría. Los posmodernistas estaban apenas dando cuenta de los hechos.
La tecnología despertó una verdadera fe entre los modernos, desde el positivismo de Auguste Comte y las ficciones de Jules Verne hasta la science fiction norteamericana, nacida con la segunda revolución industrial y la ideología tecnocrática.
La primera crisis de la fe en el progreso se produjo después de Hiroshima y Chernobyl, cuando el desencanto pasó a reforzar esas actitudes defensivas o alarmistas que ya habían anticipado Huxley o Zamiatin. Ahora las expresaban voces muy distintas, que iban desde los filósofos posmarxistas de la escuela de Frankfurt hasta el naciente utopismo ecologista.
Esa ambigüedad del poder tecnológico, que sólo tardíamente llegamos a apreciar, ya estaba oculta en los planteos de la Ilustración, cuando parecía imposible que la ciencia fuese a darnos otra cosa que un futuro dichoso.
Pocas veces se repara en que Immanuel Kant y el Marqués de Sade fueron contemporáneos. Sus tesis, pese a ser diametralmente opuestas, son ambas compatibles con el proyecto de una cultura fundada en la ciencia y la técnica, wertfrei o ajena a los valores, como hubiese dicho Weber. Ambas tesis se plantean en el marco de la secularización del cristianismo, bastante antes de la “muerte de Dios” nietzscheana y apenas cuando Laplace decía prescindir del Creador como “hipótesis innecesaria”.
Las tesis humanista de Kant encontró su más elevada formulación en el imperativo categórico: “considera al otro como un fin, jamás como un medio”. Su antítesis nihilista (“considera al otro como un medio para tu placer y nunca como un fin”) la proclama Sade. Kant habla desde la racionalidad de la cátedra, que excluye el sentimiento y la fantasía. Sade lo hace desde el hospicio de alienados y pone la racionalidad al servicio del egoísmo.
Todo el esfuerzo del humanismo, que proclama los derechos humanos y trata de defenderlos de cualquier manipulación, está permanentemente hostigado por la visión nihilista, que sólo ve al otro como una presa, aunque se oculte tras la retórica de la libertad.
No es casual que en la filosofía de las últimas décadas Sade y Nietzsche gocen de una popularidad muy superior a la que alguna vez tuvo Kant.
La debilidad del humanismo está en que sus exhortaciones no ofrecen más fundamento que el sentimiento moral y el voluntarismo. Los nihilistas son más explícitos: suelen ofrecer poder para unos pocos e infelicidad para el resto, pero resultan persuasivos a la hora de hacernos creer que estamos en el número de los elegidos.
Hasta hoy, los humanistas no han sabido o no han podido controlar el poder ambiguo que encierra la tecnología. Sus enemigos han renunciado a hacerlo, porque el futuro no les importa y sólo han sabido ofrecer alternativas como el suicidio nuclear, la destrucción del planeta o la exclusión social.
El poder disolvente del discurso nihilista suspendió la vigencia de los metarrelatos de la modernidad y su reconocido sujeto, el hombre. La modernidad, vaciada de sentido. se convirtió en hipermodernidad: solo pudo engendrar nihilistas de rostro humano, humanistas desesperados y fanáticos carentes de fe.
El siglo que se abrió con Oswald Spengler y su profecía de la decadencia y caída de Occidente, se cerró con Francis Fukuyama, que anunciaba el fin de la historia y el triunfo del pensamiento único. Profetizaba la distopía de un eterno presente, que sería explícitamente tedioso y tendría como máximo ideal construir el museo de la historia humana, pero duró poco tiempo. Cuando los intelectuales aún seguían discutiendo, el 11 de septiembre del 2001 irrumpió la mayor de las grandes demoliciones simbólicas; la historia volvió a ponerse en movimiento, pero lo hizo del peor modo posible 1.
En las ociosas provincias de la cultura, la tensión entre la confianza ingenua en el progreso y la desesperación paralizante había cristalizado tiempo atrás en el clásico esquema de Apocalípticos vs. Integrados. Umberto Eco entendió que la cultura de masas —es decir, la producción industrial de cultura— generaba dos tipos de iconoclastas tan parciales como miopes. El Apocalíptico (tanto reaccionario como nihilista) fingía estar desterrado en este mundo. El Integrado posaba de snob y adulaba lo efímero, pero no sin cierto cinismo.
Apocalípticos, siempre los hubo, por lo menos desde los tiempos del milenarismo. En cuanto a los integrados, tuvieron su último auge en los locos años Sesenta, los tiempos del pop y la cultura de la imagen. Tardaron poco en entrar en receso, barridos por otros apocalípticos de nuevo cuño, no sin antes haberle quitado a la cultura de masas la poca ingenuidad que tenía. Su último avatar fue la triste frivolidad de los posmodernistas, pero su ostentación no resultó tan convincente como para llegar a instalarse como ideología 2.
…
La naturaleza comenzó a ser un objeto estético recién con el Renacimiento, en un proceso que acompañó al descubrimiento cartesiano de la subjetividad. El paisaje no era bello en sí sino en y para la conciencia; era “pintoresco” cuando valía la pena pintarlo. La conciencia moderna se deleitaba al contemplar en el mundo físico la misma armonía racional que reinaba en el mundo ideal de la matemática.
El aspecto “objetivo” del paisaje (eso que se llamaba “mundo de la Naturaleza”) quedó en manos de la ciencia. En su marcha triunfal, la ciencia fue desarmándolo analíticamente hasta explicar sus mecanismos más sutiles, desde la mecánica celeste hasta la estructura de la materia, la selección natural y el código genético.
La tecnología, heredera del espíritu analítico de la ciencia, comenzó pronto a construir sus propios paisajes urbanos, los nuevos entornos artificiales que configurarían las vivencias de ese “animal desnaturalizado” que es el hombre moderno.
El torrente de información que los medios precipitan sobre el hombre urbano reemplaza a las vivencias inmediatas y las torna ambiguas, al punto que se hace cada vez más difícil discernir entre experiencias reales y virtuales. Entre el paisaje y la mente se establece entonces una reciprocidad. Es posible sentir al paisaje exterior como un estado de la mente, como proponían los románticos, o pensar que la mente es un estado del paisaje, como quería Dalí3.
En este contexto, Martin Bax llegó a escribir que el proceso iniciado por la Revolución Industrial y profundizado por el consumismo, culminaba en algo que podía llamarse la “fase ballardiana” de la civilización. La tecnología, tras haber cambiado el entorno, comenzaba a invadir la mente, con todo el instrumental de los medios masivos, la informática y las comunicaciones. El mérito de Ballard, al decir de su amigo y exegeta, habría sido el de confrontar el software (la gente) con el hardware (la tecnología) del siglo XX 4.
…
Este breve encuadre filosófico puede servirnos para situar la obra de J. G. Ballard. (1930-2009).
Durante mucho tiempo fue ignorado por la crítica porque escribía “ciencia ficción”, una literatura genérica de la cual tampoco era un típico exponente. Tras conquistar una modesta audiencia dio un salto cualitativo cuando se avino a emplear un formato más “realista”. Eso le permitió seguir diciendo lo mismo con otras palabras.
Su obra es una acabada elaboración simbólica de esa ambigua actitud que manifiesta el mundo actual frente al poder de la tecnología.
Ballard trasciende la dicotomía de Eco, de manera que tanto puede ser considerado un apocalíptico-integrado como un integrado-apocalíptico. A primera vista se diría que en su obra predomina lo apocalíptico, pero pocos como él han sido capaces de penetrar empáticamente en la deshumanización, con una escritura deliberadamente impersonal y objetivista. Ballard parece oscilar entre el repudio del moralista hacia el mundo actual y una delectación tan morosa que por momentos se hace morbosa. Esa ambivalencia es quizás lo que torna más inquietante su obra.
En uno de los primeros exorcismos ideológicos a que fue sometido, a Ballard se lo rotuló como “testigo de la decadencia británica” y “escritor del Pecado Original”, un epíteto que compartiría con William Golding. Considerando su vida y sus obsesiones, se diría que esas categorías no le caben. Son apenas una manera de neutralizar su visión despiadada del mundo, cargada con toda la desesperanza de un humanista vencido, en el fondo del cual late un nihilista reprimido. Ballard reniega tanto del pasado como del futuro, porque siente que la locura del presente los ha eclipsado a ambos. Sin embargo, por momentos intenta sublimar el instante para buscar en él alguna forma de eternidad.
Ballard reconocía haber sido influido por Graham Greene y Conrad, y alguna vez el propio Greene llegó a compararlo con Conrad. Con el éxito, llegó la hora de que los críticos pusieran su nombre junto al de Graham Greene y que Susan Sontag lo canonizara como “una de las voces más importantes e inteligentes de la literatura contemporánea.5”
Su obra, tan extensa como intensa, estuvo profundizando un puñado de temas recurrentes a lo largo de medio siglo. Su magia es la de un narrador excepcional, capaz de volver a seducirnos siempre con una misma historia, que a menudo oscila entre la narración y el ensayo. Nada es casual en su obra, tan cerebral como pudo ser la de Aldous Huxley, pero no menos sensible frente a los peligros de su tiempo. Quien quiera entender este tiempo loco que nos ha tocado vivir, acabará por tropezarse con Ballard.

Solo en formato electrónico (Epub, Mobi o Pdf) en:

Compra rápida, sencilla y segura con Mercadopago a través de Tiendaebook.
Link: Ballard en TIENDAEBOOK
Por consultas o sugerencias escribinos a: edicionessamizdat@pablocapanna.com.ar
- Pablo Capanna, Natura. Las derivas históricas. Bernal. Ed. Universidad de Quilmes, 2016 ↩
- Cfr. Albert Borgmann, Crossing the Postmodern Divide. Chicago, The University of Chicago Press, 1992 ↩
- Ballard, en conversación con George MacBeth (1967). ↩
- Entrevista con Martin Bax (1984) ↩
- Susan Sontag, en la Evergreen Review, 17, nº96, primavera. ↩